Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img

El final


El final del verano tiene para mí como celebración “oficiosa” bracear en la piscina universitaria con el primer frío del otoño futuro. Disfruto el atardecer, los estornudos nadando –lenguaje secreto con Dios– y la escasa gente; espacio moral para que afloren los recuerdos… mientras intento no ahogarme.

Este año, entre largo y largo, me he dado cuenta de cómo este sea con toda probabilidad el último estío que viviremos con el COVID.  Todo comienza a volver a ser como antes, se acaba el mal sueño, y parece regresar un ambiente benigno que presagia algún atisbo de felicidad. Seguirán, también, el desempleo generacional, los libros malos, los trepas insoportables y unas cuántas falsas víctimas; minucias ante el regreso de todo aquello que se fue.

Los escritores intensos han hecho metáforas exageradas sobre la libertad en la pandemia: ni éramos palomas encerradas en cárceles con ventanas, ni tampoco culpables de condenar a un planeta que nos decía “para”. Pero es verdad que hemos desatendido recuerdos y amistades al estar encerrados con el eterno retorno de una pantalla; simulacro que ha condenado a nuestros adolescentes a vivir en la caverna platónica de esos sofistas que son Netflix, Minecraft y Fortnite.

La soledad del nadador de fondo

Ese bucle, autómatas en cárceles de gotelé (mi metáfora Anagrama© del día), ha supuesto la madurez definitiva para mi generación: todos ellos recordarán esta pandemia como su particular “mili autista”. Algunos no sobrevivieron a la enfermedad, otros tuvieron demasiados demonios y tiempo libre que los llevaron a la inevitable depresión: todos saldremos más parecidos a nuestros padres y con las ilusiones de la veintena en ruinas.

Pero la vida vuelve y con ella las hojas que caen, las canas que ya no se irán y el reflejo taciturno de nuestras primeras arrugas en el agua. Mejor pensar en estas como resultado de la natación que de una vejez prematura…

Más del autor

-publicidad-spot_img