El telegrama dice que el tren se llama Estrella del Norte y te devolverá a tu infancia, y al campo de los deseos, y al mar del sueño. Y que debes apresurarte si no quieres perderlo.
Llego temprano, pero en realidad llego tarde, y no es que haya quedado con Albert Einstein en una playa paradójica. El sol de junio revienta las costras de Lavapiés. Le pregunto a una muchacha negra vestida con la ropa de colegiala que cantó José María Granados cuando no sabíamos cuál iba a ser el contenido de la vida. En un español impecable, no sé si aprendido en el barrio o en Malabo, me confirma que no voy descaminado. Salen Julieta de Haro y Ángel Haro a recibirnos a la puerta de la antigua Tabacalera y entramos en la umbría. No hay rastro de humo, ni de labores. Es como una cápsula de tiempo. Rumor de viento, unos ladridos lejanos, y un atunero partido en tres pedazos, aserrado limpiamente por un carpintero ciclópeo, con el vientre iluminado de rojo y luz. Estamos en la obertura de La Tregua y nos costará volver a la superficie. Me gustaría pensar que no intactos, impregnados por la brea, la tinta, el hierro, la arena, las sombras, los haces de luz, los objetos inquietantes que el escenógrafo, pintor y director de arte Ángel Haro (Valencia, 1958) ha dispuesto para quien quiera acompañarle.
Llego tarde, en realidad tardísimo, porque es miércoles, la vida capota, y he dejado pasar un tiempo precioso. Llego tarde porque este viaje es uno de los más íntimos, profundos y baratos (no en el campo de las emociones) que uno puede emprender en Madrid, y porque lleva convocando a los pasajeros de un tren llamado Estrella del Norte desde el 14 de mayo y mañana partirá para siempre, y yo no lo supe porque no supe escuchar su queda campana, que suena como si Ángel Haro la tocara desde el fondo del mar, hasta que ya no quedaba casi tiempo para hacerle eco, ola, telegramas encadenados, voces y manos compartidas, las que hacen falta para remar, para remover un tronco o una gran piedra del camino, para salvar a alguien que se ahoga, para hacerle la respiración boca a boca, para entender que a veces si nos perdemos una exposición podemos habernos perdido una experiencia que podía haber llegado a formar parte indeleble de la memoria, de lo que nos hace ser como somos, raros, humanos, contradictorios. Únicos.
Ahora que ya sé cómo es el timbre de la voz de Ángel Haro, y que nació el mismo año que yo, y que de vez en cuando se pierde en África porque ya no puede ni quiere evitarlo, y fabrica juguetes con las mismas manos que Torres García, me he puesto mi escafandra para que este telegrama no llegue del todo tarde, cuando estén las puertas de la Tabacalera cerradas a cal y canto. Esta exposición fue pensada para ella, y de hecho nada más atravesar ese escenario del atunero, que es una metáfora táctil de nuestro naufragio contemporáneo y de lo que podemos empezar a hacer ahora mismo, nos encontramos con la maqueta que el propio Ángel ha levantado para que los navegantes no se pierdan en las penumbras. Una maqueta para imaginar cada uno cómo amueblaría su propia biografía.
La Tregua se extenderá después por las estancias, a lo largo primero del gran pasillo de la derrota y de la conciencia, que a mí me recordó una de las primeras infografías, la que le permitió a Charles Joseph Minard mostrar con una elocuencia y claridad admirables cómo fue la desastrosa campaña de Napoleón en Rusia: Carte figurative des partes successives en hommes de l’Armée Française dans la campagne de Russie 1812-1813. La Tregua, comisariada por Julieta de Haro, hermana del artista, es una invitación a un viaje que comienza en un atunero que se deshacía en el litoral de Murcia (Ángel logró persuadir al armador, que prefería que se descompusiera lentamente a la intemperie, como un elefante al final de sus días, para que se lo vendiera) y termina en un tren que en realidad es un proyector que modifica las paredes de nuestra caverna platónica, y nuestro papel en ella, pero que arrastra los fantasmas y las heridas, las lecciones y la escoria, los pecios y las boyas, los mapamundis y los tesoros.
A cuenta de La Tregua dice el artista en un catálogo que es (e ideológicamente tiene todo el sentido del mundo) como un periódico: «Ya sabemos que todo arte es político, pero como he dicho antes mi trabajo no se activa con noticias, aunque es innegable que como ciudadano me interesa la política. Sin embargo, me gusta que las propuestas sean polisémicas, no quiero competir con el telediario ni pretendo ser mesiánico. Es insólita la facilidad que tenemos a veces de subirnos a un púlpito y marcar directrices cuando apenas sabemos gestionar nuestras propias vidas. La Tregua puede ser un concepto geopolítico, pero también es un estado íntimo, como un zumbido en las orejas que nos alerta de que algo está por llegar. Yo la defino como un multirrelato sobre el conflicto latente que nos ocupa a diario, y ese conflicto se puede producir a múltiples niveles. Hay experiencias personales, por pequeñas que sean, que a veces nos marcan más que las colectivas, y ante eso no podemos hacer nada. Estamos hiperinformados y retenemos de toda esa información la cuestión que más nos afecta, y muchas veces lo que nos hace vibrar durante días no es lo que más alimenta nuestro programa ideológico. Hay quien tiene muy ajustado ese tipo de relaciones, yo en cambio no dejo de sorprenderme con qué tipo de cosas retengo. Tampoco voy a presentarme con ingenuidad. Si instalo un naufragio en una sala sé perfectamente qué tipo de asociaciones puede producir. Lo interesante es situarlo de forma que ademas de esas se activen otras menos obvias, pero que también están ahí».
Pido disculpas al autor y a la comisaria por haberme atrevido a editar la cita (levemente: no cambia el sentido de nada), y sobre todo la puntuación. Vicios del oficio de plumilla (o de plumífero, como diría Enrique Meneses). Dice Ángel Haro que su trabajo no se activa «con noticias». Noticias. La gran bestia negra de fronterad. ¿Son las noticias las que acaban disparando nuestra indignación, nuestra compasión, nuestro comocimiento, nuestra idea del mundo? Los periódicos dan patente de realidad, o al menos la daban: decían qué era importante, qué merecía ser tenido en cuenta, elogiado o despreciado, y nos anunciaban descubrimientos, hallazgos, catástrofes, maravillas, triunfos, derrotas, miserias, calamidades, horrores… Internet ha cambiado la forma en que leemos el mundo, y sobre todo ha resquebrajado la autoridad de los que decían qué era lo que ocurría y qué teníamos que pensar al respecto. Muchas noticias no lo son en absoluto, o son fragmentos de una realidad sumergida de la que vemos menos de lo que un iceberg permite saber de su masa y de sus intenciones, de su belleza visible y de su potencia oculta.
Vuelvo a la última sala. A Ló, la música que Sixto-Manuel Herrero ha compuesto para acompañar el viaje circular, pero multidireccional, del Estrella del Norte. Escribe el compositor: «Ló es una pieza para piano solo, está escrita desde la suspensión del sonido como el deseo de parar el tiempo en una angustiada búsqueda del equilibrio. Sin embargo conforme el tiempo avanza a través de la obra ésta va desapareciendo desintegrándose en pequeñas afasias rítmicas donde sus sonidos se dilantan hasta perder su contenido tímbrico».
Quisiera volver a sentarme en uno de los bancos de la estación imaginaria después de haber vuelto a pasar ante las estancias donde se escucha el sonido del kendo, la Odalisca que parece una nasa para el alma y para el cuerpo, el espejo del agua que nos refleja y nos abisma, el giroscopio que nos orienta y nos pierde en la búsqueda de un sentido de este momento de tregua en el que nos hemos parado a pensar en el camino que hemos recorrido hasta este día de junio. Hasta las cajas que son nichos abiertos, pigmentos de rojo y almagre de un Joseph Cornell al que le hubieran quitado la vitrina, la bóveda de cristal, para que en ese plato depositemos nuestra propia biografía y empecemos de nuevo sin renunciar a lo que hicimos.
Quisiera volver a sentarme en la estación donde el Estrella del Norte está a punto de partir para siempre y no ha dejado de dar vueltas. El último vagón es una bandeja vacía, para que cada uno deposite ahí sus deseos o sus sueños. Me dieron ganas de subirme a este tren que habría de llevarme a donde siempre he deseado ir, adonde tal vez he ido ya, dándome perfecta cuenta y no dándomela en absoluto. Esta Tregua que Ángel Haro ha practicado en el espacio vacío y cargado de historia de Tabacalera es una invitación expedida con sello urgente, pero por el sistema postal de siempre, no de internet. Para hacer este viaje hay que querer estar, hay que querer ser, hay que querer ir. ¡Al tren!