En mi caso, la fotografía callejera está ligada a la nostalgia y soledad del cazador furtivo, el proscrito, emboscados en la selva urbana a la manera del Waldgänger, figura tan capital en la historia de mi fotógrafo, el fotógrafo de mi novela Dark Lady.
Marc Turiel, el héroe de Dark Lady, se inició a la fotografía con una Leica IIIf, cuyo primer objetivo, un Summarit f/1.5, 50 mm, le permitió descubrir y conquistar otros mundos, materiales e inmateriales. En mi caso, todo comenzó con una Nikon F2A, con una óptica Nikkor f/1.4, 50 mm.
De mis primeras fotografías con aquel modesto equipo –nada desdeñable, en su tiempo– recuerdo una fiesta con escritores georgianos, en la afueras de Tiflis, el año de la muerte de Zhou Enlai, por quién yo sentía una admiración puramente literaria, inspirada en algunos textos de circunstancias de Henry Kissinger. De aquel viaje a las fronteras de la antigua URSS hubiese deseado guardar, en particular, las fotografías de una joven poeta georgiana, cuya madre me propuso algo parecido a un matrimonio amañado, para intentar sacar a su hija de aquel infierno.
Poco antes o poco después –durante uno de mis primeros viajes a California y Nuevo México–, también tuvo cierta importancia, para mí, un improvisado retrato de Georgia O’Keeffe en su casa de Abiquiu, no lejos de Santa Fe (Nuevo México), donde fotografié en un supermercado a una señora india ¿apache?
La mirada altiva, noble e implacable de aquella mujer –reprobando, en silencio, el carácter furtivo de mi disparo, violando su identidad, en cierta medida– fue el primer jalón de una frontera que no puedo cruzar, desde entonces, sin sentir algo parecido a la vergüenza más profunda.
Yo ya había sido reportero de sucesos. Y sabía que, con frecuencia, el reportero que cubre acontecimientos callejeros no siempre se siente obligado a respetar forzosamente la identidad de los protagonistas de unos acontecimientos que pueden ser dramáticos, en muchas ocasiones. En verdad, si el reportero no cruza por su cuenta y riesgo fronteras muy peligrosas –desde el punto de vista moral– atroces realidades serían invisibles, privándonos de rostros esenciales de la naturaleza humana. Weegee –uno de los maestros de mi fotógrafo– convirtió en gran arte la fotografía de cadáveres callejeros, que él era capaz de iluminar, a través de un flash, con la precisión clínica de las lecciones de anatomía de Rembrandt o Caravaggio, llego a decir en Dark Lady.
Mi Nikon F2A y mis fotos de aquella época se perdieron en uno o varios de mis numerosos traslados. Mi iniciación a la fotografía –siguiendo mal que bien los consejos prácticos de dos fotógrafos del viejo Informaciones, Diego Segura y Antonio Couto– terminó precipitadamente. Las carpetas con los negativos y las copias papel de las fotos realizadas durante mis viajes a la antigua URSS, Estados Unidos, México, Honduras y Guatemala se perdieron para siempre en alguna de mis sucesivas mudanzas. Durante algún tiempo, ya en París, creí que los restos de aquellos primeros naufragios y balbuceos fotográficos estaban bien guardados en algún lugar desconocido para mí. Pura ilusión. Cuando comencé la redacción de Dark Lady –cuya intriga aparente está relacionada con la fotografía de moda, el desértico paisaje iluminado con luces de neón de una selva oscura y peligrosa, donde los protagonistas viven emboscados, resistiendo como pueden contra el acoso de temibles enemigos endemoniados, en un desigual combate en el que les va la vida–, cuando más precioso me hubiese sido poder estudiar mis fotografías, para intentar comprender o aprender algo, hice todo tipo de pesquisas, en vano.
Tantos años después, tirando con una pequeña PowerShot G9, en la plaza de Cataluña de Barcelona, sorprendí a dos turistas alemanas comiéndose sendas hamburguesas con una gula que me hizo reír. Sospecho que ellas hubiesen reprobado mi disparo. Pero, hélas, me sentí feliz como un niño con un botín muy preciado. Sigo utilizando la misma PoweShot G9. Pero un buen día decidí que –salvo excepciones, que son muchísimas y de muy diversa índole–, en verdad, solo me interesaba e interesa fotografiar a quienes acepten libremente mi mirada. Hay una parte de sofisma en esa afirmación perentoria. Vagabundeando sin rumbo muy preciso por París, he realizado muchos retratos callejeros, gracias a la generosa complicidad de muchos hombres y mujeres. No es menos cierto que el fotógrafo callejero dispara con frecuencia sin detenerse a preguntar, seducido por una imagen, un rostro, una silueta, una esquina, un instante de gracia (Cartier-Bresson dixit) que habla, quizá, de lo sagrado y lo divino que hay en todas las cosas de la creación, a juicio de los budistas y Spinoza.
Esa naturaleza sagrada de algunas instantáneas fotográficas nos habla de un posible vínculo entre lo material y lo inmaterial, a un tiempo, muy semejante al Logos alejandrino. Una materia visual, una fotografía, técnicamente deficiente, en mi caso, con mucha frecuencia –el fruto no siempre accidental de la instantánea–, que establece una relación bastante visible entre la actualidad y la historia. Entre lo visible que descubrimos a la intemperie callejera y lo invisible que forma parte de nuestra memoria y nuestra historia, pasada, presente y futura.
Desde esa óptica, la instantánea fotográfica no tiene nada que ver con ningún artificio artístico o cultural. La fotografía del flâneur, el fotógrafo callejero, está muy alejada del trabajo científico o artístico. Como el cazador furtivo o el Waldgänger, el fotógrafo callejero se cobra piezas cuyo “sentido” comienza por escapar a las normas y el orden establecido, las más de las veces. Y solo será evidente, algún día –si es que llegar a serlo–, mucho más tarde, cuando esas visiones íntimas, solitarias, nos hablen de una realidad posterior, que esas imágenes pudieran ayudarnos a comprender.
Cuando Garry Winogrand fotografía la bicicleta caída de un niño que sale del garaje de su solitaria casa, en las desérticas afueras de Albuquerque, Nuevo México, en 1957, el fotógrafo y sus primeros editores apenas pueden percibir el carácter inquietante de la imagen. Nosotros sabemos, por el contrario, que esa fotografía nos habla y hablaba, en aquel instante de atormentada gracia visionaria, de la guerra fría, de la incertidumbre y la angustia colectiva de una época que los historiadores de la estrategia nuclear definen como los años del equilibrio del terror.
En mi caso, el mes de julio de 2005 realicé una serie de fotografías que titulé Líbano-sur-Seine. Pocos meses más tarde, el otoño/invierno de aquel mismo año, estalló en la periferia de París y las grandes ciudades francesas una trágica ola de violencias suburbanas, incendiarias.
Aquellas fotos –realizadas con una Canon EOS 20D y un zoom 28-105 f/3.5-4.5– son francamente triviales, mediocres. Pero tenían una virtud accidental: a mi modo de ver, “anunciaban” con mucha antelación “visionaria” la tragedia por llegar, meses más tarde.
Mirando hacia atrás advierto que, andando el tiempo, mis vagabundeos fotográficos comenzaron siendo la obra de un flâneur que intentaba matar el tiempo de alguna manera, caminando sin rumbo muy preciso por el dédalo de la gran ciudad, París; para transformarse –cuando comencé a usar la Canon EOS-1 Mark IV, con dos ópticas, EF f/1.2L, 50mm, y Canon EF 24 -70 mm, f/2.8; si no fue mucho antes– en algo mucho más parecido al comportamiento del cazador furtivo y el Waldgänger.
En definitiva, mis fotografías del fin del mandato presidencial de Nicolas Sarkozy (2007 – 2012) y la campaña electoral de 2012 no eran fotografías destinadas a cubrir informativamente unos acontecimientos que cubrí profesionalmente desde otra óptica. La observación de la actualidad política y social –desde las grandes manifestaciones parisinas de 2008–, inmerso y emboscado entre la multitud, me permitía fotografiar otras cosas que no siempre interesaban ni interesan a los editores gráficos de los periódicos. Pienso, en particular, por ejemplo, en la irrupción de jóvenes musulmanas, tocadas con velos islámicos, en los cortejos de la extrema izquierda del 1 de mayo de aquel año. O en la presencia muy llamativa de las mujeres y las familias musulmanas en las grandes manifestaciones contra el matrimonio homosexual, pocos años más tarde.
Mis fotografías de un mitin de Sarkozy, en la Maison de la Mutualité parisina, la primavera de 2012, tienen muchos defectos técnicos y necesitan de un sólido trabajo de edición. Pero su luminosidad crepuscular proclama con precisión, creo, la llegada de un ocaso fatal para los presentes en aquel canto de un cisne negro. Ocaso que culminó semanas más tarde con una derrota electoral implacable.
Mi improvisado retrato de François Hollande, por las mismas fechas, creo que refleja bien los rasgos esenciales que darían al personaje la victoria final en aquellas elecciones presidenciales. Entre mis primeros y últimos retratos de Valérie Trierweiler –entre el otoño de 2011 y la primavera de 2013– no es difícil descubrir la transición de una señora de provincias, con aspiraciones sexy –adulada por la guardia pretoriana emergente del futuro presidente–, y la señora de poder presidencial, escoltada por los guardaespaldas del Elíseo.
Siendo interesante, la fotografía política debe sortear y salvar –cuando es posible; lo que no ocurre fácilmente– numerosos obstáculos. De la publicidad a la tarea de manipulación de la opinión pública, que es el trabajo esencial de los gabinetes de comunicación. El vagabundeo callejero, por el contrario, permite aspirar, husmear e intentar captar a cualquier hora el zeitgeist de una época o una ciudad, con una libertad que no siempre es visible ni tangible en los medios de comunicación e incomunicación de masas.
El flâneur esnob y el Waldgänger proscrito se cruzan muy a menudo en esa tierra de nadie del vagabundeo urbano. El “perro callejero” al que mi madre hacía referencia, en mi adolescencia, es una suerte de síntesis familiar de ambos arquetipos. El flâneur rescatado por Walter Benjamin, para mejor comprender el París de Baudelaire, y el personaje del Waldgang (1951) de Ernst Jünger –indisociable, a su vez, del Anarch de Eumeswil (1977)–, viven emboscados entre la multitud, en el corazón de la selva urbana. El flâneur, paseante solitario, pasa por ser un dandi, un esnob: para mejor preservar su identidad y sensibilidad, amenazadas. El Waldgänger comenzó por ser un proscrito, huido o desterrado en el bosque, donde preserva a su manera los valores esenciales que definen las señas de identidad del hombre libre, a la manera del Robin Hood de Michael Curtiz.
En cierta medida, el fotógrafo callejero puede llegar a compartir algunos rasgos esenciales con el Waldgänger –el emboscado, en la traducción de Andrés Sánchez Pascual de la obra de Jünger– y el flâneur. En ocasiones, en definitiva, la fotografía callejera, solitaria, efímera y accidental, las más de las veces, es una obra inevitablemente fragmentaria, realizada al margen de todos los cánones y órdenes establecidos, consumada en la más olímpica soledad, que gana su condición más noble cuando rescata realidades proscritas por el imperioso orden de las cosas dominantes. Doisneau, en la periferia parisina de la inmediata postguerra. Cartier-Bresson, en la España de 1936. Robert Frank, en los Estados Unidos de los años 60 del siglo XX.
En mi caso, mucho más modesto, claro está, ese vagabundeo callejero me ha permitido contemplar y fotografiar algunos rostros parciales de las metamorfosis de la gran ciudad, París, cuyo corazón cambia con más rapidez que el corazón de los mortales. Baudelaire dixit.
Muy a menudo, esas metamorfosis nos devuelven en el espejo del objetivo fotográfico la mirada del Ángel de la historia de Paul Klee, comentada por Benjamin: el progreso se confunde con el eterno retorno de la catástrofe. El barrio de Belleville donde Baroja situó el escenario onírico de su novela surrealista El hotel del Cisne (1945) no tiene gran cosa que ver con el barrio de Belleville que yo he conocido y fotografiado ocasionalmente. Ambos barrios comparten, sin embargo, la misma condición de tierra baldía, tierra de nadie donde encuentran precaria morada y acorralado cobijo provisional sucesivas generaciones de desterrados.
Muchas otras metamorfosis, como la conversión de París en una ciudad mestiza, siguen su imprevisible curso, anunciándonos con misteriosas señales, incluso con efímeros fuegos de artificio, el advenimiento de una ciudad de nuevo cuño, cuyo alumbramiento seduce con tentaciones y promesas al flâneur, al cazador furtivo y al fotógrafo callejero, siguiendo cada cual a su manera una búsqueda que no tiene fin.
Juan Pedro Quiñonero (Totana, Murcia, 1946) es periodista y escritor. Es hijo de Juan Quiñonero Gálvez y Luz Martínez Pérez, maestros, fundadores de la escuela racionalista Francisco Ferrer Guardia. Empezó a colaborar a mediados de los años sesenta en los diarios Arriba e Informaciones. Formó parte del equipo fundador del suplemento ‘Informaciones de las Artes y las Letras’. Tras sustituir a Rafael Conte como corresponsal en París, trabajó para Diario 16, la Cadena Ser, Antena 3 y Onda Cero. Desde 1983 es corresponsal de ABC. Entre sus muchos libros destacan, Proust y la revolución; Baroja, surrealismo, terror y transgresión; La gran mutación. España y Europa ante el siglo XXI; Retrato del artista en el destierro; De la inexistencia de España; El taller de la gracia y On the road again. Acaba de publicar La Dama del Lago. Escribe el blog Una temporada en el infierno.