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AcordeónEl extorero antitaurino. Relato del colombiano Álvaro Múnera

El extorero antitaurino. Relato del colombiano Álvaro Múnera

Nací en una familia de arquitectos, pero la afición de mi padre eran los toros. En mi casa no se hablaba de fútbol, de arte o de música, no, eran toros y toros todo el tiempo; creo que mi padre era un torero frustrado en el cuerpo de un arquitecto; creo que su sueño era haber sido torero y nos llevaba a mis hermanos y a mí a todas las corridas de la Feria de Medellín, Colombia, desde que yo tenía cuatro años. En ese tiempo se daban 12 corridas al año. Mi padre era amigo de la gente de las peñas y después de las corridas íbamos a los remates en los hoteles con los periodistas taurinos; era todo un engranaje del que mi papá participaba. Yo crecí con eso y, cuando tenía 12 años, decidí que quería ser torero.

 

El Cortijo de la Morera, en Texcoco, México, era un restaurante con un ruedo en el centro, que en lugar de graderías tenía mesas para que la gente comiera. Allí ofrecían a los turistas soltar unas vaquillas para quienes quisieran torearlas. Con 12 años yo había llegado a ese lugar, durante un viaje con mi padre, y me metí al ruedo porque había visto torear desde los cuatro años. Le pegué unos pases a una vaquilla, algo muy natural, y a la gente le gustó. Durante todo el viaje me decían que yo tenía que ser torero, y volví a Medellín con el gusanito de que yo tenía que ser torero. Entonces empecé a ir a la plaza a entrenar, a empaparme del tema. Eso fue a principios de los 80, cuando no había movimientos antitaurinos y las corridas eran todo un evento social.

 

Mi carrera taurina fue muy breve, pero vertiginosa. Con 17 años fui el triunfador de la Feria de la Candelaria de Medellín, por encima de toreros de mucho renombre como Palomo Linares, José Mari Manzanares, Paco Ojeda, Antonio Chenel Antoñete, José Cubero El Yiyo, César Rincón, Jaime González El Puno. Eso me sirvió para que el apoderado del torero español El Yiyo, con quien llegamos a ser grandes amigos, me apoderara y me firmara contrato para torear en España ese mismo año.

 

Me bajé del avión y al otro día ya estaba toreando. Me estaba yendo bien, mi apoderado me cuidaba para que empezara en sitios no muy importantes y no me pegara la estrellada en Madrid o en Sevilla. Era la temporada de 1984, yo vivía en la calle O’Donnell, cerca del Palacio de los Deportes y de la Plaza de Manuel Becerra, en Madrid. Toreé en El Escorial, Aranjuez, Valladolid, Villena, Torre Vieja, Toledo, Almorox, en varias plazas españolas. Pero no toreé sino ese año, porque en septiembre, en la plaza de Albacete, me pasó el percance que me alejó para siempre del mundo taurino.

 

Tuve eventos muy traumáticos a lo largo de mi carrera. El primero fue en una plaza del municipio de Fredonia, cerca de Medellín. En ese tiempo el reglamento de los municipios permitía que se mataran vacas. Durante una corrida, a beneficio del hospital de Fredonia, yo había matado a la segunda vaca y cuando salí de la plaza vi cómo del vientre del animal que había acabado de matar sacaban un feto. Es decir, había matado a dos. Inmediatamente me desplomé. Después vomité y llorando le dije a mi apoderado que no, que eso no estaba bien y que no quería seguir. Entonces vino la palmadita en la espalda. Me dijo que son gajes del oficio, que yo iba a ser una figura del toreo. Ese fue el primer llamado que no atendí.

 

Después de triunfar en la Feria de La Candelaria de Medellín toreé a puerta cerrada para entrenarme para ir a España. A ese toro le pegamos 7 u 8 espadazos y no moría, se aferraba a la vida de una manera tan estrepitosa que me dejó muy impresionado: eso era sangre por todos lados, nunca voy a olvidar la respiración lenta y ronca de ese toro. Ahí también me desplomé y quise tirar todo para el carajo, pero ya tenía el tiquete para España, el trofeo del triunfador de la Feria de Medellín y, pues, ya era muy difícil, porque había muchos intereses a mi alrededor.

 

Estoy seguro, entonces, que de arriba dijeron: ah bueno, éste no quiere aprender por la razón, y en Albacete me cogió por las piernas un toro de nombre Terciopelo, me tiró por los aires y cuando venía cayendo me partí la quinta vértebra cervical. Tuve lesión medular completa y trauma craneoencefálico. El diagnóstico fue contundente; jamás volví a caminar.

 

Estuve internado cuatro meses en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, en España, y al no ver avances mi apoderado me mandó al Jackson Memorial Hospital de Miami. Allí me enseñaron a bañarme, a vestirme, a usar una silla. Me acondicioné a una vida con limitaciones, pero fueron cuatro años maravillosos porque no sólo me rehabilité físicamente, hasta donde las posibilidades de mi lesión lo permitían, más que eso fue una renovación espiritual.

 

Empecé a conocer gente nueva que me preguntaba por qué no podía caminar. Yo les contestaba que era torero. Decir eso allí era como decir que uno había sido violador o asesino en serie. Las personas no entendían por qué la gente se dedica a torturar animales en otros países. En un principio, yo defendía lo que hacía con los mismos argumentos de los taurinos: que hay una formación para eso, que es una tradición, pero la verdad es que no se puede defender lo indefendible. Entonces empecé a reflexionar. Nunca me quejé ni me senté a llorar, porque yo me lo había buscado. Acabé en una silla de ruedas, sabiendo que escogí una profesión peligrosa y más bien daba gracias de no estar muerto.

 

Ese tiempo me sirvió para comprender muchas cosas. Lo primero: que el equivocado era yo, que no es ético que uno torture y mate a un animal para divertir a una horda de indolentes. Y segundo: que yo no podía quedarme ahí, que tenía que reparar el mal que había hecho y desde esa época me convertí en defensor de los animales.

 

Cuando regresé a Medellín, la periodista Adriana Mejía escribió un reportaje sobre lo que me había pasado: El torero que volvió del frío. ¿Recuerdas al torero José Cubero El Yiyo sobre el que te había comentado? Pues a él lo cogió un toro 10 meses después que a mí, le partió el corazón y lo mató. El apoderado, Tomás Redondo, al poco tiempo entró en una depresión y se suicidó. Y, claro, al indagarme Adriana Mejía sobre todo esto yo expresé mi forma de pensar: dije que, con la muerte de mi amigo El Yiyo y lo que me pasó a mí, se comprobaba que los toros nos habían hecho a nosotros lo que nosotros les hacíamos a ellos, y que eso (las corridas de toros) no estaba bien. Entonces ardió Troya. Desde ahí los taurinos me han visto como su enemigo. Me han amenazado de muerte muchas veces, y también los caballistas porque, debido a mi gestión en el Concejo de Medellín, se prohibieron las cabalgatas.

 

Pero mi ingreso a la política se dio por otra vía. Una vez en Medellín, me dediqué a ayudar a las personas discapacitadas que caían en una silla de ruedas por diversos accidentes y se deprimían. Iba a sus casas ad honorem para mostrarles que hay un camino para salir adelante. Entonces con unos amigos montamos un minicentro de rehabilitación para que estas personas puedan hacer sus ejercicios. Hasta allí llegó un día alguien que por un atentado en la política había sufrido un accidente y empezó a hablar sobre los derechos de los discapacitados que había que hacer respetar. Yo no le presté mucha atención, pero mis amigos sí, y cuando menos pensaba ya tenían un movimiento de discapacitados para llegar al Concejo de Medellín. Y, entonces, cuando hubo que elegir un candidato, dijeron: pues Álvaro Múnera que es una persona pública que lo conoce mucha gente.

 

Defendiendo a los discapacitados estuve dos períodos en el Concejo, pero como ya era defensor de los animales aproveché para hacer dos cosas: la creación del Centro de Bienestar Animal La Perla y, la otra, la prohibición de las Marranadas, que era algo muy tradicional acá: en medio del jolgorio, la gente llevaba a los barrios unos cerditos y los mataban el 24 de diciembre en la calle. Los amarraban, los humillaban, los hacían sufrir delante de los niños. Era un espectáculo dantesco. Yo prohibí eso y cuando salí del concejo los defensores de animales querían hacer un movimiento animalista. Así llegaron otros tres períodos en el Concejo de Medellín. Ahí fue donde empezamos a crear unidades de esterilización, microchips, erradicación de vehículos de tracción animal, animales de compañía escolar, animales de compañía comunal, reglamentamos los desfiles con animales para que no hubiese más cabalgatas, reglamentamos la venta de animales, criaderos. Es una política muy completa que usted puede ver en el sitio web de la Alcaldía de Medellín.

 

¿Qué hubiese pasado si yo no hubiera sufrido el accidente con ese toro en Albacete? Pues bien, vamos a especular: yo no sé si hubiese sido capaz de seguir después de que a mi amigo El Yiyo lo matara un toro. Pero supongamos que ni me pasa a mí, ni le pasa nada a mi amigo: entonces yo, seguramente, estaría en el mundo taurino. Mi conversión se dio en mi viaje a Estados Unidos, eso fue algo contundente para que yo viera lo que piensa el mundo de nosotros (los taurinos) y para que viera derrotados mis argumentos. De lo contrario, creo que seguiría metido ahí.

 

Pararse en una plaza frente a un toro es un riesgo muy grande, yo soy una prueba viviente de eso y la muerte de mi amigo El Yiyo también. Se siente pura adrenalina y miedo, porque son animales de 500 kilos con unos pitones larguísimos que te pueden matar, pero ellos son inocentes porque todo el tiempo se están defendiendo de sus agresores. El toro no tiene afición por la corrida; el toro es simplemente un animal al que llevan a un lugar extraño para él, lo sueltan, lo acosan, lo torturan y lo matan sin que él entienda por qué.

 

Se sabe que muchos escritores, artistas o intelectuales han sido aficionados a los toros, pero el hecho de tener un talento para algo no te hace mejor persona. Ted Bundy, un asesino de mujeres en Estados Unidos, tenía un coeficiente intelectual muy alto, y se dice que Hitler era vegetariano y amante de los animales, pero era un asesino despiadado. El hecho de tener un talento o un coeficiente intelectual muy alto no te hace más humano, sensible o solidario. A mí no me van a descrestar ni Botero ni García Márquez ni García Lorca ni Hemingway. Y es que hay algo muy perverso en disfrutar con la tortura y muerte de un ser inocente por diversión. Qué mejor descripción que la que les hizo el escritor y extorero Jorge Ross a los taurinos (en el libro La hora de los jueces): “Es preciso estar mentalmente enfermo –o ser el lógico engendro de una ignorancia tenebrosa– para disfrutar con la práctica de la crueldad, pero utilizar el instrumento de la retórica para que esa práctica perdure, convertida en un derecho humano, es el acto demoníaco por excelencia”.

 

¿Cultural era ver rodar cabezas en una plaza pública de la Francia republicana? ¿O, para los aztecas, matar a una mujer en un altar? La humanidad ha superado prácticas macabras que estaban enmarcadas en la tradición y la cultura de los pueblos. ¿Hoy en día quién toleraría que cogieran a una reina de belleza y le sacaran el corazón a puñaladas, o una guillotina en una plaza pública? Entonces que no vengan con argumentos culturales, porque la tauromaquia puede tener muchas disculpas, pero argumentos cero.    

 

En los 80, en Medellín, había 12 corridas al año. Ahora anuncian cuatro y cerraron los tendidos altos; es decir habilitan únicamente el 33% de la plaza y ni siquiera eso se llena. Acá las corridas están muy mal y en cuatro o cinco años quizás desaparezcan, porque el movimiento antitaurino es muy fuerte. Estoy convencido de que mientras el ser humano utilice a los animales para el alimento, el vestido, la farmacéutica o para divertirse con ellos va a ser muy difícil una coexistencia en armonía. Creo que lo primero en caer serán los espectáculos crueles con animales, pero de ahí a que la gente deje de comer carne o utilizarlos quizás pasen unos 200 años.   

 

 

 

 

(Álvaro Múnera nació en Medellín, Colombia, hace 51 años. Conocido como El Pilarico, tuvo una carrera taurina breve, entre los 12 y los 18 años. Ha sido concejal de Medellín durante cinco períodos. Está casado, adoptó una niña y es vegetariano. Su vocación no es escribir libros ni artículos respecto a su experiencia, lo suyo –asegura– “es dejar una obra material por sus acciones”.

 

 

Este texto fue publicado originalmente en el suplemento cultural Cartón Piedra, del diario El Telégrafo, de Ecuador.

 

 

 

 

Xavier Gómez Muñoz (Quito, Ecuador, 1982) es periodista independiente. Ha colaborado con una docena de diarios y revistas, entre ellas Soho Ecuador, Mundo Diners y Cartón Piedra. Especializado en la elaboración de crónicas, reportajes y entrevistas, formó parte de la antología de crónica contemporánea ecuatoriana La invención de la realidad. En FronteraD ya publicado 7,8 grados en la escala de Richter. Historia del terremoto en EcuadorEsa voz en mi cabeza. Una historia de esquizofreniaLa marimba: transcontinental de la música negra, patrimonio de todos y Policías y bandidos. La crónica policial en la pluma de Javier Sinay. En Twitter: @xavogomez  

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