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AcordeónEl ex recluso de Guantánamo

El ex recluso de Guantánamo

Fronterad se encuentra con Murat Kurnaz, ‘el talibán de Bremen’, después de su paso por el penal militar de Guantánamo                     

 

Murat Kurnat, en Bremen tres años después de su salida de Guantánamo. Isaac Risco

Murat Kurnat, en Bremen tres años después de su salida de Guantánamo/ Isaac Risco     

 

El turco-alemán Murat Kurnaz sigue preguntándose por qué un chico “cándido” como él acabó encerrado cinco años en el infierno del penal militar estadounidense

 

Hemelingen, en Bremen, febrero de 2009. El día es gris y lluvioso, como a menudo en el norte de Europa a finales de invierno, y Murat Kurnaz conduce por las calles del barrio obrero alemán en el que ha pasado casi toda su vida. “En este cruce”, dice de repente cuando el Mazda rojo baja por una cuesta ligeramente oblicua y se detiene ante un semáforo, “murió un muchacho muy joven en un accidente”. Tenía 12 o 13 años. Drogas.

       Kurnaz, hijo de inmigrantes turcos nacido en Alemania hace 26 años y fornido como portero de discoteca, se interesa mucho por los problemas de los jóvenes de su ciudad natal. La idea es recurrente desde que en 2006 salió de Guantánamo, la base militar estadounidense enclavada en la costa oeste de Cuba. “Me gustaría trabajar con gente joven y ayudar a personas en apuros”, dice el antiguo “talibán de Bremen”. Así lo llamaron después de que lo detuvieran en la megápolis paquistaní de Karachi el 3 de octubre de 2001, lo llevaran a Kandahar, al otro lado de la frontera afgana, y lo trasladaran en secreto desde allí a la base de Guantánamo en un avión militar norteamericano, acusado de ser un “combatiente ilegal”. Pasó cinco años en la prisión, entre sus 19 y 24 años, antes de poder regresar a Alemania.

       “Es gente cándida”, señala al hablar de esos muchachos de Bremen de origen inmigrante que, según el Comisionado para la Integración del Gobierno alemán, sufren un 16% de deserción escolar y un 20,2% de paro, el doble que el resto de la población. Chavales “cándidos” como él mismo lo era “entre los 14 y 18 años”, cuando otros se aprovechaban de su juventud para venderle alcohol y hachís. Eran días de fiestas y drogas. “Pero entre los 18 y 19 cambié mucho”, dice. Descubrió la religión. Y viajó a Pakistán.

       “Los tablighis hacen un gran trabajo. Son gente pacífica, están contra la violencia”, sigue contando Murat Kurnaz sobre sus antiguos compañeros de militancia religiosa, mientras llegamos a un restaurante de comida turca en el centro de Bremen donde lo conoce todo el mundo. “Trabajan con jóvenes que tienen problemas. Los puedes ver por ejemplo ahí, en la estación, apoyando a los sin techo. No están ni a la derecha ni a la izquierda, están totalmente al margen de la política”.

       El grupo ortodoxo suní Tablighi Jamaat, que se puede traducir como la Comunidad de la Anunciación y la Misión, fundado en 1926 en la India británica y que opera actualmente desde Pakistán, se ha convertido en el mayor movimiento misionero musulmán del planeta. Con él empezó Kurnaz el viaje que lo sacaría de su mundo gris en el norte de Europa. “Un día llegó un amigo del que yo pensaba que no tenía arreglo”, cuenta. Estaba bien. Él lo llevó a conocer a los tablighis.

       Medio año antes, cuando lo conocí en Madrid, Kurnaz también empezó su relato por esa historia de vicio y redención. “Perdí a varios amigos de infancia porque se volvieron drogadictos o criminales”, me dijo en un taxi que nos llevaba a Tres Cantos. Él iba por el mismo camino. Hasta que conoció a los de Tablighi Jamaat y le enseñaron la ruta del Corán. “Estuve con ellos en varios sitios en Alemania. Luego me invitaron a visitar una madrasa [escuela coránica] en Pakistán. Por eso hice ese viaje”.

 

“Le lavaron el cerebro a mi Murat”

En 2006, durante su primera aparición en público tras salir de Guantánamo, en un programa de la televisión estatal alemana, Murat Kurnaz lucía una barba muy larga y unas greñas frondosas y descuidadas que le cubrían los hombros. Prematuramente envejecido, hablaba despacio, de manera letárgica, con una increíble desgana en la voz. El entrevistador le preguntó por qué llevaba esa barba, que llamaría la atención de los espectadores. “Porque todos los profetas la han llevado”, contestó. Era difícil disociarlo de la imagen de un joven musulmán radicalizado, de aquéllos considerados como la mayor amenaza para la seguridad en Europa tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.

       El entonces ministro del Interior alemán, el socialdemócrata Otto Schily, se refirió con sorna a la indumentaria con la que su compatriota partió hacia Pakistán: botas militares y unos prismáticos, destacó, seguro que para divisar a Alá a lo lejos. Parecía el equipo perfecto para un ferviente seguidor de la yihad, la guerra santa musulmana. La familia de Selçuk Bilgin, el amigo que Kurnaz había conocido en una mezquita de Bremen y con el que tenía planeado visitar la madrasa paquistaní, contó –y después desmintió– que su pariente quería unirse a los talibanes en Afganistán ante la inminente represalia estadounidense por los atentados de Nueva York y Washington.

Soldados de EEUU en la base de Guantánamo. Octubre, 2007. Ejército de EEUU

Soldados de EEUU en la base de Guantánamo, octubre, 2007/ Ejército de EEUU     

 

       Bilgin fue detenido antes de partir en el aeropuerto de Fráncfort y liberado más adelante por las autoridades alemanas, que no pudieron presentar pruebas en su contra. Kurnaz explica que viajó solo a la escuela coránica paquistaní y que lo detuvieron justo el día en el que iba a emprender el viaje de regreso a Europa. Pocos días antes, Estados Unidos había puesto una recompensa de 3.000 dólares por la entrega de cada presunto talibán o miembro de Al Qaeda. Los soldados paquistaníes que bajaron a Kurnaz del autobús la cobraron.

       Cinco años después, cuando volvió a Alemania, su madre, que nunca celebró el fervor religioso de su hijo –“prefería que siguiera de fiestas y yendo a la discoteca, porque era muy joven”, cuenta Kurnaz–, rezongaba contra los supuestos benefactores de los descarriados musulmanes de Bremen: “Esos malditos predicadores árabes le lavaron el cerebro a mi Murat”.

       Después de llevarlo ilegalmente de Karachi a Kandahar y de allí a su base en Cuba en 2001, la Administración Bush ofreció liberar a Kurnaz en 2002, convencida de su inocencia. Pero el Ejecutivo alemán del socialdemócrata Gerhard Schröder rechazó su repatriación. Entonces aún no se habían divulgado las torturas en la prisión y la opinión pública alemana habría puesto el grito en el cielo si el Gobierno permitía la entrada en el país de presuntos extremistas, se justificó hace poco Frank-Walter Steinmeier, entonces mano derecha de Schröder como jefe de la Cancillería Federal y hoy ministro de Asuntos Exteriores y candidato a canciller del SPD. Murat Kurnaz dice de Steinmeier que “sabe perfectamente que es culpable” de que su encierro se alargara cinco años. Por su parte, Turquía se desentendió del asunto, a pesar de que él tenía entonces sólo la nacionalidad turca.

       Además, varios länder germanos consideran Tablighi Jamaat un grupo “anticonstitucional” y el servicio de inteligencia germano exige desde hace tiempo que se tomen medidas contra él. Pese a que de forma oficial se distancian de la violencia y de cualquier actividad política, los investigadores apuntan que los tablighis son en realidad una “droga de iniciación” al extremismo.

       Esta asociación religiosa, con una idea recalcitrante de la mujer, se ocupa sobre todo de los jóvenes musulmanes desfavorecidos de origen inmigrante, a los que rescata de los “vicios” de la modernidad occidental y lleva de regreso a sus supuestas tradiciones. El viaje pasa en algún momento por las escuelas coránicas de Pakistán, donde son a menudo pasto de Al Qaeda. Los servicios secretos sostienen que varios elegidos para la guerra santa fueron reclutados a través de los tablighis, como el “talibán americano” John Walker Lindh; el francés Willy Brigitte, arrestado en Sidney bajo la acusación de planear un atentado, o el turco-alemán Tarkan K., que visitó un campo de entrenamiento en Afganistán.

       “¿Al Qaeda? Yo no sabía nada de ellos”, rebate Murat Kurnaz. “Cuando los soldados estadounidenses en Kandahar me preguntaron si era de Al Qaeda, no sabía ni qué era eso”. Se reacomoda en la mesa del restaurante de sus amigos turcos en el centro de Bremen y continúa: “No sabía mucho de política ni tenía experiencia cuando llegué ahí”. Ahora, sí. Después de cinco años de cautiverio

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Cambio de apariencia

 

 

Madrid, septiembre de 2008. El escritor turco-alemán Murat Kurnaz, como lo presenta su editorial española en un acto patrocinado por Amnistía Internacional, ha venido a presentar su libro, Un inocente en el infierno. La primera página cita a The Economist para resaltar el humor fino al “estilo de Jonathan Swift” de las memorias de Kurnaz (acaso sin tener en cuenta a su coautor y escribano del texto, el periodista berlinés Helmut Kuhn). La agencia Efe difunde una foto del autor que lo muestra apoyado elegantemente en una baranda, la chaqueta bajo el brazo y el pelo acicalado. Sin barba.

       Las entrevistas individuales son después de la rueda de prensa y llamo tarde. “Ya no se puede”, responde la responsable de prensa de la editorial Robinbook. Pero me da la alternativa: “Puede ser en el taxi, cuando vayamos a la entrevista en CNN+”.

       “Éste es Murat”, me dice por la tarde cuando nos encontramos en el lobby del hotel Preciados, en el centro de Madrid. Mira con algo de desconfianza y la cara le brilla por el sudor. Tenemos que andar un poco, porque el taxi no llegará hasta la puerta del hotel. Señala la vitrina del restaurante de mariscos donde comieron al mediodía y luego, en la calle peatonal delante de El Corte Inglés, dice: “Hace calor aquí”. Dice que el público español se ha mostrado interesado por su historia. La primera vez que lo vi en televisión, le comento, llevaba barba y pelo largo, y un turbante musulmán. ¿Había algún motivo en particular para esa nueva apariencia? ¿Algún cambio en su forma de pensar?

 

 

–He tenido muchos motivos para quitarme la barba –dice después de una pausa y mira hacia adelante; en realidad, sin fijar la vista en nada en particular–. Pero no, no he cambiado mi forma de pensar.

 

 

Murat KurnazMurat Kurnaz recuerda su paso por Guantánamo como una pesadilla/ Isaac Risco     

 

 

“Soy peligroso, según los medios”

Murat Kurnaz evita hablar sobre ciertos temas, quizá porque su demanda contra Estados Unidos sigue en marcha y sus abogados lo han instruido para que no haga declaraciones que puedan comprometer el proceso. Además, la comisión del Parlamento alemán, que investiga las circunstancias de la negativa del anterior gobierno a aceptar su liberación y repatriación, no ha cerrado sus pesquisas. Kurnaz usa un giro verbal habitual cuando quiere eludir un tema: “Hay muchos motivos”. ¿Por qué ya no tienes contacto con los tablighis?, le pregunto en Bremen cuando, mientras aparca su Mazda rojo, apunta a la estación de trenes como el lugar donde podría ejercer algún día una labor misionera con los chavales sin futuro. “Hay muchos motivos –responde–. Pero no tienen que ver con ellos”. ¿Quieres evitarles problemas por lo de Guantánamo?, insisto. “Soy peligroso, según los medios”, dice al fin.

       Kurnaz acepta mostrarme Hemelingen y los lugares en los que creció en esa localidad del este de Bremen, en la orilla derecha del río Werder. Pero no su casa ni su habitación de adolescente, que su madre conservó durante sus cinco años de ausencia tal y como él la dejó. Tampoco quiere que salga en ninguna foto su coche, un Mazda RX-8. ¿Un vehículo así para un desempleado? “Mejor no”, se justifica a secas. Sus vecinos lo saludan por su nombre de pila en la pequeña calle con casas de dos pisos y tejado a dos aguas, pero Kurnaz prefiere hablar en otro lugar antes de ir a comer en el centro. “Vamos a un sitio al que yo iba mucho en bicicleta de niño”, dice. “Ahí fui también cuando regresé de Guantánamo”.

       A cuatro o cinco minutos en coche hay un lago, rodeado de vegetación. Kurnaz posa delante del agua. “Ahora estoy en paro”, dice. Le gustaría trabajar en algo. “Pero no hay mucha gente que me dé trabajo, por esa historia. Siempre seré el ex preso de Guantánamo”, sentencia. Lo que sí tiene claro es que no irá a Turquía, con el que tiene una relación “nula”, pese a ser el país de sus padres, sino que se quedará en Alemania, donde nació y creció.

       Quizá le gustaría retomar el oficio de constructor de barcos que aprendió en un astillero de Bremen, o casarse de nuevo. De acuerdo con la tradición rural de sus padres, Murat Kurnaz se desposó a los 19 años con una muchacha de Turquía. Ella esperaba ir a Alemania mediante una reunificación familiar cuando su marido se marchó a Pakistán. Se separó de él mientras estaba en prisión. Pero le da igual, porque apenas llegó a conocerla.

       Está desempleado pero no inactivo. Es activista honorario de los Derechos Humanos y a menudo viaja a presentaciones, como hace poco a Viena para apoyar la campaña de una ONG a favor de que los países europeos acojan presos de Guantánamo tras el cierre anunciado por Barack Obama. No espera mucho del nuevo presidente de Estados Unidos: “Me ha decepcionado. Es un fanático de la guerra. Ha enviado 17.000 soldados más a Pakistán, a la zona fronteriza con Afganistán. Cuando los paquistaníes se defiendan los llamarán terroristas”. Luego sige vaticinando errores de Obama hasta que se traba:

“¿Cuánto dura un mandato? Cuatro años, ¿no?”.

       “Es la primera vez que me preguntan eso”, responde un poco sorprendido a la pregunta sobre qué opina de Al Qaeda. “Es una organización terrorista. Nadie puede sostener lo contrario. Pero hay personas que, debido a la desesperación, no ven otro camino. Como por ejemplo los palestinos que pierden a sus familiares, y por eso recurren a ellos [Al Qaeda]”.

Después hablamos de Guantánamo.

 

Torturas y niños presos

Logo de END GUANTANAMO

–¿Cómo recuerdas tu llegada?

–Antes de llegar estuve preso en Kandahar. Vivíamos a la intemperie, hasta que tres meses más tarde nos llevaron a Guantánamo. Nunca me dijeron adónde me llevaban ni dónde estaba. Al comienzo yo no sabía nada. Delante del avión me dijeron que me llevaban a un lugar para ejecutarme. Me vendaron los ojos, me amordazaron y me metieron en el avión. Eso fue todo.

–¿Te torturaron?

–Sí. Me querían obligar a firmar papeles en los que reconocía que era miembro de Al Qaeda. Como no lo hice, me torturaron con descargas eléctricas. Después me volvían a interrogar y me preguntaban si iba a firmar o no.

 

–¿Firmaste?

 

 

–No. Después probaron con patadas y golpes, arrastrándome del pelo, pero no funcionaba. Luego con waterboarding [sumergir en agua al detenido hasta que sienta que se ahoga], que tampoco funcionó. A continuación me colgaron durante cinco días de unas cadenas. Mis pies colgaban a ras del suelo.

 

 

–¿Colgado?

 

 

–Sí. Más o menos dos veces al día venía el médico. Entonces me bajaban. Me examinaba los ojos con una luz, miraba mis uñas, controlaba mi corazón, el pulso. Después de que diera el OK, me volvían a colgar. Nunca me quitaron las cadenas durante los cinco días. El interrogador venía dos o tres veces al día, entonces también me bajaban cinco o seis minutos. En todo el día, estaba quizá una media hora abajo. Así cinco días. De los primeros días me acuerdo bien; de los últimos, ya no.

 

 

–Cómo era Guantánamo?

 

 

–El prisionero más joven tenía nueve años. También había otro de 12. Había varios que tenían 14 años. Yo llegué con 19. El mayor de todos tenía 105 años.

 

 

–¿Cuántos erais en total?

 

 

–Casi 900.

 

 

–¿Teníais contacto entre vosotros?

 

 

– Dependía del pabellón donde estabas. Hubo momentos en que no vi a nadie durante meses.

 

Un soldado de EEUU abre la verja en la base naval de Guantánamo. Enero, 2009. Corbis>

Un soldado de EEUU abre la verja en la base naval de Guantánamo, enero, 2009/Corbis     

 

 

–¿En cuántos pabellones estuviste?

 

 

–En cinco.

 

 

–¿Cuál fue tu peor experiencia ahí dentro?

 

 

– Cuando le pegaban a esos niños de nueve y 14 años. Estaban a mi lado y lo único que podía hacer era mirar.

 

 

El silencio y la vergüenza

Madrid, Tres Cantos. El taxi acaba de llegar a los estudios de CNN+. “¿Crees que necesitaré la chaqueta?”, le pregunta Kurnaz a la encargada de prensa de Robinbook. Antes de que ella responda, se va para atrás y le hace al chófer una señal para que abra el maletero. Está un poco tenso y suda a borbotones bajo el sol de Madrid, aunque subraya que ya está acostumbrado a la televisión. “Me puedes visitar en Bremen, cuando estés en Alemania”, me ha dicho a modo de despedida y como compensación por la brevedad de la charla en el taxi.

 

Un poco después, junto a los estudios de televisión, les pregunto a la chica de la editorial y a su compañero qué impresión se han llevado ellos de Kurnaz.

 

 

–Es una persona extremadamente hermética –dice ella–. Da la impresión de que hay cosas que no quiere contar. Por vergüenza.

 

 

–¿Cómo qué?

 

 

–Las vejaciones sexuales, por ejemplo.

 

 

–Todos saben que los obligaban a desnudarse en público –dice su compañero–. Algo que su religión les prohíbe.

 

 

–Creo que la religión le habrá servido para soportarlo todo –agrega ella–. Por eso se aferra tanto a eso.

 

 

En la pantalla, Murat Kurnaz mira a la cámara algo ausente, con el pelo alisado para atrás y la espalda enhiesta. Cuando nos despedimos unos minutos antes, en la puerta del estudio, se había enfundado finalmente la chaqueta para subir al plató.

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