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El extraño efecto centrípeto

Nada parece tener lógica. Los pueblos, de vez en cuando, armados de
valor o de cansancio (que es otro tipo de rabia) tumban gobiernos utilizando el
sacrosanto sistema del voto o la siempre efectiva técnica de tomarse las
calles. Y cuando lo hacen -diría yo ingenuamente- se supone que buscan un
cambio real, un efecto centrífugo que aleje el juego político de lo conocido,
de lo fracasado.

No es así. En varios países de Otramérica se ha votado a favor de
presidentes que representan a la periferia del capitalismo y se ha botado la
oportunidad de un verdadero cambio.

Acabo de regresar de Brasil, el país-continente cuya actitud imperial
e imperialista me asusta desde que Lula se ungió como soberano de este gigante,
se olvidó de las promesas electorales, pactó con los poderosos del país y
repartió unas cuantas migajas más que sus antecesores entre el ejército de
pobres que inunda las calles de Brasil.

Lula llegó al poder empujado por el Partido de los Trabajadores, una
de las experiencias de organización social con traducción política más
interesantes del planeta (junto a Vía Campesina y el movimiento civil que bulle
en los suburbios sudafricanos). La gente votó por él para cambiar la herencia
neoliberal camuflada de Cardoso y de tanto paulista educado. Pero Lula fue
víctima del efecto centrípeto y se convirtió en un gran defensor del sistema
capitalista que hace guiños discursivos que, en el fondo, no se diferencian de
los que puede hacer Obama o el propio Zapatero (pobre mi niño, tanta palabra y
tan poca miga).

El lúcido periodista argentino Martín Caparrós escribe: “el
capitalismo desacreditado por sus errores y excesos –su soberbia, sus pozos de
pobreza, sus cumbres de riqueza impúdica, sus políticos necios, su corruptela
levemente obscena– necesitaba recuperar alguna legitimidad: ¿quién mejor para
dársela que los que lo habían combatido? Así apareció, primero, un obrero
izquierdista de los suburbios de San Pablo; así apareció, después, una mujer
socialista con padre asesinado por Pinochet; así apareció, más tarde, un obispo
tercermundista rebelde intransigente un poco putañero –e incluso apareció,
diferente, más lejos, más arriba, la versión superhollywood 3D HD Dolby
Digital
, que no legitiman diez o veinte años de militancia izquierdista,
faltaba más, sino siglos de esclavitud morena. ¿Quiénes más autorizados para
decir miren, nosotros sabemos de qué estamos hablando, nosotros nos opusimos a
este sistema, fuimos víctimas de este sistema pero ahora reconocemos que no hay
nada mejor?”.

Él denomina a los Lulas, los Pepes, las Bachelet y demás fauna como
los «arrepentidos» o las «astillas». No le falta razón a
Caparrós. Como bien explica otro sureño insigne, el politólogo Atilio Boron, en
Otramérica “después de muchos años de ‘transición democrática’ tenemos
democracias sin ciudadanos: democracias de libre mercado cuyo objetivo supremo
es garantizar las ganancias de las clases dominantes y no el bienestar social
de la población”. Es decir, el capitalismo atrae de forma casi ineludible a
estos arrepentidos y evita lo inevitable: cambiar de sistema económico si
queremos que cambie el sistema político. Como insiste Boron: «Más
democracia implica, necesariamente, menos capitalismo».

El proceso de cambio democrático en
Otramérica es más cosmético que real, quizá con la sola excepción de Bolivia
donde he aterrizado hace unas horas. Sin embargo, ni siquiera acá se está
cuestionando el sistema económico sino el modelo político. Y he acá el error:
para poner en marcha el necesario proceso centrífugo no se puede separar lo
económico de lo político porque hace mucho, mucho, tiempo que son lo mismo.

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