Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.
Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido esos recuerdos con los que había contado para permanecer cuerdo.
Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles empedradas del Centro, bajo los árboles de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.
Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí. Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia el norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos ya habían aprendido las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron de industrias que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).
Los exiliados que se fueron mucho antes del final, y más lejos, ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.
Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje.
Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos.
Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.
Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo secreto pactado para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.
Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra. Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la anticuchada, la pollada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.
Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.
De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.
Él la recordaba. Muy bien.
Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que él pueda escribir acerca de ella.
Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.