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El Festival Lebowski: Radiografía de un reportaje

 

La pantalla pasó del negro puro a ese otro tipo de negro, un poco grisáceo y chisporroteante, que se traduce en que alguien ha encendido finalmente el proyector. Poco a poco, los asistentes se acercaron en silencio y, segundos más tarde, la imagen de un supermercado iluminaba sus rostros. Convocados por una voz grave y masculina, repitieron las mismas frases al unísono. A veces, debido a la imprecisión del público, las palabras quedaban suspendidas en el aire frío de la noche.

       Embutidos en trajes blancos de fieltro decorados con dos líneas rojas en el pecho, guantes de Mickey Mouse y un tocado vagamente parecido a una mitra, Will Russell y Scott Shuffit bajaron del escenario. Mientras se quitaban el disfraz de bolo, aproveché para revisar mis notas y comprobar con temor que a mi grabadora Olympus VN-2100 sólo le quedan dos rayas de batería.

       Russell y Shuffit son los organizadores de este festival, un tributo a El gran Lebowski, la comedia dirigida en 1998 por Joel y Ethan Coen. Lo que comenzó en Louisville, Kentucky, como un evento local se ha convertido, nueve años y diez ediciones más tarde -la edición extra se atribuye a una única versión británica del festival celebrada en 2007-, en una feria ambulante que cada año recorre Estados Unidos. Después de visitar Chicago, Las Vegas, Nueva York, Seattle o San Francisco. La última parada de esta edición era Austin, Texas. Los asistentes suelen acudir disfrazados de personajes de la película y se celebra un concurso para premiar el mejor disfraz.

       En Stubb’s BBQ, una sala de conciertos-barbacoa, más de un centenar de personas se reunieron para ver la película al aire libre. Antes de la proyección se celebró un concierto de los White Ghost Shivers, un grupo de folk local cuyos miembros llevaban pelucas, gafas de sol y batas, imitando a The Dude, el personaje principal de la película, interpretado por Jeff Bridges.

       Respondiendo a la primera pregunta, Russell explicó el origen del festival: “teníamos un grupo y estábamos vendiendo camisetas en una convención de tatuajes en Louisville. Era un domingo aburrido, así que empezamos a recitar frases de la película. Algunas personas nos escucharon y comenzaron a unirse, entonces pensamos, ¿no sería genial hacer una fiesta sobre El Gran Lebowski?”. Por el tono de su voz, perezoso y distante, deduje que era la millonésima vez que Russell contaba esta misma historia ante una grabadora.

       Las respuestas prefabricadas, tan comunes hoy en día en promociones de discos, libros y películas, por lo general satisfacen a la mayoría de los entrevistadores; dan titulares, cumplen con las expectativas de los editores y mantienen engrasada la máquina de la industria cultural. El último es mi mejor disco, libro, lo que sea. Pero, en este caso, sospeché que mi primera pregunta había hecho que Russell y Shuffit adoptaran una actitud predeterminada. Tuve la incómoda sensación de que no iba a sacar nada decente de la entrevista.

       En ese momento escuchamos los primeros acordes de una canción que provocó un murmullo generalizado  entre el público. Era la versión de los Gipsy Kings del clásico Hotel California de The Eagles. Russell y Shuffit se miraron sonriendo y me preguntaron si conocía el grupo. Advertí un resquicio de oportunidad y mentí un poco, diciendo que los Gipsy Kings ocupaban un lugar importante en mi discoteca. A partir de ese momento se estableció un nivel mínimo de complicidad entre nosotros y mejoró sustancialmente la calidad de la conversación. La canción corresponde al momento de la película en el que Jesús, el exuberante pederasta interpretado por John Turturro, entra en escena. Podría decirse que Jesús salvó mi entrevista.

       “Aparece en pantalla durante tal vez… ¿medio minuto? Y es una actuación de tan gran alcance y Jesús es un personaje tan poderoso, a la gente le encanta ¿sabes? Les encanta odiarlo, y cuando aparece… el público estalla, el mayor aplauso es siempre para él, como acabas de escuchar. Los Gipsy Kings tocan y todo el mundo se vuelve loco. Son probablemente los mejores treinta segundos en la historia del cine” dice Shuffit riéndose. Sopesé estas palabras, interpreté sus risas, y me pareció que esta vez eran honestas, como dichas por primera o segunda vez.

       Russell  contó también que una vez un hombre de Ohio se presentó en el festival con las cenizas de su tío en una lata de café Folgers. Al parecer, antes de morir, su tío le pidió participar en el concurso de disfraces interpretando post-mortem el papel de las cenizas de Donny Keratbasos, el personaje interpretado por Steve Buscemi. Al final de la película, Donny muere y el Dude y su amigo Walter Sobchak guardan sus cenizas en una lata de Folgers. Shuffit declaró haber visto la película “más de cien veces… todavía encuentro cosas nuevas” y mientras movía la cabeza al ritmo de The man in me de Bob Dylan.

       Diez minutos más tarde, la entrevista había concluido. Me despedí y regresé con la multitud. El lugar parecía más abarrotado que antes de atravesar aquella puerta en el backstage. Era como una de esas pinturas horror vacuii, sólo que adornada aquí y allá con parafernalia Lebowskiana. Pensé que sería una buena idea quedarme un rato para tomar notas de ambiente que dieran color al artículo. Pasé junto a un hombre gordo, consecuentemente disfrazado como el personaje de John Goodman, que había metido dentro del recinto el asiento trasero de su coche para ver la película. Garabateé algunas notas sobre este hombre y también sobre una mujer que se había hecho un disfraz con dos alfombras. En la alfombra delantera se había puesto un cartel que decía: “No mear”

 

 

       Me acerqué a la barra y compré por $5 la bebida oficial del festival, un cóctel White Russian a base de vodka, nata y kahlúa. Mientras observaba a los asistentes declamar versos de la película se me ocurrió darle al artículo un enfoque religioso. Me sumergí en un soliloquio sobre cómo sociedades laicas contemporáneas utilizaban los mismos trucos que las grandes religiones han empleado durante siglos para perpetuarse: los trajes, las interpretaciones de un texto sagrado (en este caso un vídeo-texto) o aquel viejo mito del becerro de oro, todo personificado en una convención de Star Trek o en este Festival Lebowski.

       Caí en la cuenta, sin embargo, de que mis elucubraciones disminuían las posibilidades de publicación del futuro artículo. Mientras caminaba de vuelta al motel, simulé una conversación telefónica en la que un editor ficticio me decía: “te pedí un reportaje, idiota, no una tesis doctoral”.  Cuando llegué al hotel, verifiqué las grabaciones. La mayoría del material obtenido del público asistente era prácticamente inservible: había demasiados vítores y un molesto sonido ambiente entrelazado con interjecciones en un fuerte acento sureño. Afortunadamente, la entrevista con Russell y Shuffit era perfectamente audible.

       Me escuché en la grabadora preguntando: “¿Por qué piensan ustedes que existe un festival Lebowski y no un festival de Casablanca o de Lo que el viento se llevó. En otras palabras, qué hace de El gran Lebowski una película de culto?”. “Lo que la hace una película de culto”, dijo Shuffit, “es que sólo un selecto grupo de personas la comprenden. Eso nos hace sentir especiales, todos chocan entre sí porque entendemos lo mismo… pillamos el chiste pero el resto del mundo no… Ellos no son triunfadores” [achievers, en su versión original].

       Reflexionar sobre los motivos que  convierten un trabajo cinematográfico en película de culto sería también un buen enfoque para el artículo, pensé. Me puse entonces a buscar críticas del Gran Lebowski en mi portátil y encontré varias de Carlos Boyero. En un artículo reciente en EL PAÍS sobre Un hombre serio, la última película de los Coen, Boyero catalogaba El gran Lebowski como una película “de abusivo culto para fumetas lúdicos, con pedigrí libertario e intelectual y la mezcla de esperpento, humor macabro y realismo de la modélica Fargo”. Cuatro años antes, en 2006, Boyero afirmaba en una charla con los lectores que “hay tres películas de los Coen que me parecen tan buenas como El gran Lebowski, son: Muerte entre las flores, Barton Fink y Fargo, pero entiendo que Lebowski esté en un altar para mucha gente. Tiene valor de icono, de una forma de ser y de estar”. Por último, encontré el artículo original que Boyero publicó en 1998, después de ver la película. “Una gamberrada corrosiva”, escribió, añadiendo que la película era “un homenaje al devaluado mundo freak que [los Coen] una vez amaron y se identificaron. Una historia retorcida, humorística e irreverente, una encantadora y disparatada película menor en su filmografía”.

       Ajá. Sentí que había encontrado una veta. Como Russell y Shuffit le dijeron, la crítica consideró El Gran Lebowski una película menor cuando se estrenó en 1998, pero años más tarde fue elevada al altar de las mejores películas de los Coen. “Una película de culto abusivo”, sea lo que sea lo que quisiera decir Boyero exactamente con esta perífrasis.

       La tarde siguiente, el rendez-vous para la segunda jornada del Festival Lebowski era en Highland Lanes, una desvencijada bolera al norte de Austin. La decrepitud nunca es casual, como descubriría horas más tarde. Aquella mañana, tras el desayuno, dejé  el equipaje en el maletero del coche y me dirigí a una librería Barnes & Noble que quedaba cerca de la bolera. Como freelance que viaja por América, estas librerías se han convertido en mi redacción portátil. En primer lugar, son una enorme base de datos de documentación gratuita. En segundo lugar, muchos de estos Barnes & Noble tienen un pequeño Starbucks dentro de la tienda, una sutil maniobra comercial que para un periodista constituyen el acceso a dos herramientas básicas: café malo y conexión a Internet.

       En la librería encontré un pequeño capítulo dentro de un libro llamado Bowling across America. 50 states in rented shoes, escrito por el periodista Mike Walsh. Durante su viaje, Walsh fue un testigo accidental del primer Festival Lebowski celebrado en Kentucky, concretamente en “la bolera más barata que [Russell y Shuffit] pudieron encontrar. Esta resultó ser Fellowship Lanes, propiedad de una iglesia bautista local,  muy firme  en su prohibición de servir bebidas alcohólicas o incluso a permitir que otros las sirvieran. Así que no hubo White Russians”.

       A pesar de ser un evento sin alcohol, el primer festival Lebowski fue todo un éxito. Walsh escribió su presentimiento de que el evento crecería “a ciudades nuevas y boleras más grandes, sería recogido por medios como The Wall Street Journal, Los Angeles Times y el Guardian de Londres. Crecerá -y me refiero a esto como un cumplido- hasta proporciones de una convención de Star Trek, sólo que sin truquitos de ciencia-ficción nerd”. Sentado frente a un pequeño expresso doppio que se me había quedado frío, advertí, de nuevo, una semejanza teológica entre el capítulo de Walsh y los Actos de los Apóstoles, concretamente el quinto libro del Nuevo Testamento que describe los orígenes de la Cristiandad.

 

 

       Horas más tarde, me dirigí a la bolera. Tenía un sello borroso en el dorso de la mano desde el día anterior. Era una pequeña cara del Dude con la palabra “Abide” y servía como credencial de prensa. En el interior, todo el mundo, todo-el-mundo, estaba vestido como un personaje de la película. Obviamente, estaban los personajes principales como el Dude, Walter Sobchak o Jesús, pero también estaban representados los papeles menores, desde las diosas vikingas a los nihilistas rusos. Pasé un buen rato intentando reconocer a un hombre con traje de baño y una colchoneta inflable pegada a su espalda. Se trataba de un personaje que aparece en El Gran Lebowski durante un par de segundos, durmiendo en la piscina cuando el Dude decide visitar la mansión de Jeff Lebowski para pedir una compensación económica por su alfombra orinada.

       Para ocultar mi  falta de disfraz, compré una camiseta con el examen suspenso que el Dude encuentra en su coche en un momento de la película. Mientras hacía cola para pedir otro White Russian, coincidí con un hombre que decía venir desde Montana. Aunque no mencionó ninguna ciudad en particular, calculé que cualquier ciudad en Montana estaba a más de 1.600 millas de la botella de kahlua que teníamos al lado.

       El tipo de Montana llevaba una camisa amarilla y marrón con las palabras Medina Sod impresas en la parte posterior. Para alguien que quiere imitar el atuendo del Dude, lo primero que viene a la cabeza es una chaqueta de lana y una camiseta blanca con cuello en V… o tal vez la bata y las gafas de sol que lleva puestas en la escena del supermercado. Pero para estos fanáticos, la camisa de jugar a los bolos de Medina Sod es, por la dificultad para conseguirla, un icono superior que representa un estado más profundo de Dude-aismo.

       Russell y Shuffit aparecieron en escena, de nuevo con sus atuendos de bolo, para presentar el concurso de disfraces. La mayoría de la gente se reunió a su alrededor formando diferentes grupos: los Dudes, los Walters, las alfombras, etc. Mirando desde la distancia y a través de la lente de mi leve intoxicación de vodka, pensé en una convención de hermanos gemelos con espejos. Garabateé algunas notas sobre el concurso que en realidad no eran relevantes. Me daba cuenta de que el reportaje necesitaba algo más, que demasiado se había escrito ya sobre este festival en los últimos diez años.

       Media hora más tarde, la bolera estaba casi vacía. Yo estaba esperando fuera, sentado en el capó de un Ford Taurus. Observé cómo uno de los últimos Dudes salía por la puerta. Caminaba solo, aparentemente ebrio y fumando un cigarrillo. Representaba perfectamente al individuo moderno desposeído de un Dios que necesitaba retratar: solo, desesperanzado y patético. Él sería el símbolo, el catalizador de la historia. Me dirigí hacia él. Estaba apoyado en la puerta de su coche, tratando de abrirla. El humo de su cigarrillo brotaba por debajo de su peluca, tomando una forma más densa en la oscuridad helada.

 

       – Disculpe, este… ¿Dude?

 


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