La noche de San Juan es una frontera. Frontera de verano e invierno, frontera de realidad y deseo, frontera de viejo y de nuevo, frontera de razón y sentidos, frontera de vida y de muerte… ¡Cuántas fronteras! Las fronteras son lo contrario de los puentes: separan en vez de unir. Ustedes leen en una frontera digital para la que yo escribo. ¿Son estas palabras la línea divisoria entre Faba y sus lectores, o el lugar donde se encuentran? Qué raras y resbaladizas resultan las fronteras para los que las transitan. En ellas se vive en peligro, pues nos vigilan con metralletas desde ambos lados de la alambrada. En las fronteras se instalan los románticos o los desesperados, (lo cual viene a ser lo mismo), dispuestos a vivir su aventura radical, invocando el peligro de la muerte, o el poder de superarla.
En realidad, cada noche de San Juan es otra Nochevieja. Quemamos cosas, por no quemar nuestras propias vidas. Combatimos las preguntas con el fuego, y nos echamos a la calle en busca de hogueras, para seguir demostrándonos que no estamos muertos, que no estamos solos en la vida. Cuando nos acercamos al mágico emplazamiento, la multitud va tomando forma. La juventud fluye por las calles, dispuesta a consumar -honrando al solsticio- el primer exceso del verano, como antídoto de un viciado y larguísimo invierno.
Además del fuego, la música en directo es otro elemento imprescindible en toda reunión verbenera. Alcohol, aromas de flor y marihuana, drogas, saltos, vasos de a litro y muchas risas. Todos buscan en la noche de San Juan algo más allá del fuego. De eso se trata, de colgar el abrigo en el armario y salir desnudo a la calle; al menos, de intenciones. La marabunta que se forma en todas las fiestas, permite circular codo con codo con los participantes: roces, cercanías, sensaciones y contacto. El poder del fuego hipnotiza como una cobra, no puedes dejar de mirar a las llamas, cuando crecen y se excitan por el aire. Según avanza la alucinación colectiva, -y se vislumbra la catarsis- comienza a imponerse el poder de la carne.
En algunas noches de Semana Santa andaluza -cuando existía primavera- viendo procesiones, uno empezaba a quedarse clavado a la cruz de una nuca juvenil, que distaba pocos centímetros de tu cara, y que podrías haber mordido suavemente, si hubieras querido, arrullado por un aroma de incienso y azahar en plena calle y ceremonia. Todo dulzura y carne comestible, como cabello de ángel, masticable. Aunque lo de Abril resultaba tan sólo un aperitivo carnívoro, comparado con el banquete de la canícula.
Por San Juan los cuerpos suelen haberse librado de la mayoría de sus ropas, y comienzan a aflorar pantorrillas, muslos, sobacos, hombros, pezcuezísimos, y cogotes recién rapados, que exhiben el periodo de floración total de sus dueños: jóvenes víctimas de su reloj biológico, en ebullición sexual permanente; de ahí su atractivo tan chispeante. El morbo se respira como un componente más de la atmósfera. La contemplación del fuego y sus circunstantes nos pone del revés, como si fuéramos un guante.
Saltan hogueras los verbeneros y verbeneras cogidos de la mano y también a solas. He visto saltar a un padre grueso con su hijito en brazos; y a tres muchachas trenzadas por los codos, tentando a las llamas con sus maxifaldas. Y también he visto el primer torso desnudo nocturno del verano. Fibroso y viril, con una muchacha de larga melena acurrucada en el regazo de su pecho, como si fueran una pareja de lobos reposando. El Majo lucía un tatuaje de mano santa islámica, cerca de la cadera izquierda, en los bajos de su espalda. El fuego cercano hacía relucir una medallita de oro con forma de hoja, que colgaba de su cuello en sombras.
Los magnolios lucían cuajados de flores grandes, blancas y misteriosas, como palomas dormidas en sus ramas, como dos manos limpias unidas para el rezo. Las magnolias exhalan un delicadísimo aroma a limón y canela, lejano como un recuerdo. Las copas de los árboles restantes babeaban tallos frescos color verde inocente y amarillo recién nacido.
En medio de la barahunda he buscado a los músicos ocultos por la bulla. Congas, saxo, trompeta y guitarras, traían hasta las espaldas de San Francisco el Grande, aromas calientes de Nueva Orleans o Harlem. La música provoca al cuerpo, que resuelve por sí solo, y se lanza a bailar sin pedir permiso a nadie. Danzar es dar las gracias a Dios en muchas religiones. Las vibraciones que generan los instrumentos musicales resultan tonificantes para el cuerpo, como un masaje aplicado con las manos llenas de sangre.
¡Y esos ojos de leopardo con cresta de gallo, que se te siguen clavando en la carne!
Muchos miran el fuego a través de las pantallitas azul noche de sus teléfonos móviles. Escriben y seleccionan no sé cuántas operaciones -buscando el modo fotografía- para inmortalizar la noche anual de las hogueras. A las llamas les han salido seria competencia con los flashes de las cámaras digitales. Se disparan tantas fotografías, como saltos da la gente ebria y desenfrenada. Siempre hay dos bandos, los que miran y los que actúan.
¡Bendito teatro sanjuanino, que nos redime por la felicidad de los sentidos!
Lástima que Madrid no disponga de playa, sobre todo en estos trances. Mientras la ribera mediterránea española se transforma en una lengua de fuego a las doce de la noche, (como certifican las fotos de los satélites); en el centro de la meseta, a 655 metros sobre el nivel del mar en Alicante, falta playa esta noche, para que el rito de San Juan se consume, y afloren del todo los cuerpos desnudos y los gozosos demonios de la carne, liberándonos por fin de las tensiones acumuladas. Qué pena no poder dar los siete saltos sobre las olas; qué pena no poder descorchar con la vista los cuerpos bañándose, bautizándose en el año nuevo del verano, purificándose para entrar de pleno derecho en el amor y en el deseo consumado.
Las orillas de Madrid sólo se vislumbran en sus calles, casi vacías en la madrugada. Náufragos de hogueras las transitan. Resultan hermosas las calles y las casas, así, sin coches ni autobuses en las calzadas, ni riadas de madrileños y turistas invadiéndolas. Rara armonía capitalina para el paseante. Nocturno presagio del Madrid agosteño, sonámbulo como un soldado dormitando en su garita de guardia.
Noche de San Juan de 2010, una más que vemos sin que nos hayan quemado e incinerado.
¿Cuántas más nos quedarán por ver? Cambiando la palabra Nochebuena, podría cantarse este villancico de verano:
“La noche de San Juan se viene
La noche de San Juan se va,
Y nosotros nos iremos,
Y no volveremos más.”
Al entrar -de regreso- a casa, cuando estaba dejando las llaves sobre un mueble, he escuchado una radio dando las noticias puntualmente:
«Doce muertos y trece heridos en Casteldefells, (balance de las 5:00 a.m.) al ser arrollados por un tren Alaris que cruzaba el Apeadero a 150 km/h. hacia Barcelona. Los imprudentes peatones (que en lugar de cruzar por el paso subterráneo, lo hacían por las vías,) – en su mayoría jóvenes- se dirigían a las cercanas hogueras de la noche de San Juan en la playa.»
Tras tan impactante y trágica noticia, presentí que en alguna parte, el dios del Solsticio (¿tal vez Dionissio?) se sentía satisfecho por tan valioso sacrificio. Por muy inmoral y abyecto que nos parezca, la muerte agranda la ofrenda a los dioses, que entrañan todos los ritos.
Antes de ponerme a escribir, me he asomado a la terraza (donde dentro de poco tendré que disponer mi recipiente de agua para capturar el rocío de la mañana,) a comprobar cuánta luna casi llena quedaba por los cielos de la madrugada. Bajo su luz azulínea, (como la de un teléfono móvil), he descubierto que mi gran cactus madre había parido siete trompetas blancas, siete flores hermanas que pugnaban entre sí en tersura y belleza. La sangre y la luna se habían apareado en cama de pinchos, y en noche de fuego, para dar a luz en mi casa tan florida descendencia. Como un regalo de vida y verano las he recibido.