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El fin de ARCO y un despiadado Patio de las Maravillas.

 

Recientemente, dos historias sobre las relaciones entre cultura y poder han llamado la atención de los medios de comunicación en Madrid.   

 

Por un lado, la crisis de ARCO –la feria de arte contemporáneo más importante de España y una de las grandes de Europa–, a cuya próxima edición, dentro de un mes, sesenta y cinco galerías participantes se estaban planteando no asistir. La razón, la imposición por parte del comité organizador –ligado a la política local y ajeno al mundo del arte–, de algunos expositores no considerados adecuados para el prestigio internacional de la feria.   

 

Por el otro, el desalojo policial del centro social Patio Maravillas, un antiguo colegio deshabitado en el barrio de Malasaña que, desde el verano de 2007, había estado okupado y gestionado por diversos colectivos alternativos que ofrecían allí nuevas propuestas socio-culturales y artísticas. 

 

El pasado martes se zanjó la polémica de ARCO, con la decisión final de los galeristas de participar a cambio de la aceptación de sus reivindicaciones por parte del comité organizador. Lo del Patio Maravillas se resolvió unilateralmente el mismo día de su desalojo, el 5 de enero, con la inmediata ocupación de otro inmueble próximo. Hoy sábado se inaugura oficialmente esta nueva sede.

 

La amenaza de un año sin ARCO saltó enseguida a la prensa. Esta feria tiene poderes psicoambientales. Cada año, tras el tufillo navideño, el desangelado febrero de Madrid se impregna de glamour contemporáneo. Una suerte de San Isidro cool que llena la ciudad de exposiciones, sub-ferias, eventos y fiestas, pugnando por atraer la atención de los VIPS del arte. Como el Cristo de Medinacelli, la San Silvestre vallecana o el desfile del 12 de octubre, ARCO genera devociones puntuales pero intensas, y su visita anual se convierte en algo irrenunciable para multitud de gente que el resto del año permanece cerrada a estas tendencias artísticas.

 

El asunto del Patio Maravillas habla de lo mismo –las injerencias de lo demás en el arte– pero representa el otro lado del cotarro, el que no es chic ni glamouroso, el que tiene que ver con el día a día de los que no han sido tocados por las prebendas de la alta cultura, los que quieren proponer y no consiguen cauces para sus ideas, los que odian ARCO pero quizás venderían su alma por poder estar dentro. A pesar de sus sombras, no es difícil tener simpatía por estos colectivos. Su existencia y sus propuestas son ante todo recordatorios, llamadas de atención tan incómodas como necesarias. Sin duda, los tiempos que corren son propicios a sus acciones. Tras el atracón especulador, la crisis defeca sin cesar edificios baldíos que el aparato no ha podido digerir. No es preciso caminar mucho para encontrar cadáveres inmobiliarios que resucitar.

 

Jugué a imaginar que finalmente tenía lugar el plantón de los galeristas, como un Solo Project colectivo y extramuros a las puertas de un IFEMA okupado. Como una acción autocrítica y redentora, no sólo contra la prepotencia casposilla de los otros, sino contra su propio sistema de mercado. El juego terminó enseguida. Me alegro de que finalmente haya ARCO y los del Maravillas tengan nueva sede. Tal como están las cosas no es poco. Así que, como ven, el título de hoy está traído por los pelos, pero estoy disfrutando tanto con el libro de Murakami que, con tal de decirlo, he sido capaz de tunear el post.

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