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AcordeónEl flâneur de La Haya

El flâneur de La Haya

 

Majestuosa y silente, de aires señoriales y a veces somnolientos, La Haya es ciudad de funcionarios, de misiones diplomáticas, de organismos internacionales. Algunos la tachan de tediosa al compararla con Ámsterdam o Rotterdam, pero puede que esa apreciación no sea del todo justa: el tedio, la melancolía o, como diría Baudelaire, el spleen, lo lleva uno dentro de sí. La Haya depara sus sorpresas al paseante atento, basta abrir los ojos y mirar alrededor. Y cuando uno deambula por sus calles y se detiene un instante a contemplar cualquier detalle que le llame la atención, por pequeño que sea, a veces acaba vislumbrando lo grande. El spleen, recordemos, no es abatimiento, sino tedio creativo.

 

Así me sucedió a mí saliendo un día de la Embajada de España, sita en Lange Voorhout, ese bello bulevar con forma de plaza en el que el emperador Carlos V hizo plantar en 1536 cuatro filas de tilos de amplias copas y hojas acorazonadas. Debajo de uno de los monumentales tilos, que compiten en esplendor con las mansiones de los siglos XVIII y XIX que flanquean el bulevar, me topé con una pequeña estatua de bronce: un hombre de pie, grácil y elegante, que saluda a los transeúntes sosteniendo en la mano derecha el sombrero en alto, en la mano izquierda un bastón, un periódico sobresaliendo del bolsillo de su gabán, la cabeza ligeramente elevada y una leve sonrisa dibujada en el rostro. Lleva pantalones estrechos y un pañuelo en el cuello, con ese estilo propio del burgués de antaño, distinguido, atildado y cortés, con aires de dandy. Me acerco a la estatua  y leo la inscripción en el pedestal: Flâneur. En memoria del Sr. Eduard Elias. 1900-1967. Y, al otro lado, una inscripción que reza: Miro a mi alrededor… y sonrío.

 

También yo sonreí frente a su figura, porque el Sr. Elias me suscitó de inmediato simpatía por su delicada figura y su gesto de bonhomía. Lo que nunca imaginé es que este encuentro casual con su efigie de bronce me proporcionaría materia de entretenimiento durante varias semanas. La curiosidad se me disparó de inmediato. ¿Quién era ese señor a cuya memoria se erigió en 1968 esa entrañable estatua realizada por Theo van der Nahmer en uno de los lugares más privilegiados de La Haya? ¿Por qué adoptó el nombre de flâneur?

 

Es sabido que el flâneur, que significa paseante en francés, fue un popular tipo urbano del París decimonónico retratado con frecuencia en las ilustraciones de la época. El flâneur consagra su tiempo a callejear por la ciudad, sin prisas y sin rumbo, atento a lo que sucede a su alrededor, mezclándose con la gente a la que al mismo tiempo observa. Un ciudadano burgués, proclive a la indolencia, que dispone de tiempo para el ocio y siente cierta atracción por la bohemia. ¿Qué tendría de flâneur el señor Elias?

 

Eduard Maurits Elias, prolífico escritor y periodista de origen judío, nació en La Haya en 1900. El pseudónimo Flâneur, entre otros que adoptó, lo empleó en sus columnas para el diario Het Vaderland (La Patria), ya desaparecido, y para el semanario Elseviers Weekblad en el que colaboró después de la guerra. Gran parte de los temas que trataba en sus columnas se los proporcionaban sus paseos por su querida ciudad de La Haya o sus alrededores. En realidad, hoy pocos recuerdan en Holanda a este periodista que tan popular fue en su época. Sin embargo fue muy admirado por escritores destacados que vieron en él un maestro. De pensamiento liberal y contrario al sensacionalismo y la superficialidad en la práctica periodística, a Elias se le reconoce por ser un escritor de fina pluma, sensible y buen estilista. Entre sus admiradores cabe destacar al escritor Simon Carmiggelt, muy reconocido en los Países Bajos, quien, al igual que Elias, fue un observador innato dotado de un particular sentido del humor y hábil retratista de toda suerte de personajes y tipos urbanos. Vista su ingente producción periodística, no parece que el señor Elias tuviera mucho tiempo para pasear por los bulevares, parques y cafés como el genuino flâneur parisino.

 

Comoquiera que sea, mi descubrimiento de la estatua del señor Elias me llevó a interesarme por el flâneur y sus andanzas. Quizás por librarme un poco del tedio invernal holandés, me lancé a seguir los pasos de este personaje por los senderos de la literatura y así fue como fui a parar, inevitablemente, a Baudelaire, pues fue el poeta francés quien confirió identidad literaria al flâneur a partir de un cuento de Edgar Allan Poe, El hombre de la multitud. Así que decidí empezar por el principio y leer el cuento de Poe, encabezado por una cita de La Bruyère, que me cautivó de inmediato: Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.

 

El hombre de la multitud (The man of the crowd) es un relato breve y de oscura interpretación. El narrador observa desde el mirador de un café la densa multitud que desfila por el centro de Londres. Se fija en los diferentes tipos humanos, desde los hombres de negocio, dandies o militares hasta los tahúres, mendigos o prostitutas, y describe con detalle sus vestimentas, sus caras y gestos. De repente descubre el rostro de un anciano decrépito que le llama la atención por su expresión demoníaca y el brillo de una daga entre sus ropas harapientas. Lo sigue por las calles de la ciudad durante toda la noche, movido por una curiosidad malsana. No entiende hacia dónde va ese anciano inquieto que se mueve sin cesar con una energía de maníaco. El anciano se interna en una mísera barriada de Londres y, a la salida del sol, regresa al centro de la ciudad, cuyas calles están de nuevo atestadas de gente. El narrador, obstinado en la persecución, observa que el hombre errabundo vuelve a internarse en el torbellino de la multitud. Cansado de perseguirlo, se encara con él y concluye que el viejo “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud”.

 

Es un cuento ciertamente extraño. ¿Quién es ese hombre de la multitud? Para el escritor y filósofo Rafael Argullol, el valor de este relato estriba principalmente en el hecho de que la multitud se convierte en héroe y adquiere así por primera vez categoría literaria.  “Edgar Allan Poe nos presenta a un hombre que no sólo tiene miedo a la soledad, sino que tiene miedo, pienso, a la individualidad, a la subjetividad, tiene miedo fundamentalmente a la intimidad. Es alguien que, como un dibujo muy propio del hombre contemporáneo y moderno, tiene terror a enfrentarse a su propio yo”.  

 

Inspirado en este cuento de Poe, Baudelaire creó su propio concepto de flâneur, con el que se identifica personalmente, entendido como el paseante solitario y anónimo que deambula por la ciudad entre la multitud y observa y escribe desde su particular atalaya. “Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar desapercibido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente. El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato” (El pintor de la vida moderna, Cap. 3 Nueva York: Da Capo Press, 1964. Orig. publicado en Le Figaro (1863).

 

El hábitat del flâneur son los espacios urbanos. Si para los poetas románticos precedentes el marco estético predilecto era la naturaleza idealizada heredada de la tradición clasicista sobre la que proyectan su estado de ánimo, Baudelaire traslada el escenario de su poesía al mundo acelerado, fugitivo y cambiante de la ciudad moderna, en que la belleza deja de ser serena, perfecta e inmutable para convertirse en fugaz,  oscura o dramática. Como dice Walter Benjamin, el poeta “va a hacer botánica al asfalto” (Iluminaciones II , Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo (trad. Jesús Aguirre), Taurus, Madrid, 1972, p. 50). Esta idea la desarrolla, entre otros críticos, la profesora María Jesús Godoy en su análisis de los escritos de Baudelaire pertenecientes a la serie El pintor de la vida moderna (1863). Como consecuencia de una cultura cada vez más secularizada y alejada de sus orígenes míticos y religiosos, “la modernidad conoce una desvalorización del papel salvífico de la Naturaleza y una simultánea revalorización del artificio” (‘El pintor de la vida moderna, de Charles Baudelaire’, Fedro, Revista de Estética y Teoría de las Artes. Número 7, septiembre 2008).

 

La existencia del individuo se torna “infinitamente autónoma y veraz, pero también más descarnada”. En efecto, como ya hizo Poe en su relato, Baudelaire nos muestra el lado oscuro de la ciudad, e incluso va más allá, al introducirnos en una atmósfera que casi podríamos calificar de underground urbano, una especie de precedente decimonónico parisino del Walk on the wild side de Lou Reed por el Nueva York del siglo XX. Un mundo de vida nocturna y de bohemia artística, de paraísos artificiales que, por medio de la droga y el alcohol, conducen tanto a la lucidez como a la destrucción. En este ambiente pululan toda suerte de tipos humanos que tienen en común la marginación social, la rebeldía o el desafío de la moral establecida: criminales, delincuentes, prostitutas, personajes variopintos que el poeta rescata elevándolos a categoría estética, porque en su condición de perdedores siempre se revela un rasgo de fugitiva belleza. La inspiración del poeta maldito ya no está en los modelos naturales de la tradición clásica sino en la calle, en las experiencias cotidianas, en los encuentros fortuitos con todos esos tipos urbanos que él observa con su apasionada mirada de flâneur y convierte en sujetos poéticos.

 

El flâneur, curiosamente, no desaparece con Baudelaire. Por el contrario, cobra nueva vida bien entrado el siglo XX en la lectura que de él hace Walter Benjamin y posteriormente se convierte incluso en objeto de estudio de la sociología, el arte o la filosofía. El paseante curioso, el espectador inmerso en el corazón de la multitud, se torna a los ojos de Benjamin en testigo activo de las transformaciones sociales y económicas que surgen como consecuencia de la industrialización. El filósofo alemán reinterpreta al flâneur baudelairiano desde su particular perspectiva marxista en su escrito Baudelaire, un poeta en la época del capitalismo avanzado. Según apunta en un artículo Sergio Valverde, para Benjamin “la poesía de Baudelaire va más lejos que ser una expresión reflejo de la vida social, como lo querría el realismo, sino que expresa la cosificación y el endurecimiento del mundo de la vida administrado por el capitalismo” (‘Poesía y filosofía: la lectura social de Baudelaire en Walter Benjamin’, en Revista de Filología y Lingüística). La figura del flâneur adquiere en Les fleurs du mal un sentido alegórico. Es el observador crítico, mezclado entre la multitud y a la vez ajeno a ella, que capta los fragmentos de una realidad cambiante, producto de la metrópoli industrializada y mercantil, en que la alienación y anonimato del individuo sometido a las leyes de la economía del consumo conducen a la melancolía, la angustia o el hastío. “Lo moderno –dice Benjamin respecto a Baudelaire-, es un acento capital de su poesía. Con el spleen” hace pedazos el ideal (Benjamin. Iluminaciones II:184). El ideal, por supuesto, de la sociedad opulenta”.

 

La modernidad en la visión poética baudelairiana y su contribución al nacimiento de los movimientos de vanguardia han sido ampliamente estudiadas por la crítica. El poeta francés crea una nueva forma de contemplar y reconstruir el mundo que ya no deja abarcarse como totalidad, que ha perdido su sentido de permanencia y trascendencia. Como señala René Anaya Alarcón “la tarea del flâneur consiste en extraer lo eterno de lo transitorio (‘Configuración del flâneur en Poeta en Nueva York de F. García Lorca’, Universidad Santo Tomás, escuela de psicología de Chile. Alpha, número 34, julio 2012). El flâneur rastrea fragmentos de la realidad cambiante que le envuelve y los reconstruye como signos. “Se sugiere así una posición posmoderna: sujetos e identidades construidos a partir de fragmentos”. Y esta necesidad de “recabar significados dispersos deriva del sentimiento de pérdida de unidad del sujeto tal como éste había sido concebido hasta el siglo XIX, acontecimiento que se encuentra vinculado a la desintegración de la sociedad como comunidad y convertida en artefacto”. A partir de esta interpretación, Anaya Alarcón analiza cómo Federico García Lorca se convierte, a su modo, en el flâneur de la ciudad de Nueva York, el paseante solitario entre una multitud de seres anónimos y sufrientes, observador de una metrópoli fascinante y luminosa a la par que dura y deshumanizada, cuyos fragmentos de luces y de sombras, de grandezas y miserias, recrea en imágenes oníricas mediante el lenguaje de la técnica surrealista.

 

Muy diversos son los itinerarios del flâneur por la ciudad moderna y uno de ellos nos lleva a Susan Sontag, que en su ensayo Sobre la fotografía (1977) sostiene que la cámara fotográfica es la herramienta por excelencia del observador urbano, la extensión de su mirada. “El fotógrafo es una versión armada del paseante solitario que explora, acecha, cruza el infierno urbano, el caminante voyeurista que descubre en la ciudad un paisaje de extremos voluptuosos”. Entre otros tipos de fotógrafos estaría este fotógrafo-flâneur, fascinado por el wild side de la ciudad: los barrios marginados, los lugares sórdidos, las gentes infortunadas y los losers de toda condición a los que captura en imágenes dotándoles así de sentido moral y estético, como hacía Baudelaire con sus versos. La manera de mirar moderna, se nos recuerda de nuevo, es ver la realidad en fragmentos, esa realidad diversa e infinitamente compleja que no admite interpretaciones unificadoras o totalizadoras.

 

Nunca imaginé que la imagen del señor Elias me llevaría por esos intrincados vericuetos, ni que el flâneur fuera pieza clave en las discusiones académicas en torno al complejo fenómeno de la modernidad. El término flâneur había ido creciendo gradualmente ante mis ojos, superando ampliamente su significado original. Al  poco tiempo, cuando regresé a La Haya y volví a pasar por delante de la exigua estatua del flâneur holandés no pude evitar devolverle de nuevo una sonrisa. Me inspiraba admiración y ternura. Ay, querido señor flâneur, con tu aspecto de amable y solitario paseante, cómo iba a saber yo cuando contemplé por primera vez tu delicada estampa bajo los tilos de Lange Voorhout, tu sonrisa leve, tu saludo desenfadado, que eras mucho más que un simple viandante burgués por los bulevares de La Haya o de París, que eras mucho más que el señor Eduard Maurits Elias, que detrás de tu seudónimo se ocultaba, ni más ni menos, que todo un icono de la modernidad e incluso de la posmodernidad, que eras un concepto, una actitud, una forma de mirar la ciudad y, por extensión, el mundo capitalista que nos rodea. Y cuán alejado te vi en apariencia de todo cuando había aprendido del original flâneur baudelairiano. Tú no me parecías urbano, ni maldito, ni alienado, ni un voyeur entre la multitud, ni desencantado de los mitos progresista de la modernidad, ni presa del spleen o el hastío metafísico, sino un señor afable, distinguido y educado, un fino observador y delicado estilista que mira a su alrededor y sonríe bajo los tilos. Al fin y al cabo tu mundo es La Haya… Y entonces comprendí de pronto que yo, armada con mi cámara fotográfica dispuesta a captar al vuelo los fragmentos secretos de esta majestuosa y silente ciudad, también tenía algo de ti, y, mirando a mi alrededor, me dije: Ahá, le flâneur c´est moi.

 

 

 

Isabel-Clara Lorda Vidal es filóloga y traductora literaria. Ha traducido a destacados escritores neerlandeses, como Harry Mulisch y Cees Nooteboom. Ha sido directora del Instituto Cervantes de Londres y actualmente dirige el centro de Utrecht. Este artículo es el segundo de la serie Estampas holandesas. El anterior se titulaba La mujer que vivió en un cuadro. En FronteraD ha publicado también La sombra del tiempo es alargada: exilios españoles en Londres

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