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El dolor es un lugar

 

 

Hace algunos años hice un viaje que me convenció de que el dolor es un lugar. Es un espacio físico, con coordenadas y paisaje, como los sueños y como las pesadillas. Poco después de ese viaje escribí una historia cuyo epílogo empezaba así: “A los huérfanos que un día vieron el asesinato de sus padres, a las viudas inconsolables que hoy son abuelas grises, a los bautizados en antiguas iglesias bombardeadas, a los veteranos minusválidos, a los sobrevivientes fantasmas, habría que decirles que su historia está hecha de palabras que no se va a llevar el viento. A los danzantes de plazuelas que antes estuvieron bañadas de sangre, a los escolares de pueblos con historias quebradas, a los muertos sin memoria, a los que nunca aparecieron y a los que siguen esperando, a los habitantes de casas carcomidas por balas del pasado, a las familias de las que no quedó ni una foto, acaso les aliviaría saber que el relato de su tragedia está escrito para siempre. Nada es tan dramático como un lamento repetido tantas veces. Nada, salvo el silencio que se traga lo contado. El retrato hablado de estas líneas aplica a muchos lugares, pero en especial a Chungui, un pueblo ayacuchano en el centro del dolor”.

 

Por una coincidencia cósmica, el fotógrafo Max Cabello y yo hemos hecho una cartografía sentimental de este lugar ubicado en el corazón de los Andes peruanos: yo he dicho que está en el centro del dolor, Max acaba de publicar un libro que se titula: “Chungui, al sureste del olvido” (Ed. Cortabolas). Y lo trágico es que ambos tenemos razón. Lo trágico es que aún ahora, años después de la guerra, y años después de la Comisión de la Verdad (CVR) que investigó esa guerra, y años después de que el Perú casi se olvidó de por qué hubo una Comisión de la Verdad y quiere olvidar que hubo una guerra, Chungui es todavía un lugar ajeno para muchos peruanos. Si hubiera sido el escenario de crímenes nazis o de abusos de la dictadura argentina o chilena, tendríamos decenas de libros y películas sobre el tema. Pero los crímenes que allí se cometieron –una violencia que, según la CVR, “superó lo humanamente permisible”– tuvieron como víctimas a campesinos aislados de los Andes, casi perdidos en su propio país. Ayacucho es la región donde el grupo terrorista Sendero Luminoso inició una guerra que costó casi 70 mil vidas. Por una ironía que a los peruanos ya no sorprende, Ayacucho significa: “Rincón de los muertos” en quechua, el idioma andino. Muchas de estas víctimas nunca obtuvieron justicia, pero en el Perú de la prosperidad actual eso no le importa a mucha gente. En el fondo, es un dilema universal. La historiadora de Oxford Margaret MacMillan lo explica así: “La historia consiste en recordar el pasado, pero también se puede decidir olvidar”.

 

¿Por qué entonces un fotógrafo hace ese viaje tan largo a un lugar que a casi nadie le importa? ¿Por qué se molesta en cubrir el sepelio de una anciana, y luego el entierro de otro anciano, víctimas de una guerra que pocos quieren recordar? ¿Por qué este fotógrafo invierte sus recursos en visitar hasta tres veces en un año un pueblo del que muchos peruanos jamás escucharán en su vida? ¿Por qué camina cinco horas entre cerros que no conoce y se pierde en la niebla mientras persigue a un equipo forense que busca cadáveres por identificar? Hace poco le pregunté por qué. Max me dijo que, en el fondo, había sido un ejercicio para entender su propia historia: su familia es de Ayacucho, y aunque migró a Lima mucho antes del terror, él escuchó desde niño esos relatos sobre allegados que habían sido víctimas y desaparecidos. En ese entonces no los comprendió del todo, pero ahora estaba listo para ver y conocer. No podía seguir con la venda que otros han escogido ponerse. “A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad”, escribió Susan Sontag en un canónico ensayo titulado Ante el dolor de los demás.


En ese libro, Sontag reconstruye el largo debate acerca de si la fotografía de guerra o de violencia entre seres humanos puede movilizarnos a nosotros, los espectadores, para terminar con esa locura. También explica su función para poner en evidencia lo que los seres humanos somos capaces de hacer. Pero sobre todo reflexiona sobre el valor de las fotos como artefactos de la memoria. “Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo –dice Sontag–. La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos”. Max Cabello llega a Chungui años después de la violencia para tratar de conectar esos lazos de memoria que han quedado perdidos en el tiempo. Gracias a eso sabemos que hubo una mujer campesina que se llamaba Sabina y que murió con el cuerpo en metástasis sin recibir la compensación que le debíamos. Gracias a eso sabemos también que en un paraje de Ayacucho hay un árbol donde antes hubo una fosa, y que las raíces de ése árbol se enredan con el cadáver de una víctima a la altura del corazón. Por los ojos de Max vemos a una niña pobre jugando sobre las piedras de un cementerio que a ojos foráneos parecería una ruina arqueológica, y a un joven que acompaña una exhumación mientras lleva puesta una camiseta con una calavera que parece viva y fuera de lugar. La posguerra es eso: un conjunto de hilos sueltos hasta que alguien se toma el trabajo de unirlos en busca de sentido. “Usamos la historia para comprendernos a nosotros mismos, pero deberíamos usarla para comprender a los demás”, escribió la historiadora MacMillan. Este libro es uno de esos esfuerzos. Max Cabello nos da la ruta: empieza al sureste del olvido.

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