Futuros periodistas con ansias de aprender, de absorber como esponjas
Nunca he explicado cómo llegué a Madrid ni por qué vine. Quizás porque nunca ha habido una clara razón en mis viajes. Ocurren sin más. No hay explicación posible. Solo la providencia, el destino, la casualidad o la suerte. ¡Ah, sí!, la suerte. Esa amiga invisible que en los momentos más duros, en los que me he sentido más sola, mas alejada del mundo –y alejada de mí–, en los que he querido tirar la toalla, dejar el periodismo porque no da de comer, dedicarme a otra cosa, desaparecer. Justo en ese preciso momento, ahí aparecía, como si fuese un despertador mágico. Un timbre que retumba en el tímpano y que te obliga a volver a la faena. Volver de lleno. Volver con ganas y decirles a todos: ¡Ahora os vais a enterar quién soy yo! Aunque en realidad tú no eres nadie. Pero crees que eres alguien.
Por eso volví a Madrid. Era hora de volver a trabajar. Sí o sí.
Uno de mis editores escribía en un periódico nacional que ofertaba un master. Mandé la solicitud. Pasé unas pruebas por correo electrónico que nunca entendí para qué servían, porque un periodista no es un tipo que tenga que demostrar lo que vale en un cuestionario. Tiene que demostrar lo que vale en la calle. Déjalo suelto, como si fuera un perro palleiro (así llamamos los gallegos a los perros que no son de raza) que va a tras el rastro de una perra en celo, en una noche fría lluviosa. Dile que vuelva. Mira lo que te ha traído. Así podrás valorar al periodista que tienes delante de tus ojos. Lo demás son, con perdón y repito que es mi opinión, puras pajas mentales.
En cuanto a ese editor. Sé que no le gusta que hablen de él. Aunque dicen que es uno de los mejores periodistas de España. Aunque es un periodista consagrado y podría tener un despacho pomposo en algún lugar del diario. Pero no lo quiere. Siempre se le puede ver en una silla gris –con polvo, porque no le gusta estar mucho tiempo sentado– en medio del bullicio, las prisas, el ajetreo de la perrera de la redacción. Desplazado. No porque los demás lo desplacen, sino porque él busca su lugar de observación. Su silencio, su rincón en el que encontrar hechizos de palabras, ritmo, belleza, arte. Textos largos de frases cortas. Textos donde cada párrafo es imprescindible. Aunque el jefe quiera cortarlo porque es muy largo y en internet no se lee en largo, otra tontería y paja mental, dicho sea de paso. Aunque para él cortar un texto es un asesinato. Dar muerte a aquello que es bello. Aunque sé que no le guste que hablen de él pero el fondo sonreirá cuando lea este texto, se limpiará las gafas, lo editará y seguirá trabajando. ¡Ah, sí!, los periodistas. Siempre trabajando. Igual que nuestra suerte.
Si no hubiese escrito este blog no tendría sentido mi último viaje porque no sabría con quien podría compartirlo. Era como mandar un mensaje embotellado. Dejarlo a la deriva en medio del océano. Esperando que llegara al otro lado del charco.
Saber que alguien te escucha cuándo ni tú misma lo haces. Cuando empiezas a hablar en alto, a grabar tus sueños para no olvidar quien eres, en medio de un mundo que ya no sientes tuyo. Enviar un mensaje –un sueño, un grito, una sonrisa, un llanto, una emoción encapsulada– para perpetuar la existencia de tu identidad, porque aquellos que están al otro lado, a los que tú llamas los tuyos son capaces de leerlo, de saber qué te pasa por la cabeza y qué vives dentro del pecho. Un post, un editor tuitea, es el pequeño momento en el que sientes que la suerte está de tu parte. Quizás porque notas que alguien te acompaña.
Aunque en este oficio siempre estás acompañada. Pero acompañada con la condición de que escuches al otro. En un mundo en el que todos hablan y pocos saben escuchar. A veces, sólo a veces, necesitas que alguien te escuche a ti. Sentir que lo que tú dices llega adentro del lector. No a la superficie, sino al cajón con llave en el que guarda sus emociones.
No es un ejercicio de egocentrismo. Aunque el post esté escrito en primera persona. Es necesario para sentirse humano. ¡Ah, sí!, a veces los periodistas necesitamos sentirnos humanos. Dejar la calle por unos instantes. Compartirnos con nuestro lector, con nuestra suerte, con nuestros textos de cuaderno embotellados, encriptados y con nuestro editor, que está siempre tuiteando. Desde una silla gris con polvo. En la esquina de una ajetreada redacción.