Nos hemos acostumbrado a la desesperanza, a la imposibilidad de que a corto o a medio plazo vaya a producirse un cambio en la relación de fuerzas en el ámbito económico. Ahora parece que hay que hacerse también al abandono de los principios del feminismo de la igualdad, porque el que está al alza, el que predomina entre quienes se han convertido en los dueños del relato supuesta o presuntamente contestatario, es el de la diferencia, el que identifica, reconoce y reivindica en las mujeres los valores tradicionalmente considerados femeninos para extenderlos a toda la sociedad. Por eso parece que no sirve que las mujeres lleguen a cargos de responsabilidad para feminizar la sociedad. En su avance por la muy cuesta arriba pirámide social hasta romper el techo de cristal éstas deben verse acompañadas por los principios que durante generaciones las han definido, el cuidado y la dulzura, sobre todo en su papel como madres. No pueden renunciar a ellos. Es la lección fundamental de feminismo de la diferencia que esta semana nos ha transmitido el líder de Podemos, Pablo Iglesias.
¿Qué puede haber de bueno en este feminismo rampante? Fundamentalmente, conlleva y refuerza el respeto y el reconocimiento de la diferencia, algo siempre bienvenido en todas las sociedades. También, que la igualdad de derechos se convierta en realidad en comunidades humanas cada vez más heterogéneas. O, más en concreto, que el cumplimiento de deberes, derechos y deseos biológicos no se convierta en una barrera para disfrutar de deberes, derechos y deseos en el terreno social, entendido éste de manera amplia. Que la identidad, en este caso, la identidad femenina construida por determinados atributos ligados, primero a la biología, después al cuidado, este último ya constructo social justificado en la ligazón de la mujer al feto por la larga gestación y la, a continuación, larga dependencia del bebé respecto de su madre, sea objeto reivindicado y mostrado con orgullo. La reivindicación y la muestra no tienen sólo lugar de manera simbólica, ni siquiera de forma únicamente discursiva, se hace patente en imágenes explícitas de la menstruación y la lactancia, por ejemplo. La mujer reivindica su diferencia y se rebela contra la supuesta renuncia a mostrarse tal como es, contra la renuncia a ser como la naturaleza se supone que la ha diseñado, que se le ha impuesto para ir alcanzando cargos y trabajos antes ocupados sólo por hombres, para ir conquistando el espacio público, antes vedado para ella.
La mujer, en definitiva, tiene la sensación de que se ha visto obligada a dejar de ser ella, a emanciparse de la biología y la cultura asociada, y ha adoptado valores que piensa masculinos para alcanzar una igualdad que quizás, piensa al cabo de los años, no le compensa. Ha tenido que dejar de amar para atacar. Y quiere seguir cuidando y que ello no implique tener menos derechos en la sociedad, y, en último extremo, que los valores que ella encarna de apoyo y cuidado sean los que se extiendan a toda la humanidad porque son los buenos. Posiblemente, en el fondo, no hay otro principio que el de que cada cual ha de dar en la medida de sus posibilidades y recibir en la medida de sus necesidades.
Los peligros de esa concepción del feminismo
Pero, sin dejar de entender y valorar todos los argumentos anteriores, también existen numerosos peligros detrás de la reivindicación de la identidad femenina que se esconde detrás del feminismo cultural o feminismo de la diferencia. Niega que seamos iguales y que entre todos seamos diferentes, sin que esas singularidades las marque el género de cada cual. Apelar a mensajes esencialistas refuerza a quienes quieren perpetuar los papeles de unos y de otras en la sociedad, los tradicionales, los que liberan a unos y los que condenan a otras. Los argumentos biologistas ponen de parte del varón la violencia y la ambición y del lado de la mujer el cuidado y la sumisión. En el fondo, todos estos mensajes también nos hablan de quién es la “mujer mujer” y cuál no lo es.
Los discursos identitarios, todos ellos, no sólo niegan la individualidad sino lo que es más importante: borran la comunidad humana. No hace falta hablar de feminizar la sociedad para hacerla mejor, sólo es necesario hablar de humanizarla y que todos sus miembros cuenten lo mismo, porque todos seamos responsables unos de otros, sin identificar ese valor con ninguna de las dos mitades, porque esas dos mitades no son tales, son un todo. Para que sea de verdad, para que sea creíble y asumible por todos, hay que emanciparse de la biología y no ligar a ella valores ni roles, ni por tanto derechos específicos ni obligaciones particulares.
Si feminizar la política es hacerla como se supone que son las mujeres, si una sociedad, cuanto más cuidadora, más femenina, ¿qué hacemos con las mujeres que no se sienten como se supone que deben hacerlo?, ¿es una alienación porque han renunciado o a abominado o han borrado de su código genético valores que forman parte de su esencia, de su código genético?, ¿sufre de una cuarta alienación que hay que sumar a aquellas de las que habló Marx?
Quizás, en lugar de hablar de feminizar la sociedad de lo que hay que hablar es de despatriarcalizarla. A quien ejerce un poder despótico y la violencia tanto física como simbólica para defender el que cree que es lugar hay que hablarle de igualdad, y no darle la razón y afirmar que somos diferentes y que los valores masculinos son el dominio, la fuerza y la competitividad y los femeninos, la bondad, la solidaridad y la cooperación, y quizás también la sumisión, porque eso es lo que tenemos todos en mente cuando pensamos en la imagen idealizada de una madre.
Los valores no tienen género. La nueva humanidad que hemos de construir todos ha de ser todo eso: cooperativa, solidaria, igualitaria y buena, no por feminizarse, sino por humanizarse.
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