El don

Si lo tienes, nunca sabes cuándo aparece. Un día piensas en algo –una nube, una vista del mar, el rostro de alguien a quien quisiste- y sin que sepas cómo, eres capaz de hacer real esa nube, esa vista del mar, ese rostro de alguien a quien quisiste. Ocurre así, sin más. Tienes el don. Eres capaz de dar la vida a lo que piensas, a lo que ves, a lo que sientes. Y da igual cómo lo hagas, con música, con palabras, con colores, con figuras de barro, con dibujos, con líneas, con planos de casas, porque lo tienes. Te ha tocado esa suerte. Y puedes hacer que el sol –ese pálido sol que asoma en un rincón de tu cerebro- sea el sol de agosto que quema un trigal por donde vuelan los cuervos. Y puedes hacer que una luna menguante que viste hace siglos desde la cubierta de un barco sea la música que suene en la boda de unos enamorados.

 

Por supuesto, el don es caprichoso. Va y viene. Aparece y desaparece. Juega al escondite. Algunos consiguen mantenerlo a su lado durante toda la vida. ¿Cómo lo hacen? Por su energía indestructible que se convierte en una fiebre que arde y arde sin fin. O porque nunca distraen su atención y viven en una especie de vigilia permanente. O porque la desgracia les acompaña y lo único que tienen para combatirla es ese don que quizá también sea el que atrae a la desgracia, así que el don y la desgracia son una misma cosa y el uno no sería posible sin la otra. Y otros lo tienen porque siguen prestando atención a lo que ocurre allá lejos, al otro lado, en ese lugar donde se funde lo que es verdad y lo que no lo es, lo que es real y lo que no lo es, aunque muy pronto, cuando el don haya hecho su trabajo, eso que no es real conseguirá ser más real que lo que no lo es.

 

Y otros más lo tienen a intervalos, así que el don va y viene como los meandros de un río, a veces ancho y caudaloso, a veces seco y angosto. Otros lo tienen durante un tiempo y luego se va, y sólo regresa una vez, una sola, y quizá ellos, los que poseyeron ese don, ya no están en condiciones de reconocerlo cuando vuelven a tenerlo en sus manos. Y otros, en fin, lo tienen durante un tiempo muy corto, y luego el don desaparece, y lo esperan en vano -un año, diez años, cincuenta años-, pero el don no regresa, por mucha dedicación o vehemencia con que pretendan hacerlo regresar, así que el sol que ven en su memoria no quema los campos, ni la luna que ven asomar sobre el mar alcanza nunca a mover las mareas, ni las formas que vuelan en sus mentes consiguen tener color ni densidad. Es inevitable. No hay nada que hacer. Todo está muerto. Ya no pueden insuflar vida. El don se ha ido.

 

 
Ocurre así. Un día lo tienes. Y cuando crees que vas a tenerlo siempre, cuando te acostumbras a vivir con él, te levantas una mañana y descubres que ya se ha ido. Tu sol no quema. Tu luna no mueve las mareas. Tus nubes no atraen las miradas. Tus árboles no tiemblan. Y tus rostros queridos nunca más volverán a ser queridos.

 

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