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El fuego inolvidable

 

De aquella selección alemana de los ochenta, y casi hasta por encima del italiano Paolo Rossi (de quien uno se disfrazó allá por el ochenta y dos creando una gran confusión en la gran fiesta veraniega del antiguo bar España), uno siempre prefirió a Littbarski antes que a Rummenigge.

 

A Pierre, que es nombre francés y siempre le ha traído connotaciones de pequeño, de chiquito, como el hermano de la bellísima Carlota Casiraghi, se le recuerda driblando por el campo, pequeñas carreras, grandes carreras, siempre driblando con su peinado del Bono del Unforgettable Fire, donde el gol a veces era una guinda demasiado perfecta. Littbarski siempre quiso jugar en el Colonia y eso hizo, un equipo humilde pero puntero en la Alemania de aquella época.

 

A Rumenigge uno también le idolatraba, pero, a pesar de su finura, en aquel Bayern poderoso de las dos copas de Europa seguidas de los setenta, era más el bávaro potente y goleador, el panzer del que tanto se sigue hablando hoy, casi un aristócrata hasta en el nombre, Karl Heinz, frente a Pierre, la pinta y el patronímico de un poeta maldito francés que se ganaba la vida inventando versos a vuelapluma con un balón en los pies.

 

Uno ha visto fotografías actuales de ambos que confirman sus recuerdos. Rumennigge parece un Rothschild en la plenitud de su éxito, un Göethe enorme y saludable; mientras a Littbarski se le sigue reconociendo por las ojeras de joven Rimbaud. Pero es precisamente a aquel, con todo su poder, al “más grande hombre de fútbol alemán” (que hubiera dicho George Eliot), con permiso del abuelo Beckenbauer, quien anda por ahí refunfuñando por el tiquitaquen como Livia Soprano ante su hijoTony, a quien se enfrenta mañana el Madrid.

 

A uno le gustaría más enfrentarse a la poesía, pero ha de tragar con el ensayo de Guardiola (o con esa poesía aritmética del doctor J. Evans Pritchard), que tanto parece gustarle a Karl Heinz. Un diseño que sin embargo no casa con el desorden de las vísceras y la piromanía a la que también se apunta Rummenigge, quizá como una sorprendente señal de debilidad.

 

El director general del Bayern va a añadir a su currículum, se imagina que a su pesar, la fama del Flem de Faulkner o del Ben Quick que interpretaba Paul Newman en ‘El largo y cálido verano’: el fuego persiguiéndole el resto de la vida por haber sugerido que ardieran los árboles. Quizá Littbarski, en su lugar, hubiera citado aquel verso de Joyce Kilmer: “Nunca veré un poema tan bello como un árbol…”, pero eso nunca se sabrá.

 

Rummenigge apuesta por la hecatombe de ‘La carretera’, donde los árboles abrasados se derrumban sobre la hierba que ya es sólo ceniza. El Madrid no tiene el objetivo de ganar sino la misión heroica de impedir el desastre, como soldados de la lírica que cantan (y no prenden) aquel fuego inolvidable para salvar los árboles. Ir a Munich para conservar los bosques; los hijos de los dioses que marchan para preservar la primavera (su primavera) del mundo, o si se prefiere para arrancar como poetas muertos esas páginas del doctor J. Evans Pritchard, que pretendían medir la poesía en lugar de sentir la belleza, el romanticismo o el amor.

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