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El escote vertiginoso

 

Coincidiendo con el día Internacional de la Felicidad, parece ser que en la Audiencia Nacional están a punto de cerrar la instrucción de Gürtel. El Bigotes (que ya no es tal camuflado el objeto de su identidad) ha comparecido hoy, muy feliz, por supuesto, pero diciendo sin decir (esto se hace normalmente con un dedo) que por aquí se va a Roma, que es un derecho jurídico de todo español y una cosa muy tonta, en la práctica, donde se hacen muchas preguntas sin obtener ninguna respuesta salvo los buenos días, y a veces ni eso. Puede que Álvaro Pérez sólo hable en modo picaflor, que es el modo en que se dirigía a sus clientes y, sobre todo, a las mujeres de éstos, a quienes tiraba unos tejos asexuados como aquel modisto empolvado le colocaba una peluca irreverente a la María Antonieta de Coppola (Sofía). Uno entiende que este señor, sin la posibilidad de ofrecer unos detallitos por la sala, prefiera callarse y escuchar para no hacer, por ejemplo, un Tutu (de nombre completo Desmond), que en setsuana, suazi, sesotho o incluso zulú a uno le vendría muy bien para este artículo que significase meter la pata. Desde luego, Correa no es Otegi descamisado, con la risa y el puño siempre en alto, pero ha recuperado las mejillas que se olvidó de recoger a la salida de la cárcel junto a sus objetos personales, recuperando así también el semblante confiado de don Vito que le hizo un perfil y algún que otro traje. Correa ha pasado hoy, como el Bigotes (aunque éste no ha posado), por el fotocol para el que ha elegido terno y corbata azules, camisa de rayas (se imagina que sin intención corporativa), peinado con laca y barba encanecida tipo abate Faria, en contraste a aquella otra aparición en Soto del Real con estilismo de Sonny Crockett. De la tele de los ochenta a la literatura del XIX algunos dirían que es echarse a perder, pero no lo parece. En el fronrou la única marca era Prim, doce, que bien podría ser (y de hecho es) un garito de moda, aparte de BMW, el coche de exposición en el que ha llegado, como en los Oscars, y posado de frente, de perfil y de espaldas con el mohín seductor de auténtica starlette a la que sólo le faltaba el escote vertiginoso, antes de volver en diez minutos como quien acude a un responso a pesar de no ser creyente (lo cual ha confesado in situ) y, quién sabe si por el día, y a juzgar por la jeta, inundado de felicidad.

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