Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoPantallasEl fotolibro vuelve a París. Tras los pasos de Bernard Plossu

El fotolibro vuelve a París. Tras los pasos de Bernard Plossu

Sin temor a exagerar en exceso, se podría decir que cuando un fotógrafo publica un libro dedicado a París se convierte en un clásico. Si hubiera alguna duda, la relación de aquellos que han consagrado su trabajo a la ciudad más fotografiada del mundo lo demuestra. Basta con acudir a una selección, más personal que objetiva, pues la lista de fotolibros parisinos es inacabable y probablemente tan solo la conocen Juan Manuel Bonet y Juan Bonilla. Las preferencias comenzarían por Instantanés de Paris (1955) y La banlieue de Paris (1949), de Robert Doisneau, ambos con textos de Blaise Cendrars; por Paris imprevue (1946), de Marc Foucault y texto de Louis Cheronnet; por el esencial 100 x 100 Paris (1929), de Germaine Krull; por los fotolibros de dos judíos lituanos: París des rêves (1952), de Izis, que había dejado de retratar resistentes unos años antes, y el tan extraordinario como raro Paris (1931), de Moï Ver. Seguirían, siempre en la senda de los clásicos, el de Mario Bucovich, Paris (1928), con introducción de Paul Morand; el de Roger Schall, A Paris sous la botte des Nazis(1944), dedicado al París de les années noires; el de Noël Le Boyer y texto de André Maurois, Paris (1951); el de Sanford H. Roth, Mon Paris (1953), con texto de Aldous Huxley, uno de esos ingleses que conocía Francia. Luego, los fotolibros de los imprescindibles André Kertész –Paris vu par André Kertész (1934), Day of Paris (1945) y J’aime Paris: Photographs Since the Twenties (1974)– y Brassaï –Paris de nuit (1934)–, dos húngaros convertidos en parisinos y en los principales cantores de la ciudad del siglo XX con permiso de Eugène Atget, el más importante fotógrafo parisino aunque murió inédito, y del citado Robert Doisneau, otro de los cronistas de la ciudad. También están los libros de René-Jacques, con texto de Francis Carco, Envoutement de Paris (1938); de Peter Cornelius, Coleur de Paris (1961), o el singular Paris tendresse(1994) de Brassaï y Patrick Modiano, quien junto Marcel Proust es uno de los escritores del París de la pasada centuria, como lo fue Balzac de la anterior.

Fotos de Bernard Plossu

Pues bien, ahora, cuando en este nuevo siglo parecía que el género del fotolibro parisino daba algún síntoma de agotamiento, se ha añadido a la lista de imprescindibles un nuevo trabajo de título Plossu-Paris, del que es autor Bernard Plossu, el fotógrafo francés nacido en 1945 en Da Lat, en la Indochina que estaba a punto de convertirse en Vietnam. Se trata de un pequeño pero grueso volumen que reúne más de cuatrocientas fotografías dedicadas a la ciudad del Sena desde 1954 –sí, con nueve años y con una Brownie Flash– a la actualidad del 2017. Editado por Marval-Rue Visconti en 2018 en un volumen de diseño actual que cuenta con textos de Isabelle Huppert y Brigitte Ollier, Plossu-Paris es un recorrido por toda la obra parisina del fotógrafo. Algunas imágenes proceden de publicaciones anteriores y otras son inéditas. El resultado es un libro que incorpora a Bernard Plossu al Olimpo de aquellos fotógrafos que, como él, son imprescindibles para fijar la imagen de la ciudad y para la historia de la fotografía.

Fue en 2014, con ocasión de la exposición de Bernard Plossu en la Galería Vilaseco-Hauser de La Coruña –cuyo texto para el catalogo me encargó el propio fotógrafo–, cuando me topé por primera vez con ese binomio formado por dos elementos de destinos cruzados que es Plossu-París, y que ahora da título a este fotolibro. Y es que esta exposición cuyo título completo era Plossu-Paris: cartes de visite, ya adelantaba mucho de lo que ahora incorpora este nuevo Plossu-Paris. Es Bernard Plossu un fotógrafo en cuya vida profesional el fotolibro tiene una presencia esencial como demuestra una bibliografía amplísima y diversa de la que destacaríamos tan solo Barcelona 1974. Fotografía silenciada (2017), Le Voyage Mexicain 1965-1966 (1979), Le retour à Mexico (2012), The African Desert (1987), O país da poesía (1999), L’Europe du Sud Contemporaine (2001), Les paysages intermediaires (1988), La hora inmóvil (2016), Blanche Montagne blanche (2012), Egypte (1979), Au Nord(2008) y Europa (2010). A todos ellos añadiría el catalogo citado de Plossu-Paris: cartes de visite, y el ahora inencontrable Nord-Sud (2011), con poemas de Juan Manuel Bonet y diseño del tipógrafo Alfonso Meléndez, que tuve la suerte de impulsar y prologar gracias la generosidad del galerista José R. Ortega.

Todas estas publicaciones muestran a un fotógrafo de vida viajera, de errancia parecida a la del cubano Jesse A. Fernández, que periódicamente vuelve a un París que siempre está presente, a pesar de la vida viajera que recogen sus libros. Un retorno que es también un regreso algo proustiano a su infancia y juventud pasada en sus calles. Plossu-Paris es un libro enciclopédico, una summa de París, pues gracias a su elevado número de imágenes la ciudad está recogida casi en todos sus aspectos, lo que permite su reconstrucción. Sin embargo, lo más destacable es lo más obvio: la condición de paseante, de flâneur con cámara de Plossu, quien, como hizo el siempre citado Baudelaire, siempre en el origen del descubrimiento de la ciudad moderna, y luego repitió Ramón Gómez de la Serna en el Madrid de la Edad de Plata, recorre a pie, en metro, coche o autobús, las calles, avenidas plazas, pasajes y subterráneos, sin dejar de mirar por las ventanas todo lo que ofrece la urbe moderna. Una condición la de peatón de París que comparte con Léon-Paul Fargue y que es esencial en todo fotógrafo urbano y que en este caso revela una mirada plural cuyo interés parece no tener fin, lo que le permite recoger un París diverso y personal. Esta curiosidad infinita explica tanto el elevado número de fotografías reunidas y el largo periodo que abarcan como la enorme variedad de temas y asuntos recogidos, de los que cabe hablar en muchos casos tanto de una poética como de una teoría, pues son habituales en la obra del fotógrafo.

Un París que, como es habitual en Plossu, está contemplado sobre todo desde la lente clásica del blanco y negro con el que se construye la realidad a la que siempre remite la fotografía. Sin embargo, en este caso el fotolibro incorpora un importante número de imágenes –diríamos que casi una tercera parte– en color, pero de un color alejado de la realidad, si es que el color es capaz de recoger el mundo real, continuamente cambiante de tonos y luces. En este caso las fotografías parecen a veces tocadas por pastel, como un Hopper matizado, mientras que en otras, como en la serie más reciente dedicada al Luxemburgo o las que recogen el Sena, se diría que son una serie monocolor, una aguada de azules, como si imitara a Nerón, pero sustituyendo como lente a la esmeralda con la que el emperador contemplaba el mundo, por una alternancia de aguamarina y zafiro. En este grupo de fotos en color hay imágenes nocturnas, tan características de Plossu, que muestran, como en toda su obra, la importancia del trabajo en laboratorio y de la técnica. Sin embargo, no existe en estas obras voluntad de competir con la pintura, que tanto interesa al fotógrafo, ni la afectación forzada del pictorialismo pues son, al modo de Plossu, muestras de lo cotidiano, poesía de lo cercano que arranca con esa sorprendente fotografía de 1954 de una vendedora de globos multicolores en l’Étoile en la que hay fascinación infantil y madurez.

Y es que Bernard Plossu es un fotógrafo que, como él mismo señala, practica un “estilo sin búsqueda de estilo”, en el que confluyen distintas referencias clásicas y modernas de la fotografía como las representadas por sus admirados Eugène Atget, Josef Sudek y Diane Arbus, entre otros. En todos ellos, como en Plossu, coinciden poesía, delicadeza e idéntica atención al pormenor, siempre tan evocador. En sus fotografías destaca el lirismo de las imágenes, el ojo de poeta que escoge el motivo y enfoca una cámara con un 50 mm, el objetivo de la distancia justa, en la que la sencillez es lo fundamental. Incluso, emplea cámaras de juguete como la Brownie-Flash que usa con nueve años, con lo que esquiva la dependencia técnica, la esterilizante obsesión tecnológica de algunos profesionales en los que la perfección de la imagen es el fin. Un criterio que supone el triunfo de la industria sobre el arte. En cambio, Plossu, tan cercano a la literatura y a la pintura, sabe del valor literario y sugerente de la imagen desenfocada, de la imperfección reveladora de sentimientos. Es una obra en la que están ausentes lo espectacular y la preocupación por la imagen trascendental, muy distinta de la imagen documental o literaria que le interesa al fotógrafo. El francés prefiere inclinarse por los que Juan Manuel Bonet, en sus conversaciones con el fotógrafo, llama los “momentos hechos de nada”, al igual que hace la poesía. Es el retroceso de la grandilocuencia y de la retórica ante la sencillez de un árbol, de los trenes o de los automóviles, de una ventana iluminada en un bloque oscuro, de la fachada de un hotel, de un mantel sobre una mesa o de un paseante ante una pared con desconchones.

En estas fotografías parisinas de Plossu realizadas a lo largo de más de seis décadas hay una mirada que renueva las imágenes habituales de espacios y entornos tradicionales no solo gracias al empleo de tomas insólitas, de picados y contrapicados audaces, pero no estridentes, de fotografías movidas que añaden más misterio y lirismo que imperfección, como sucede con la extraordinaria del metro tomada en el año 2000 (página 239), sino debido a muchos de los temas escogidos y sobre todo a la manera de retratarlos. Hay una mirada que renueva las vistas más conocidas pero que también incorpora nuevos temas hasta ahora apenas tratados o del París más reciente como esa playa del Sena que quiere hacer olvidar Deauville o Saint-Tropez. A pesar del interés de Plossu por el detalle, por los objetos y por el individuo, el París que recoge este fotolibro es una ciudad real, reconocible, tan viva como cambiante pues se trata de imágenes que comienzan en 1954 y llegan a 2017, un medio siglo largo que ha transformado todas las ciudades del mundo. Plossu-Paris es una sinfonía urbana personal, un recorrido particular por una ciudad que es esencial en la biografía del fotógrafo que comienza en la posguerra fría, recogida gracias a las fotografías infantiles de 1954 y 1956, al que le sigue la década de los epígonos de la Nouvelle Vague y el sesenta y ocho, los años de la posmodernidad siguientes a 1989 y el más actual de la globalidad uniformadora. Es por lo tanto un libro que recoge los cambios de registrados en París durante más de seis décadas de transformación generalizada a los que ha asistido el fotógrafo en viajes de periódicos retornos.

Son las fotografías de un París diurno y nocturno –en Plossu la noche es esencial como en el checo Sudek–, nebuloso, soleado y lluvioso, veraniego e invernal, en las que se desarrollan una serie de poéticas, casi infinitas, que ofrecen una visión múltiple, cubista, de la ciudad unas veces a partir de pormenores recogidos por un fotógrafo que es casi ambulante y está siempre atento al detalle, y otras por medio de una mirada amplia, abarcadora del espacio. Y es que entre las numerosas imágenes de Plossu-Paris hay, para empezar, una esencial poética de la soledad, a veces muy de Atget, que aparece en los quais desiertos, en los portales, en las calles vacías de todos los distritos –sobre todo del misterioso e inquietante Passy, donde la monumentalidad parece esconder algo– o de alguna plaza como la de una Bastilla lluviosa y desapacible o la del Palais Royal, siempre algo teatral, con aspecto de tramoya abandonada. Pero también es la soledad de las salas vacías de los museos, de los comedores de los restaurantes como el de Le Train bleue, de las vías de ferrocarril, de algún pasillo del metro, de alguna silla abandonada en plena calle. Es la soledad de las ventanas, abiertas o cerradas, que hablan de habitaciones vacías quizás hace décadas. Una soledad que siempre tiene algo de metafísica, de misterio y de ensoñación cotidiana.

Hay fotografías de cementerios, de esas necrópolis parisinas tan de Balzac que parecen parques y que, al contrario que las de otros lugares, forman parte de la ciudad como un elemento más desde la Edad Media, como el Père-Lachaise, el camposanto de todas las celebridades, con permiso del cementerio de Montparnasse.

Hay lugares imprescindibles, ya simbólicos, pero que aparecen vistos de otra manera como el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel, Notre-Dame y otros mil veces recogidos pero que ahora aparecen con aire nuevo como los bouquinistes del Sena que tanto visitaban Ilyá Ehrenburg, Ernst Jünger o los integrantes de la constelación literaria española que pasaron por la ciudad.

Tampoco faltan estaciones, las principales gares parisinas –du Nord, de Saint-Lazare, de l’Est y sobre todo de Lyon– ni cafés y restaurantes, sobre todo los montparnó Le Select y La Coupole o el citado Le Train bleu. Hay también terrazas, sobre todo las de Saint-Germain como la del picassiano Les Deux Magots, con veladores apretados y ambiente festivo en el que destaca alguna joven parisina que se diría quiere competir con aquella inolvidable émula de Françoise Hardy que retrató Henri Cartier-Bresson leyendo Le Monde, antes de que se dedicara a levantar los adoquines del Boul’Mich’ en un agitado mes de mayo. Hay muchas fotografías del metro, que consagran al medio de transporte como una ciudad subterránea, como un París alternativo que cuenta con sus símbolos y elementos propios. Por sus andenes, pasillos y vagones, Plossu recoge anuncios, viajeros y peatones como una prolongación en el subsuelo de la vida de la ciudad confirmando el carácter fotográfico del metro parisino y su cualidad de fuente de inspiración.

Hay, más que bodegones, una poética del objeto que es también esencial en Plossu. De ella forman parte las paredes desconchadas o con carteles desgarrados, las hojas, las ramas, las botas abandonadas en las aceras, los elementos arquitectónicos, los detalles insólitos como ese pomo de escalera o el naipe en el asfalto. E inseparable de este protagonismo de las cosas, que diría Ramón, está la poética de los escaparates, unas fotos que recogen los objetos y el universo que ha nacido para ser visto por el peatón parisino. En ellos, a modo de naturalezas muertas, hay desde libros y maniquíes a fotografías enmarcadas que tienen un aire irreal.

Hay una poética de las ventanas, tan modianesca y parisina, sean las de los edificios –fotografiadas encendidas o a oscuras, abiertas o cerradas, habitadas o solitarias–, las de un automóvil o las de los vagones de metro, pero que siempre es inseparable de los personajes que esconden. Pero también hay una idea de la fotografía obtenida desde las ventanas, en algunos casos con el inevitable picado, que aquí tiene ejemplos memorables. Un apartado propio lo forman las imágenes sacadas desde las ventanas de un automóvil, tantas y de tanto interés que se diría que los medios de transporte parecen inspirar a Plossu como medio o como fin. Y es que en muchas fotografías hay también trenes y automóviles, unos elementos que siempre han atraído a Plossu, un maestro a la hora de retratarlos en cualquier lugar, y las calles avenidas parisinas son un escenario perfecto. Así lo demuestra el Citroën 2 CV, el viejo coche de dos plazas fotografiado en 1967 ante una pared de carteles desgarrados, o el autobús torciendo en la rue Liard, también de ese mismo año.

Dentro de las fotografías del París de Plossu se puede encontrar sin mucho esfuerzo una poética de la naturaleza, sin duda una de las constantes en su obra. Una realidad que está presente gracias antes que a los dos bois, a las imágenes de los parques más parisinos como el Luxemburgo y Montsouris, que son una referencia habitual, o el Parc des Buttes-Chaumont, pero también a jardines como el de la Place des Vosgos, que paseaba Victor Hugo, o el del Palais Royal por el que se cruzaban algunos de sus vecinos como Jean Cocteau y Colette. Todo sin olvidar el Sena, a veces oscuro y plomizo y otras tintado de añil, los numerosos árboles de jardines privados o de alguna calle, que protagonizan muchas fotografías, y los pájaros posados en aceras y alféizares, bebiendo en un charco o picoteando junto a los citados bouquinistes.

Hay también muchos rótulos y letreros, unos elementos que adelantan la ciudad moderna y que ya interesaron entre otros a Apollinaire o a Ramón Gómez de la Serna, y hay neones, como los del club Eve, en Pigalle, o el del hotel Terminus Nord, una imagen que es como una síntesis del ideario fotográfico de Plossu y que tan esencial me resulta. Hay teatros y salas de fiestas como la fachada del mítico Folies Bergère, con su enorme relieve de bailarinas y apoteosis art-déco, y hay cine, mucho cine, pues aparecen pantallas, fotogramas y edificios como el del céntrico Rex, de enorme fachada blanca, que fue uno de los principales soldatenkino para los alemanes durante los años negros de la Ocupación y que ha pintado Damián Flores. Junto a él esta también el antiguo y popular cine de la rue Menilmontant, una fotografía de ensueño azul, o la maravillosa fachada con neón del cine Le Delta, un nocturno de 1971 con suelo húmedo y un personaje dirigiéndose a la entrada, que es de las obras imprescindibles del fotolibro.

Hay tejados y edificios, haussmanianos y racionalistas, de esos que con las mansardas y tejados de estaño dan carácter a las calles parisinas, pero también hay arquitecturas irreconocibles de belleza geométrica inesperada. Los hay anónimos, la mayoría, y algunos más conocidos como la espectacular fachada de ventanas en arcada del edificio de la rue Campagne-Première en el que vivió Man Ray con Lee Miller. Un edificio vecino del hotel Istria que acogió a Tristan Tzara, Maiakovsky, Paul Eluard, Louis Aragon y Elsa Triolet, y el pasaje D’Enfer donde tuvo su estudio Atget y vivieron Rimbaud, y Hernando Viñes, con César González Ruano de vecino, pues su apartamento de Campagne-Première luego lo convirtió Óscar Domínguez en su estudio. Todo, a la vista de la cercana galería Camera Obscura, en el boulevard Raspail, en la que expone Bernard Plossu. Un pequeño mundo el del entorno de los bulevares Raspail-Montparnasse que tan cercano me resulta.

Hay puentes sobre el Sena acompañados de péniches y chalanas que navegan por aguas unas veces grises y otras azuladas, imitando a L’Atalante, la gabarra de la película de Jean Vigo en la que aparece Dita Parlo, una actriz vinculada con el Bureau Otto y el Abwehr en los días del París oku, a quien luego Patrick Modiano citaría en Fleurs de ruine, o como aquella en la que vivía la indefinible y siniestra collabo y también modianesca Viollet MorrisHay también periferia, sea la de esos bulevares de circunvalación siempre desbordados de automóviles, alguna vía de ferrocarril o avenidas de aire de suburbio industrial.

Pero sobre todo lo que hay son personajes, parisinos y turistas, novios y niños, ancianos y jóvenes, que son quienes dan el aire a la ciudad y humanizan la monumentalidad más conocida, como sucede con esa fotografía del Palais Royal en la que una pareja altera la imagen pétrea de la plaza. Los hay en bicicleta y en el metro, en coches y autobús y sobre todo los hay paseando, cruzando las calles o sentados en cafés, ociosos o trabajando, apresurados y tranquilos. Hay personajes anónimos –la mayoría– y conocidos, como ese magnífico retrato de Isabelle Huppert en un invernal boulevard Raspail de lluvia inclemente; hay, y muchas, chicas parisinas chic como esa apenas esbozada de La Coupole, o la que toma el sol en la playa del Sena como si fuera una tropéziene o la joven morena de Le Select…, pero siempre sin posar. Los hay encerrados como los dos personajes que aparecen en esas dos taquillas de la Foire du Trône, la verbena del bois de Vincennes, una pareja de fotografías en color, intensas y extraordinarias de 1967. Incluso, hay personajes que ya no están, trazos que nos hablan de quien ha pasado, como esa sombra que se dibuja en la pared del Parc Montsouris que recuerda a otra maravillosa foto de Coimbra que está en Nord-Sud.

Es este fotolibro de Bernard Plossu un libro esencial para todos aquellos que sufren de esa enfermedad que desde finales del siglo XVIII afecta a tantos y tantos, y que recientemente el escritor chileno Jorge Edwards, residente durante años en París, ha descrito sus síntomas y sobre todo la ha definido con término acertado. Se trata de la parisitis, una afección que ataca a quienes se encuentran lejos de la ciudad, de la que no se libran ni siquiera quienes han nacido en ella, y que solo se cura regresando periódicamente. Ahora, todos los que se acerquen a este fotolibro Plossu-Paris verán cómo se agravan sus síntomas.

Plossu-Paris. Textes d’Isabelle Huppert et Brigitte Ollier. Paris Marval-Rue Visconti 2018.

Más del autor

-publicidad-spot_img