La fama de los delincuentes prohijada por las autoridades crea un entorno que reduce los hechos a la dinámica de policías y ladrones. La sociedad policiaca se impone así en medio de la ignorancia y la amnesia generalizadas.
El fantasma de Adriana Ruiz vino a visitarme. Es rubia, hermosa, el cabello castaño. Sonríe, los ojos verdes, casi grises. Se lleva la mano derecha a la cara y su índice cubre sus labios. Como si quisiera callar un confesión intempestiva. En días pasados se anunció la detención de otro sicario y narcotraficante mexicano llamado Teodoro García Simental, “El Teo”, o “El tres letras”. Se le anunció como “uno de los más sanguinarios” delincuentes. En busca del reconocimiento nacional e internacional a sus fallidas tareas de persecución al crimen, las autoridades mexicanas suelen magnificar la importancia de los detenidos en la estructura de las organizaciones criminales, e incluso atribuirles la mayor cantidad de delitos posibles, sin que muchas veces éstos se apoyen en pruebas cabales.
La propia Procuraduría General de la República ha divulgado que el 75 por ciento de sus detenidos en los últimos años salió libre por falta de pruebas.
García Simental tiene bien ganada fama de ser cruel. Y de exigir a sus secuaces la misma crueldad. Uno de ellos, Santiago Meza López, el Chago, quien se autodenominaba “El pozolero del Teo”, también cobró celebridad meses atrás en el mundo porque, de acuerdo con las autoridades, eliminó los restos de al menos 300 de sus víctimas. “El pozolero” se ha vuelto un caso emblemático al referirse a la violencia de los cárteles mexicanos de la droga: resulta potente la imagen de cientos de cadáveres disueltos con sosa cáustica en toneles metálicos.
El ciberespacio tiene sus formas de crear celebridades y ejemplos: su territorio trans-mediático requiere menos certezas que escándalos. Interrogado sobre el protagonismo y los métodos que las autoridades mexicanas le atribuyeron a Meza López, el doctor Felipe Edmundo Takajashi Medina, director del Servicio Médico Forense de la Ciudad de México, declaró que, si bien no dudaba de la crueldad de ese criminal, le quedaba claro que aquel era un mitómano o las autoridades eran fantasiosas: con la sustancia que se dijo disolvía los cuerpos resulta imposible lograrlo.
La historia de “El pozolero” era útil para resolver, con una sola detención, centenares de averiguaciones previas sobre respectivas víctimas por parte de las autoridades federales. La impunidad quería saldarse con un relato de novela negra que dio la vuelta al planeta.La construcción de criminales ha sido una práctica regular para las autoridades mexicanas. En las investigaciones sobre los asesinatos sistemáticos de mujeres en Ciudad Juárez se inculpó una y otra vez a personas inocentes. El egipcio Abel Latif Sharif Sharif es sólo un caso entre muchos: el funcionario que lo maquinó ahora es el procurador general de la República. Y si entonces los policías o los funcionarios judiciales tramaban los relatos negros que “fundamentaban” las acusaciones, la aceptación jurídica de figuras como la del “testigo protegido” en las leyes se ha prestado, como en las antiguas cartas de delación, a manejos turbios de las propias autoridades y sus narrativas letales (cf. José Reveles, Las historias más negras, Random-House Mondadori, 2009).
La noticia sobre la aprehensión de García Simental –triunfo fugaz: su hermano Manuel ya lo reemplaza en las actividades criminales- habla de que al sujeto “se le atribuye una gran parte de la responsabilidad en la ola de violencia que sufre México, en especial en el norte, en los últimos años”. Pero nada se aludió a su relación con un crimen muy especial, en el que se le mencionó porque se dijo una célula a sus órdenes realizó éste: el asesinato de Adriana Ruiz.El 8 de agosto de 2009, el procurador de Justicia en el Estado de Baja California, Rommel Moreno Manjarrez, declaró que Adriana Ruiz sufrió torturas brutales durante su asesinato.
Y reveló la existencia de un video con la escena del crimen en un teléfono celular incautado a uno de los presuntos responsables en el plagio y el asesinato de la víctima, un sicario entonces detenido en medio de una trama enredada que deseaba resolver varios delitos al mismo tiempo.Lo incontrastable reside en que Adriana Ruiz fue secuestrada por un comando de hombres armados al salir una noche de su casa. Su cuerpo apareció cuatro días después. Adriana Ruiz sufrió decapitación y le cortaron dos dedos. Trabajaba de edecán y modelo, tenía 30 años de edad y era madre de un niño. La familia negó que la víctima tuviera nexos con el crimen organizado.
Al citar la detención de Teodoro García Simental “El Teo” o “El tres letras”, nadie recordó ya el cuerpo violado y decapitado de Adriana Ruiz, que fue arrojado en un basurero en las afueras desérticas de Tijuana. El fantasma de Adriana Ruiz desaparece por ahora. Sé que volverá.