Hoy especialmente, me reafirmo en una resistencia férrea a toda ligereza, a toda levedad del ser. Sigo apegado —gajes de un agnóstico, de familia católica— a la manera tradicional de celebrar, de manera íntima, con recogimiento interior, el día de Todos los Santos. Pienso en todos los seres queridos que han desaparecido y mi cuerpo se hunde en el recuerdo y la melancolía. Pronto pondré, a la manera mexicana, un altarcito de muertos en casa. Uno toma solo prestado lo que ve provisto de sentido. Logro dejarme llevar por el peso de mi vida, pese a que han llamado más de cinco veces a la puerta unos niños pintarrajeados, a los que, evidentemente, no les he hecho ni caso. He de recobrar el hilo perdido por esos timbrazos insistentes.
Mi familiaridad con las obras de Kiefer ha sido más episódica que con el cine de Wenders. De hecho, creo que he visto solo una exposición monográfica. Sin embargo, en muchas exposiciones colectivas, en muchos museos de arte contemporáneo que he visitado, me he topado siempre, de vez en cuando, con obras de Kiefer. He de reconocer que nunca me han dejado indiferentes. Siempre me han impresionado sobremanera. Cuando estudié Estética en Madrid, lo que empezaba a primar era el postmodernismo, tanto en la crítica de arte, como en la misma pintura. Profesores y artistas muy respetables, pero que no me enganchaban apenas. Almodovar tampoco me llegaba a impactar. En contraste, dos cineastas, mucho menos hegemónicos, me empezaron ya a interesar considerablemente: Erice y Martín Patino. El pasado incómodo de España estaba ahí, por entre los fotogramas, precisamente el que se quería borrar, pensando que todos éramos neoyorquinos como Warhol y, como dijo Cueto, que Madrid hacía pop.
Los materiales que Kiefer utilizaba y que sigue utilizando, aunque hayan variado bastante con el paso del tiempo, pueden recordar lejanamente al arte povera o al informalismo, pero están nimbados de historia. Libros de plomo apilados; anaqueles de libros polvorientos que él mismo confecciona, página tras página, y que recuerdan a grandes códices medievales, abandonados; espacios tenebrosos, graneros, templos en ruinas, borrosos, talleres vacíos que más parecen cuevas del horror que lugares de creación, algunas veces con llamas fantasmáticas; paisajes agrarios por donde discurren traveseras de tren sin vías… Frecuentemente Kiefer ha trabajado con fotografías en blanco y negro, suyas o ajenas, del pasado, que él transforma por medio de la paja, del acrílico, de óleo, del plomo fundido…Por entre sus inmensos e imponentes lienzos o paneles se entreveen, desdibujados, rostros de artistas y filósofos, alemanes, pero también de otros países, versos sueltos, máximas. Los títulos remiten a menudo a referentes culturales, literarios, mitológicos, alemanes que hay que escarbar si se quiere tener una idea cabal de sus connotaciones. El bosque, los acantilados, Atenas y Grecia, lugares geo-poéticos del imaginario alemán, aparecen aquí o allá, desconectados, desbastados, rotos, pero con inusitada y renovada fuerza. Como ha señalado el crítico de arte Daniel Arasse, Kiefer ha ido construyendo un “teatro de la memoria” en el que ideas, conceptos, lugares literarios, mitológicos, filosóficos, de Alemania quedan, triturados y reconstruidos, en forma de alegorías de difícil interpretación, que buscan ser descifradas por el espectador.
En Kiefer se palpa desde el principio el peso del pasado, de un pasado muy difícil de digerir, el alemán. Este es su anacronismo imperecedero. Cuando bastantes artistas alemanes se quedaron fascinados por el arte norteamericano, en los años cincuenta y sesenta, Kiefer iba por el camino opuesto. Había que dejarse de martingalas y cantos de sirena postmodernos. Había que afrontar el pasado nazi, un pasado que él mismo no había vivido, aunque su padre hubiese sido oficial de la Wehrmacht. ¿Cómo recordar aquello que uno no ha vivido? ¿Cómo afrontar ese pasado? ¿Cómo encararlo? ¿Cómo pintar después de Auschwitz? ¿Cómo extraer el mineral de la cultura alemana, desechando su ganga nacionalsocialista? Ímproba tarea porque la ganga había contaminado, alterado, desvirtuado, componentes fundamentales del zócalo cultural germánico, desde Arminio y, siglos más tarde, los primeros reyes visigodos, hasta Nietzsche, pasando por el Cantar de los Nibelungos, y Hölderlin.
Por cierto, no hemos tenido un artista plástico en el País Vasco, en general en España, que encare con tanta valentía y ambición, con tanto afán destructivo y reconstructivo los paisajes, las figuras, los lugares y efemérides manchados, adulterados por los nacionalismos: meseta castellana, Numancia, Covagonda, Guernica, Canigú, Monserrat, Sabin Etxea, el Cid, Unamuno, Verdaguer, Roncesvalles, los Reyes Católicos, Wilfredo el Velloso, Casanova, el 12-O, el 11-S, el 31-J y un largo etcétera. Nadie hay en nuestro país, o en nuestros diecisiete “países” bien-mal avenidos, que, como Kiefer, haya ido hasta el fondo del infierno de nuestra castiza intolerancia política, nadie que haya dinamitado la roca de nuestros indómitos historicismos políticos, nadie que la haya cuestionado con tanto ardor como el artista alemán.
En 1980, Kiefer expuso unas cuantas fotografías en las que se representaba haciendo el saludo nazi y teniendo como telón de fondo diferentes escenarios de países europeos. En algunas fotos se le ve en unas arcadas neoclásicas, que luego retomará en su recreación destructora del Eherentempel, el llamado por los nazis “Templo del honor”, que Hitler hizo construir en homenaje a las dieciséis víctimas de la tentativa de golpe de Estado de 1923 en Múnich. El templo, al estilo supuestamente griego, aunque con columnas no cilíndricas, sino rectangulares, y desprovisto de techo, albergaba en su interior los dieciséis sarcófagos en metal, que, como se puede apreciar en fotos antiguas, estaban al aire libre. Es difícil concebir una obra arquitectónica tan sombría y tanática, tan infame. Afortunadamente, fue destruida en 1945 por el ejército aliado. Kiefer recrea la fila de columnas, de un negro azabache, pero en vez de verse los siniestros túmulos, se ve lo que parecería ser un girasol chamuscado. Otras veces se le ve en el Coliseo romano, lo que le da una pretenciosa solemnidad fascista. Pero frecuentemente, se le ve más veces en sitios incongruentes que despiertan más el sarcasmo y el ridículo, como cuando se le ve de espaldas, enfrente del mar (recuerda a un cuadro de Caspar David Fiedrich), en la cubierta de un edificio, que podría ser un viejo museo, enmarcado por unas ramas nudosas o de pie, encima de una mesa de una oficina. Besitzung se llamaba la serie que tanto escandalizó en Alemania: “Ocupación”, pero también reparto de roles y carga libidinal, en el sentido freudiano. Kiefer reocupaba sitios, más o menos incongruentes, con su gesto, prohibido desde 1945, con lo que recordaba la extrema violencia de las ocupaciones nazis. Pero, al mismo tiempo, interpretaba una serie de roles que, como en un espejo, obligaban al espectador a ponerse frente a sí mismo, frente a su pasado. Por último, la carga pulsional focalizada en el objeto ausente, ponía de relieve una perturbadora doble melancolía, la de los exnazis, nostálgicos silenciosos de aquellos tiempos de dominio y terror, y la del propio artista, que apuntaba a los millones de compatriotas judíos exterminados. Heidegger y Celan, el filósofo filo-nazi y el poeta cuyos padres fueron asesinados en el campo de concentración de Mijailovka, formarán desde finales de los 80, para Kiefer, dos dualidades fundamentales. A Heidegger le dedicará un libro enteramente ilustrado en el que se ve un cerebro impresionante que, poco a poco, se ennegrece y termina, al parecer, chamuscándose…En cuanto a Celan, la dualidad Sulamita-Margarita, judaísmo/cristianismo germánico, será una bipolaridad estructurante para el pintor, convencido de la amputación trágica que supuso para Alemania la aniquilación de la riquísima civilización judía. “Un hombre habita la casa y juega con las serpientes él escribe/él escribe mientras oscurece a Alemania/tu pelo dorado Margarita/tu pelo ceniciento Sulamita abrimos una tumba en el aire”, reza el estremecedor poema de Paul Celan, “Muerte en fuga”.
De todo ello se habla de alguna manera en el film Anselm de Wim Wenders. Siendo jóvenes, tanto el cineasta, que estudió durante un tiempo filosofía, como Kiefer, visitaron a Heidegger, cuando vivían en Baden-Wurtemberg. Más tarde, a principios de los 90, el pintor y el cineasta se hicieron amigos. Celan, mientras tanto, y Bachmann, se iba imponiendo como referente poético. El duelo por la cultura alemana, tan presente en él, se redobla en el duelo por la lengua alemana, en el poeta. “¿Cómo inscribirse en la cultura alemana después de los horrores de la guerra, en los que, de un modo u otro, participó mi padre?”, se pregunta Kiefer. “¿Cómo seguir escribiendo en la lengua de los que asesinaron a mis padres?”, se pregunta Celan.
La cámara de Wenders opta por recorrer de forma pausada y enigmática, inundado todo por una música callada y envolvente, los inmensos hangares en los que trabaja Kiefer. Son tan grandes que tiene que desplazarse por entre las enormes estanterías en bici. Curioso que luego el artista haya representado bicicletas en esculturas, de los pocos elementos móviles en su obra, si exceptuamos las maquetas de destructores, de bombardeos, de misiles, casi todos de plomo. Si en Wenders veíamos una movilidad por toda la superficie del planeta, en Anselm vemos una movilidad por entre las obras del pintor, una movilidad subterránea, por entre las diferentes capas de la historia de la humanidad. De plomo son también las bañeras. Una de las cuales, la de su abuela, fue recuperada por el pintor. Eran las bañeras que ofrecía el régimen nazi a los alemanes para que estuviesen sanos, limpios y fuertes…En otras obras, se ven en una bañera de color grisaceo una suerte de batalla naval en miniatura, donde los barcos están en llamas. Era la operación “Lobo de mar”, con la que Hitler pretendía invadir Inglaterra. En otra, se ve una bañera repleta de sangre. El título alude al Mar Rojo bíblico.
La cámara de Wenders se detiene también en otros talleres, en los que ya no trabaja Kiefer, el de Barjac, en el sur de Francia. Se trata, hoy en día, de un museo al aire libre en el que llaman mucho la atención sus “mujeres mártires”, especie de maniquíes de mujeres, descabezados, estatuas blancas, que parecen de estuco, y que, al contrario del Landart, no se inscriben en forma de pre-historia imaginada del paisaje, sino que alteran el lugar, confiriéndole un carácter mágico, perturbador. Tienen algo que ver con las “mujeres de la Antigüedad”, también descabezadas. Igualmente, destaca el anfiteatro de cemento, lugar imponente donde algunas de estas estatuas se erigen de manera inquietante, y esa suerte de torres inclinadas llamadas los “Palacios celestes”, bloques de cemento, desequilibrados, uno sobre otro, algunos con una puerta, otros sin las cuatro paredes, que hacen referencia a una serie de motivos cabalísticos, místicos, muy entrañados en Kiefer. En la iglesia de Ronchamp, construida por Le Corbusier, el artista alemán instaló unas ‘torres” parecidas, en tamaño maqueta, con el título de “Jerusalén celeste”. Estas torres que, a mi modo de entender, deben ser comprendidas en su relación con la gruta de David y otras cavernas de resonancias místicas que ha ido horadando, nos interpelan sobre el fracaso de toda tentativa por elevarse hacia la divinidad, pero también sobre el deseo humano de desprenderse de todo aquello que pese en la vida, empezando por el cuerpo. Anábasis y catábasis.
Por lo demás, Kiefer instaló en la magnífica iglesia de La Tourette una especie de girasol metálico, en forma de gran flexo de salón, plantado en un amasijo de libros de plomo, titulado “Danae”. Detrás del altar, unos “girasoles” aún más altos, titulados “Resurrección” parecen contemplar a los fieles. En lo que parecen ser los sótanos de la iglesia, una nueva instalación con “girasoles”, siempre sin pétalos y sin hojas, parece surgir de un amasijo de escombros. Los girasoles parecen surgir siempre de la destrucción, de lo infértil, de las guerras. Kiefer compró en Japón unas semillas de girasol que plantó más tarde en Europa. ¿La necesidad de nutrirnos de la sabiduría oriental? En otra obra, los girasoles remiten al interés que tuvo de joven por Van Gogh. Otras dimensiones asociadas a estas plantas son más místicas e incluso esotéricas (vínculo cuerpo, como microcosmo, con el macrocosmos, en Robert Fludd). El girasol, en contacto estrecho con el Sol, se seca, se vuelve negro, cielo estrellado, “sol negro de la melancolía en Nerval” o astro sombrío de la Melancolia de Durero. En unas acuarelas, un girasol, esta vez con algunos pétalos y hojas, más bien secas, surge del sexo de un hombre, dormido o muerto, tumbado en el suelo. En otra, surge de cerca de su cabeza. El primero se titula “flor de ceniza” y fue pintado con cenizas; el segundo “Sol invictus” tiene pepitas de girasol. Lo funerario y lo fértil se unen inextricablemente.
Wenders, que se permite rodar unas pocas escenas de ficción en las que Kiefer aparece de niño (probablemente su nieto) y de joven, parece encontrar la clave de estos girasoles en la infancia del pintor, en su gusto por tumbarse en el suelo y contemplar desde abajo el esplendor de la cobertura floral, del cimbreo de un girasol, tan hermoso. El dolor yace; la vida se mece. Cuando vemos la dureza con la que trata Kiefer sus cuadros, a veces abrasados por un lanzallamas, a veces lacerados por un baño de plomo fundido, intuimos su voluntad de exorcizar la violencia del ser humano, su sed de mal y de destrucción, la impenitente retahíla de guerras y exterminios a lo largo de una Historia, la del ser humano, que considera “absurda”. El Antiguo Testamento es, en este sentido, una fuente permanente de inspiración para Kiefer, en especial Isaías y Jeremías. Las civilizaciones se autodestruyen. Dios los iguala o las supera incluso en su espíritu vengador. “Queda siempre un resto que Él preserva”, dice él.
En la Ópera de París, Kiefer dio especial relevancia simbólica a las Trümmerfrau, las miles y miles de mujeres que extrajeron, transportaron y limpiaron las piedras de los escombros de las ciudades destruidas, al final de la Segunda Guerra Mundial. La mujer reconstruía lo que el hombre destruía. Tal vez, desafortunadamente, haya que revisar algún día esta milenaria dualidad cuando los ejércitos se feminicen casi equitativamente, y las mujeres participen al alimón en la destrucción generalizada del mundo…
Kiefer, de niño, contemplaba los girasoles desde abajo, volaba con su imaginación, se elevaba hacia las nubes, desprendiéndose de su cuerpo, tal vez después de una jornada agotadora. Su vida estaba plenamente abierta al tiempo ilimitado, cobijada por él. Su pequeño cuerpo, echado en la tierra, le transmitía tal vez, de forma epidérmica, no verbal, la ternura vivificante y la parálisis de lo vivo, que de ella emana.
“Als das Kind Kind war…”. Así empezaba el célebre film de Wenders Cielo sobre Berlín: “Cuando el niño era niño”. Y continúa: “Cuando el niño era niño/ no sabía que era niño,/para él todo estaba animado,/y todas las almas eran una”. El mundo de los adultos nos desperdiga, nos desgarra, nos separa del todo cósmico. Uno de los ángeles, interpretado por el sublime Bruno Ganz, termina cansándose de ser ángel y se enamora de una mujer equilibrista. Marion, que así se llama ella, tiene un sueño. Dos manos se palpan amorosamente. “Cuando el niño era niño/ era el tiempo la pregunta siguiente/¿Por qué yo soy yo?/¿y por qué no tú?/¿por qué estoy aquí?”.
Le Mans, a 1 de noviembre de 2023.