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Mientras tantoEl extravío de una noche

El extravío de una noche


 

De la felicidad al dolor hay un solo paso. De éste a aquella, bastantes más. Los humanos vivimos y buscamos el placer, la seguridad, la estabilidad emocional a través de la comunicación con los demás. Y naturalmente, su entendimiento y comprensión. Su apoyo y, a ser posible, también su afecto.  De no obtenerlo, nos afanamos por alcanzar lo material en la certeza de que eso dará un sentido a nuestra razón de vivir. No basta.


Todo eso, como bien conocemos y experimentamos a diario, se desmorona de un instante a otro. Nada, absolutamente nada, está escrito de antemano y cuanto más programamos nuestros actos más posibilidades emergen para que el imprevisto nos tuerza buena parte del guión o simplemente nos lo desbarate por completo sin comprender bien las causas.

 

Me perdonará el lector personalizar en mí el tema de la noche, que Alfonso Armada, el director de Fronterad, nos propuso hace pocas semanas a los blogueros de esta revista digital que ahora cumple cinco años, y de lo que hay que felicitar a él ante todo, así como a  los colaboradores que la hacen posible con recursos tan precarios y en momentos tan complicados para la subsistencia de los medios de comunicación.

 

Yo me extravié una noche sin que sepa bien qué y por qué sucedió. Se me fundieron los plomos, se me apagaron las luces y me cansé de vivir intelectual y físicamente. No es retórica. Así fue. Es aún hoy cuando por más reflexiones que hago no alcanzo a comprender mi desaparición de este mundo durante, que yo sepa, al menos veinticuatro horas. Quizá fueron más. Qué importancia tiene eso.

 

Me estrujo la cabeza una y otra vez por escudriñar qué pasó durante ese breve y a la vez largo periodo de tiempo en el que la rabia, la impotencia, la incomprensión, la incomunicación, el aislamiento y en definitiva la absoluta tristeza y desesperación me condujeron a las tinieblas sin que hubiese una voluntad previa de sumergirme en la oscuridad irremediable.

 

Mi cerebro sólo ha logrado grabar imágenes confusas del extravío. Momentos de placer junto a otros de abandono, soledad y frialdad racional de poner fin a todo. Qué sentido hay cuando nada funciona en tu cotidianeidad, cuando lo que ves a tu alrededor te disgusta tanto como te disgustas a ti mismo. Es como una película vista cientos de veces, que ha dejado de interesarte, de fascinarte y hasta de emocionarte.

 

El recordatorio me lleva a Cádiz, a la recoleta playa de la Caleta, flanqueada por los castillos de Santa Catalina y San Sebastián, a los primeros compases de un crepúsculo de final de verano. Un crepúsculo maravilloso, aunque resulte un lugar común elogiar el fenómeno. ¿Hay alguno que no lo sea? Los africanos, los hawaianos, los romanos, los camboyanos  o incluso los propios madrileños lo son al igual que imagino serán otros muchos que no he tenido la suerte de presenciar.

 

Pocos bañistas, una brisa suave y un agua cálida. La arena oscura, húmeda y la marea en pleamar. El cielo, incendiado de finas nubes rosáceas iluminadas por un sol que cae lento al inicio y rápido al final. Justo ahora que trato de transmitir mis sensaciones de esa jornada evoco la pintura de Turner, que tanto me gusta, sus trazos borrosos y resueltos de la laguna de Venecia, una ciudad que tantos y tan buenos recuerdos me trae. Todo es borroso y velado. Y así debe ser, porque quien busca la claridad, los colores fuertes, se extravía en la vida como a mí me ocurrió.

 

Mi mirada se fija en la figura de una mujer con un biquini verde aparentemente no joven pero de cuerpo por lo que observo muy apetitoso, que camina lentamente hacia la orilla. Reparo en su caminar, un tanto cauteloso ante la incertidumbre de la temperatura del agua, en sus bien perfiladas caderas, en su atractivo trasero y en sus bonitas piernas. No pierdo detalle de la escena. Avanza y se zambulle al cabo de unos instantes en el mar, que a esas horas está como una balsa moteada de barquitos pesqueros. Quiero seguir sus pasos, imitarla en su acción, llegar hasta ella y abrazarla. Robarle una sonrisa confiada de aceptación, de afinidad y en definitiva de comunicación. En las relaciones humanas sobran a veces las palabras. Los gestos y las miradas nos hacen cómplices.

 

Es allí, en esa playa gaditana, en ese anochecer de agonía estival, con las olas donde mis recuerdos se confunden, me equivocan, falsean una realidad que a lo mejor fue una certeza tal como ya la explico, tal como yo la escribo. Ignoro si lo que yo buscaba era algo más, algo prohibido. Maldita palabra la de prohibir, vocablo que no tiene para todos los mortales la misma significación.

 

Más allá de eso mis confusas imágenes me trasladan a una cama blanca, a personas queridas que tratan de explicarme las razones de mi extravío. Ellos no las entienden, quizá yo tampoco, pero en su afecto, en su cariño tratan de reconducirme, de sacarme del túnel en el que una tarde de verano yo entré sin saber las verdaderas razones.

 

Cuando llegue la Nochevieja mi mente y mi memoria tal vez hayan sido capaces de reconstruir el puzle. Pero incluso aún siendo así, yo no podré afirmar que haya vivido plenamente los 365 días del año. Me perdí al menos uno, quizás muchos más.

 

Al recuperar la consciencia me topé con la putrefacción social, con el insoportable hedor que respira por los cuatro costados el país donde nací y adonde quise un día regresar. Bien que me arrepiento de haberlo hecho. En cualquier caso, de la fetidez puedo evadirme (o combatirla como confío que la ciudadanía lo haga), pero del extravío de una noche no.

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