Hacía mucho que no contemplaba a la masa en su salsa, o sea, en el estadio de fútbol. Era un partido decisivo para el equipo local y por tanto la masa iba dispuesta a todo, a matar o morir. El sentido de justicia había sido erradicado de cuajo, porque sólo contaba la victoria de los nuestros. Para que no hubiera dudas ni confusiones, la masa de hinchas de los nuestros iban de uniforme, de los mismos colores que su equipo, todos igualitos, todos hermanados y unidos en el mismo ideal. Debía quedar claro que lo que allí pasara era responsabilidad de todos y nada achacable a nadie en particular. Era lógico, porque individuos no quedaba ni uno (esos se habían quedado en casa). Los otros o ellos eran el enemigo, el compendio de todos los males, al que se podía insultar a placer, y más aún si eso les asustaba y achicaba, les enfurecía y sacaba de quicio…; todo era recomendable si les forzaba a cometer en el terreno de juego más fallos que los habituales.
La verdad es que el ambiente, es decir, el ánimo de la masa llevaba siendo amasado varias semanas por la prensa local. No había nada de espontáneo en tanta exaltación de la masa, en toda este precalentamiento anímico de la multitud. El yo colectivo había sido cultivado, ensalzado, bendecido y glorificado hasta la naúsea. Las presuntas virtudes colectivas, las más rancias creencias de la tribu, habían sido desempolvadas de nuevo para la ocasión y se habían exhibido sin ningún pudor. La misma juventud que solía ser vituperada -con razón- en tantas otras ocasiones públicas, era ahora aplaudida en esta entrega sin freno a la barbarie. Porque esta barbarie la compartían con otras clases de edad y condición, con gentes más honorables. Esto es la demagogia: reírle las gracias a la masa, consagrar sus terribles defectos como si fueran motivos de orgullo.
Un aspecto del problema es si todo esto no restará a la autoridad pública algún respeto ante la masa. Diría que sí, porque resulta difícil guardar las distancias necesarias cuando se han compartido la misma camiseta y el mismo griterío; no digo ya si incluso se han pronunciado o siquiera escuchado sin chistar los mismos insultos a los jugadores enemigos o al árbitro de la contienda. Se quiera o no, la masa se ve corroborada en sus peores instintos cuando sabe que los de arriba también se sienten afectados por ella. Alcaldes y obispos, rectores y diputados, artistas y deportistas, esos y los otros y los de más allá, todos se sumaron al objetivo colectivo. No importa que unos ocuparan localidades preferentes y otros aguantaran de pie en los graderíos. Era la fiesta que venía a reconocer en el fútbol una principal razón de ser de todos ellos, lo que les unía por encima de otras muchas diferencias, la que consagraba a sus diosecillos comunes.
Decía que la masa, por su propia naturaleza, carece de sentido de justicia. Lo cual es lógico si, además del pudor, le falta también el sentido de la medida. El anonimato nos permite cualquier desahogo, difumina las responsabilidades de cada uno: Fuenteovejuna no es el mejor ejemplo de equidad. Desde esa notable carencia, la masa sólo detecta las faltas del contrario, nunca las propias, así como en esta ocasión no observó ninguna deficiencia en las decisiones del árbitro de turno que -según cuentan espectadores ecuánimes- beneficiaron sin duda a los nuestros. O tal vez algunos de la masa lo observaron también, pero se guardaron sus juicios para sí, no sea que la masa se diera cuenta de sus sospechas y los despedazara allí mismo; o, mejor dicho, que los expulsara de su seno. ¿Y acaso puede haber algún castigo mayor que el dejar de ser de los nuestros?