He visto glandes perforados con una corona de jeringuillas,
rebosando su sangre en un vasito, cuando las agujas le iban siendo extraídas.
He visto tangas rellenos de lombrices pululando
sobre el pene del dueño de tal gusanario ambulante.
He visto cabezas coronadas con espinas, sangrando sobre
torsos lacerados con las mismas llagas y heridas
que los romanos infligieron en el cuerpo de Jesucristo.
También he visto machos pletóricos de falo y de vello,
danzando y gozando de sí mismos, como sólo saben hacerlo los faunos.
He visto grupos de hombres bestializados, en su tercer día
de encierro en las catacumbas clausuradas de un Metropolitano;
desnudos, junto a un viejo retrete, apelotonados y ansiosos
por deponer sus heces, y adorar con ellas al Maligno.
He leído y escuchado oraciones de posesión en lenguas incomprensibles.
Nadie forzaba a nadie. Ninguno se encontraba allí, sin haber previamente consentido.
La destrucción o el dolor, elegidos como vía de liberación frente al pánico público.
Automedicaciones extremas en la orgía situacional del gran carnaval mortífero.
Adoraciones y mixtificaciones del mal, para prolongar la permanencia en la bondad
por encima de todos los vicios. El Otro necesita su pan y su cronómetro,
su tiempo y su alimento -como exigiría cualquier ser vivo- para poder restituirnos.
Todos llevamos un ángel y un nazi dentro, El evangelio según San Pasolini, dixit.
Pretender olvidarse de esto, es una primera tentativa de inconsciente suicidio.
Sin arte ni sexo no puede completar la supervivencia su círculo.
Balsa de rumores, cuna de oxígeno, feliz balanceo en la barca de Caronte,
navegando a ultracorriente, para retrasar el ingreso en la final Estigia.