Cuando se escuchaba cantar el gallo en Don Pedro, era buena hora para acostarse. La alborada cerraba el telón del viaje nocturno diario; bien a través de las teclas ruidosas de la máquina de escribir, o bien desde el cuerpo tibio de cualquier amante de carne y hueso. Escritor, amante y teatrero. Ninguno de los tres era un oficio, pero los tres eran buenos.
Si en un comienzo la buhardilla significaba independencia con buenas vistas a precio asequible, la primera mañana que se despertó oyendo cantar al gallo, se sintió dueño de un Cortijo en pleno Madrid de los Austrias. Si ya se sentía realizado durmiendo con San Francisco el Grande, y teniendo como despertador a los pajarillos del Viaducto, el canto de aquel gallo lo transportaba hasta el ombligo del campo. Aunque no dejaba de preguntarse ¿de dónde vendría ese canto tan impropio en el centro urbano de la capital de España?
Vivir en la buhardilla de Don Pedro, 7 le hacía sentirse el Señor de las terrazas. Dominaba a golpe de vista la vida de sus vecinos cuando salían a tomar el aire. La altura privilegiada de su pequeña casa la convertía en una atalaya.
Una tarde tranquila de primeros de mayo, la vi asomada a la barandilla de la torre de su terraza. Era casi una silueta, y tenía algo muy vivo en su regazo. Busqué unos prismáticos porque algo me atraía de aquella presencia. La mujer de media melena y gesto sonriente, llevaba un gallo acunado en su regazo. El plumaje del ave rezumaba los colores del fuego en la selva. Pasaron allí arriba más de una hora, felices como Abelardo y Eloísa, admirando un crepúsculo perfecto.
Ella descendió la escalera verde de la torre hasta su terraza alicatada de rojo lacre. Avanzó como una virgen con niño, rodeada de azulejos de Triana. Abrió la puerta del gallinero bajo toldo, que había construido entre los dos balcones frontales, dejando sobre el suelo a su gallito adorado.
Desde ese día que descubrió donde vivía y cantaba el gallo invisible de Bailén esquina a Don Pedro, no sólo siguió deleitándose con su canto; sino que además, cada vez que se asomaba a su ventana, no dejaba de espiarlo.