El duelo

 

Cecilia Borrás tenía 43 años cuando sonó el teléfono. Había nacido en Barcelona en 1966 y su infancia había tenido una luz discreta. Vivía en un piso del barrio de Poblenou, donde su padre regentaba un comercio de biclicetas y recambios de automoción. Se levantaba e iba al colegio. En cuanto a su madre, sentaba a los cinco hijos en la mesa del salón con los plumieres hasta que la letra no salía torcida. Salvo la perserverancia, nunca ocurría nada. Y Borrás recuerda pasar el trapo en la tienda los sábados y pedalear con el abuelo los domingos con un orgullo tonificante. El padre le había dicho que quería dejarla a las puertas de la universidad. Las cruzó. Estudió psicología clínica y se doctoró en psicología con una tesis sobre la demencia en pacientes con esclerosis múltiple. Aquella mañana, marzo de 2009, dirigía una empresa que ofrecía recursos de investigación a la industria farmacéutica. Al teléfono, su marido le estaba preguntando por Miquel. Ella se había despedido de su hijo al salir de casa y no sabía nada. Al colgar, recordó haber oído previamente el sonido de un mensaje en su móvil. T’estimo molt, a tu i al papa, ho sento pel que faré. Es sabido que los suicidas suelen emplear tiempos verbales futuros. Cogió el coche hasta la estación de Arco de Triunfo, llamó al móvil de su hijo sin obtener respuesta y empezó a rogar para sus adentros que no lo hiciera.

 

Ni Borrás ni su marido han visto las imágenes registradas por las cámaras de seguridad del metro. Pero hay una imagen donde todavía lleva anclada la angustia y la incredulidad de aquel día: los dos, custodiados por un policía de paisano en unos vestuarios de la estación, gritando. Así es muchas veces: se grita con todas las fuerzas tratando de espantar la realidad. Incluso puede que antes del grito le dijera al policía: «Vamos, usted está de broma, mi hijo estará pintando algún graffiti por ahí». El psicólogo de urgencia fue el último en llegar. El matrimonio llevaba allí abajo una hora y media, en la que no había llamado a nadie. Como si coger el teléfono certificase la tragedia. Al final llamaron a un cuñado. Llegó el psicólogo y dio una serie de instrucciones que Borrás todavía considera valiosas para que el dolor no se encapsule: nada de hipnóticos ni de diazepam. Que lloren, que griten, que no coman si no quieren. Sólo oblíguenlos a beber.

 

Existe una diferencia notable entre el duelo de los padres y de las madres que han perdido a un hijo por suicidio, según los expertos: los padres lamentan la desaparición del futuro, incluso con rabia. La graduación que no fotografiaran, ufanos, y la boda en la que no figurarán como padrinos. Las madres, el presente desaparecido: ¿a quién cuido yo ahora?, se repetía Borrás. Dice que le costó algunas semanas aceptar que su hijo no estaba de colonias. Cualquier ligero movimiento representaba un esfuerzo descomunal. Ella, no obstante, se obligó a salir de casa y pasear un cuarto de hora con las gafas de sol. Un día se quedó dudando en la puerta del supermercado. Le molestaba la luz, el color, la música. Al final entró, compró una barra de pan y salió corriendo. Otro día, repasó de arriba abajo el Manual diagnóstico de las enfermedades mentales, DSM-IV, en busca de su hijo y empezó a leer sus notas y citarse con amigos y profesores como en una autopsia psicológica. Nada. Miquel tenía 19 años. Estudiaba diseño gráfico. No fumaba, no bebía, no se drogaba. Pintaba graffitis. Planeaba un interrail para el verano. Le había escrito a una amiga diciéndole que era feliz. Acababa de discutir con su novia, cierto. Pero la vida va llena. ¿Entonces? Borrás habla de un intervalo de una hora entre ideación y ejecución. Es su hipótesis y la de la psiquiatra Carmen Tejedor. Un trastorno mental transitorio. Un desequilibrio en la actividad de los neurotransmisores equivalente a una depresión muy profunda. Pero en el peor de los escenarios:»Si hubiese estado en otro sitio quizás la hubiese emprendido contra una papelera».

 

El matrimonió dedicó el fin de semana a preparar la despedida del hijo. Escogieron canciones y elaboraron un powerpoint con fotografías. A Miquel le gustaban Bach, Dire Straits, el rap. Los amigos grafitteros pintarían el ataúd en el departamento de pompas fúnebres. Dos días después del entierro, entregaron tarjetas de agradecimiento a los profesores. Y una semana después, se incorporaron al trabajo. Dejarte ayudar, ser flexible, estar activo, declina Borrás. En 2012, fundaron la asociación de supervivientes, Después del suicidio, que ella preside. En sus conferencias, suele comenzar con una diapositiva de la zona cero de Nueva York. Buscaba una imagen que conjugase la sensación de irrealidad y la desolación más absoluta y le pareció exacta. Sobre el aparente desajuste entre el término supervivientes y la realidad, explica: «Evidentemente no se trata de un accidente de avión. Pero hay un momento del duelo en que sólo te dedicas a sobrevivir. Se trata de un proceso muy marcado. Estás enfadado y te sientes culpable. Incluso, aunque aprendas a convivir con ello, la tristeza sigue presente en momentos muy señalados. Tú, por ejemplo, no podrías dirigirme la palabra el día de la madre».

 

Recordé una frase de Annie Ernaux en aquel libro inaudito, El acontecimiento (2001) y pensé que me gustaría recitársela la próxima vez («El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior»). Y  preguntarle si, respecto al suicidio, no se trataba también de una dolorosa obligación. Respondió que no. No se puede obligar a nadie. Ella vive, sin embargo, con la intimidad exhibida. Desde aquel día en que se sentó delante de las cámaras de Informe Semanal y despedazó el tabú diciendo: «Se muere de suicidio como de cualquier otra causa». Yo estaba sentado en la butaca del salón y me pregunté cuándo se habría escuchado por televisión algo semejante.

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