Salgo de casa la mañana del día del debate sobre el estado de la nación. Antes he visto a Cristina espiando la dudosa luz del día, y hago la primera foto, aunque dejo a la gata fuera de campo. Llovizna con la desgana propia de una lluvia que, como la clase política, los monárquicos, el proletariado, la universidad, los cardenales y los echadores de cartas, ha perdido la fe.
Paso ante La clásica, y veo al peluquero ocioso, sentado, esperando clientes. Son las nueve y media. Paso ante la pollería: ni un alma. Ni siquiera el pollero, que debe estar trajinando en la nevera. Paso ante la pescadería: el pescadero está en el umbral, atisbando el cielo, cabizbajo. Sé que es una paradoja. Pero eso permite el cuello: mirar al cielo, mirar al suelo. Todos los peces convertidos en pescados están en posición de revista, con la boca abierta y los ojos blandos. Como si todos fueran ollomoles y hubieran perdido toda esperanza: la de volver al mar, la de acabar en una buena sartén. Ni un alma. Entre el pollero y el pescadero, dos locales recién vaciados: «Se alquila».
Paso ante la oficina de Caja Madrid de la esquina, y siento una punzada de melancolía. En ella abrí, hace más de treinta años, mi primera cuenta. Allí ingresé mi primera nómina cuando empecé a trabajar en el periódico de mis sueños. Le fui fiel durante tres décadas. Hasta que llegó un tal Rato. Entonces decidí cambiarme de acera. Hace unos días cancelé la última cuenta que quedaba, una especie de reminiscencia de los tiempos de fe en la labor de los montes de piedad y la obra social. Todavía recuerdo cuando negocié mi primer plan de pensiones (que acabé trasladando a otra entidad) y le pregunté a la empleada de la Caja qué pasaría si quebraba. Se quedó lívida, aterrada, como si hubiera mentado al mismísimo Lucifer:
—Caja Madrid no puede quebrar. Si quebrara se hundiría todo.
La lotería está cerrada. A las diez menos diez. Será que no tiene prisa. Que no tiene necesidad. Doblo la esquina: la frutería ya está reluciente, llena de tentaciones. Los colores del campo en medio de la ciudad gris. En ese momento, el dueño de la tienda de regalos frontera levanta como un pequeño Hércules la persiana metálica, y no puedo sino acordarme de Llámalo sueño, la maravillosa novela de Henry Roth que me abrió el camino hacia Nueva York, y en el peso de sus hombros siento la pregunta de si le sigue compensando volver a abrir cada mañana. Junto a los cines del barrio veo un edificio de tres plantas, reformado, de grandes pisos luminosos, con balcones de hierro: «Disponible», se lee en la segunda y en la tercera.
La mañana del debate sobre el estado de la nación no se me ocurrió preguntarle al peluquero, al pollero, al pescadero, a la bancaria qué esperaban de lo que se iba a decir en el Parlamento este día mortecino, de febrero inhóspito. La víspera, al llegar a casa, sobre mi mesa me esperaba un sobre. Dentro, el último libro de Miguel Sánchez Ostiz, un novelista que desde hace años leo con fascinada fruición: El asco indecible. Lo ha publicado Upaingoa. Lo abro al azar:
«No todo son muestras de solidaridad en el escenario de los desahucios. También se oyen voces de ‘no haber comprado’ o ‘que se vayan a un piso de alquiler de 400 euros’… En estas circunstancias nos sale lo peor de nosotros mismos».
No tengo que alejarme mucho para estar de acuerdo. A menudo escucho razones parecidas. La crueldad es un rasgo muy común aquí. Busco el final (frente al índice, sobre una foto gris en la que unos policías golpean sin piedad a unos compatriotas acuclillados), las últimas palabras de mi amigo Miguel Sánchez Ostiz, que sobrevive como puede en estos tiempos de derrumbe generalizado:
«Ah, y algo más, tal vez lo más importante. De todos los libros que he escrito, este es el que veo como menos ‘personal’. Me explico. No es ni muy personal ni nada original, en la medida en que recoge el eco de las palabras dichas, escuchadas, repicadas, compartidas y sobre todo sufridas, por muchas personas a lo largo de estos meses. Este libro nos lo han escrito en la chepa».
La voz de Rajoy se escucha monótona en los televisores que cuelgan como sogas de la redacción. Me asomo al pozo. Me fijo en la chica que gesticula. Parece ser la única que cree en lo que dice. Por lo menos le echa entusiasmo. Se esmera en hacer bien lo que tiene que hacer. Es la que, empleando el lenguaje de los sordomudos, parece poner auténtico énfasis donde el político de turno habla para no sé quién. Como un actor que sabe que hay que pasar el trago, sabiendo que no se trata de convencer, sino de avanzar otro paso. Teatro de sombras. La caverna de Platón. ¿Estamos vivos? A menudo me asalta la sospecha de que España es Comala: Respiramos, pero estamos muertos. De vez en cuando, un fragor de aplausos que suena como pedradas, o como granizo contra una calle de adoquines. Será lo mismo por la tarde, cuando hable el otro, Rubalcaba.
Cuando César Molinas se refirió a los principales partidos españoles y a sus cuadros como a una «élite extractiva», que durante décadas se ha dedicado a saquear el país, causó un gran revuelo. De momento solo eso, un gran revuelo. El lunes le entrevistaban en El País. Bajo el título de «Nos hace falta una democracia que se pueda tocar más«, decía: «Me temo que los cambios solo van a poder conseguirse a través de la movilización de la sociedad civil. Se consiguieron un montón de firmas para frenar los desahucios. Habrá que conseguirlas para proponer una nueva Ley de Partidos que los obligue a hacer congresos periódicos, a convocar primarias para que los militantes elijan a los candidatos a cargos representativos, a someterse a auditorías externas independientes. Más democracia interna y transparencia. Luego ya se tocará, si hace falta, la Ley Electoral. Pero lo primero es lo primero».
En Fama y soledad de Picasso, recién reeditado por Alfaguara, John Berger dice que «ese ‘estado de cosas en que los hombres se ven forzados al mismo tiempo a acariciarse y destruirse mutuamente’ es uno de los temas principales de Kafka». ¿Es decir, de nuestra era?
Ha cesado el rumor de las palabras. Ni siquiera llovizna. Un azul de aguamarina, desleído, como un cielo nórdico, que le hubiera gustado ver a Ingmar Bergman, se ha apoderado del norte de la ciudad. Desde donde estoy veo pasar coches sin cesar: camino de Madrid, camino de las afueras. Como en una película de cine mudo. Los árboles caducifolios levantan las ramas como en una oración laica, silenciosa. Los abetos y los pinos, tan herméticos, parecen aguardar a pie enjuto, como si se encogieran de hombros esperando otra época. Su verde es abrupto, neto, mate: se ofrecen como contrapunto a la majestad del cielo. El mismo cielo del que vienen los meteoritos.