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El girasol y el plomo: en torno a Wim Wenders y Anselm Kiefer (I)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

No sabría decir cuándo vi por primera vez una película de Wenders. Seguramente en los años 80. La dificultad de saberlo estriba en que algunas las he visto dos o tres veces, en diferentes países además, y otras las he comprado ulteriormente en VHS o, más tarde, en DVD. Me faltan por ver algunas del siglo XXI, como el documental que hizo sobre la coreógrafa y bailarina, Pina Bausch, pero creo que he visto casi todas las que rodó en el siglo XX. Seguramente, la que me produce mayor emoción recordarla es Cielo sobre Berlín, por razones intrínsecas al film —es un bellísimo poema filmado en el quicio de un cambio epocal— y por razones personales. Desde luego, la que me parece más redonda, más magistralmente narrada, montada y rodada, en todos los sentidos, es El amigo americano. Tengo también un especial cariño por Alicia en las ciudades por ser un road movie especialmente contemplativo. El protagonista conoce a una mujer y a su hija en un aeropuerto. Días después la primera desaparece. Se ve entonces en el deber de acompañar a la niña a donde sus familiares. Van de un sitio a otro, de los Estados Unidos a Alemania, pasando por los Países Bajos.

Revisando cosas sobre Wenders, me doy cuenta de que su primer largometraje, Verano en la ciudad, no lo he visto. Narra la salida de un prisionero de la cárcel. En vez de volver a su casa, o a la casa de sus familiares, emprende un largo viaje no sé sabe muy bien a dónde. Muchas de las películas de Wenders tratan de errancias por diferentes países. Y no es casualidad que Peter Handke haya escrito o co-escrito con él varios guiones. Incluso Alicia en las ciudades, sin ser suyo el guion, tuvo como inspiración fundamental Carta breve para un largo adiós. En ambos hay un vagabundeo incesante por el mundo, un hálito contemplativo, buscando sus claves indescifrables. Otras novelas magistrales de Handke están pidiendo ser adaptadas por Wenders, como Lento regreso o La doctrina del Sainte-Victoire, tan delicadamente traducidas por Eustaquio Barjau.

Tokyo-Ga es un peculiar documental en el que el director viaja a Japón tras las huellas del maestro del cine nipón, Yasujirō Ozu. Lo que va encontrando (hombres absortos con el pachinko, el tragaperras japonés, estadios de beisbol, trenes de alta velocidad, circulación trepidante en las calles) contrasta poderosamente con la serenidad, la sutileza y el silencio de las películas de Ozu. No obstante, poco a poco, va despejando las capas que envuelven el corazón del misterio de su obra. Como en los escritores románticos alemanes, el velo de Maya no se descorre completamente. Se entreabre apenas, pero después de un largo esfuerzo, solo que, como en las novelas de Peter Handke, no estamos realmente ante un Bildungsroman o novela de aprendizaje, sino que las perplejidades, las dudas, los fracasos, los zig-zags de la vida, están a la orden del día. Precisamente, Falso movimiento, surgió de la voluntad inicial de Peter Handke y de Wim Wenders de adaptar al cine la célebre novela de Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister. Al final, se dieron cuenta de que la idea de que un viaje podía contribuir a conocer realmente el mundo o formarse a sí mismo era absurda. Prefirieron, en consecuencia, mostrar un viaje que no conducía a nada, en el que el personaje no se había movido un solo centímetro de su posición vital inicial. En el curso del tiempo, otro road movie, que cierra la trilogía iniciada con Alicia en las ciudades y Falso movimiento, muestra a un reparador de proyectores de cine, que recorre diferentes pueblos a lo largo de la frontera entre la RFA y la antigua RDA. En Paris Texas, una de sus películas más conocidas, un accidente de tráfico provoca que una pareja mate a un señor en cuyo vehículo se encuentra un manuscrito. La pareja se larga, sin decirlo a la policía, y comienza una huida que, originalmente, iba a desarrollarse por toda Norteamérica, pero que al final se focalizó, por deseo de Sham Shepard en Texas, una América en miniatura, según él. En Hasta el fin del mundo, un hombre persigue a una mujer a través de la geografía australiana.

Alemania, Holanda, Estados Unidos, Portugal, Japón, Australia…Muchos son los países recorridos por los protagonistas de los films wendersianos. Pocos son los hilos tenues que sustentan las narraciones. Percances, encuentros casuales, accidentes, desamores…Este es el matraz en el que el protagonista se pierde en el dédalo del mundo contemporáneo, del planeta Tierra.

¿Por qué en Wenders hubo este impulso viajero, este afán de huida? Cuando empezó a meterse en el mundo del cine, sentía un gran rechazo por el cine alemán de la posguerra. Se producían, como dijo él en una ocasión, películas de vaqueros infumables o pornos “soft” insufribles. En las pantallas se contaban historias románticas cuyo escenario eran los Alpes, cosas muy cursis que se llamaban “Heitmatfilme”, películas de delicuescente patriotismo que trataban de olvidar los horrores del nazismo y de la Segunda guerra mundial. Los únicos referentes válidos, en el mundo del cine germano, fueron para él Herzog y Fassbinder, que, por aquel entonces, en los sesenta, daban sus primerísimos pasos. Estamos en aquel entonces, en Alemania, en una época de olvido histórico. Solo Jaspers, de manera quijotesca, recordaba a los alemanes su culpabilidad. Otro recordatorio: entre 1963 y 1965, se había producido el proceso de Fráncfort, contra una veintena de implicados en el campo de exterminio de Auschwitz. El juez Fritz Bauer mostró un coraje encomiable a la hora de recabar pruebas y luchar contra los efectos indeseables de la mediatización del juicio. Peter Weiss lo adaptó teatralmente con el título de La instrucción. Algo se estaba moviendo. Sin embargo, hubo que esperar a finales del siglo XX para que empezasen a agitarse las cosas en lo relativo a la memoria histórica. Un primer paso fue en Guernica, en 1987, el acto promovido por los diputados verdes Petra Kelly y Gert Bastian, manifestando su vergüenza por lo ocurrido, y promoviendo la fundación del Instituto por la Paz Gernika Gogoratuz (Recordando a Guernica). No olvidemos que en aquel acto no hubo ninguna representación del Gobierno federal alemán. Cuesta comprender ahora que Alemania se haya dejado llevar por la paralización en su actitud 100% pro-israelí, como si la memoria histórica construida desde hacía unas décadas de manera tan responsable hubiese quedado congelada en 2023, sin capacidad plástica de transformación, de matización, de comprensión.

Hay que caer en la cuenta de que no pocos socialdemócratas e incluso primeros verdes de los años 80, no digamos demócrata-cristianos, habían tenido padres, tíos, abuelos, simpatizantes del III Reich, incluso algunos implicados hasta las cejas en el nazismo. No es casualidad que la pasión inicial de Wenders fuese el rock, el Rhythm and blues. La música británica, norteamericana, fue de hecho lo que le motivó inicialmente para rodar cortometrajes. No era un alemán raro en este sentido. Muchos jóvenes dieron la espalda al pasado terrible de su país por medio del rock, de la contracultura y del Underground. No había que ahondar en lo patrio, en lo castizo, en el laberinto infernal de la identidad. Por el contrario, había que viajar, vagabundear, coger la mochila, marcharse, decir adiós a los padres. Oír a Chuck Berry o recoger café en Nicaragua.

Creo que Wenders (sin olvidar a Handke, su binomio), como suele ocurrir con todos los cineastas a los que admiramos, ha modelado sutilmente nuestra manera de ver el mundo. Lo noto yo, especialmente, cuando viajo, cuando voy en tren, cuando voy en coche. Cada vez que viajo, siento un deseo incontenible de seguir viajando, de ir a otra ciudad, y de ésta a otra, perderme en un bosque o por las afueras de una urbe, subir a un monte, escuchar un nuevo idioma, leerlo en carteles, en anuncios, atravesar fronteras, conversar con la gente. En los 80, el Inter-rail, mi germanofilia, mis queridos amigos de la Facultad, germanófilos también, mis amistades, y sus amistades, con alemanes, la filosofía, y tantas cosas más, me llevaron al centro de Europa. Fui visceralmente europeo. Yo también necesitaba respirar, como Wenders, oxigenarme, dejar un pasado y un presente especialmente tóxicos. La Euskadi de los años de plomo era asfixiante, sobre todo si uno se acercaba de refilón, en los movimientos sociales, a la política. Algunos compañeros míos eran “alegres y combativos”; sangrientos y estériles eran los rastros que dejaban sus “héroes”. El País Vasco llevaba arrastrando tres periodos dolorosos, la Guerra Civil, el franquismo y la Transición. No era un país plenamente “pacificado”, como la RFA, aunque allí coletease todavía la Baader Meinhof, en completo declive. Además, un nuevo partido político, los Verdes, surgía allí como nueva esperanza de la política europea. Curiosos cruces. Wenders huía en su cine de Alemania y yo, como otros, huíamos de nuestra tierra para ir a Alemania.

El imaginario de Wenders ha sido siempre aéreo; circula, fluye, planea, vuela, como los dos maravillosos ángeles sobre Berlín. Rizomático, hubiera dicho Deleuze. Huir de las raíces, del árbol, de la genealogía, del padre, de la casa del padre, nire aitaren etxea

Lo que ahora con la edad me pregunto —tal vez desde finales de los 90 soy consciente de ello— es si se puede estar siempre volando, huyendo, trazando líneas de fuga. Ir ligero de equipaje…Tarde o temprano hay que bucear en uno mismo, en su propio país o países. Hay que preguntarse de dónde viene uno, qué horrores tiene uno a sus espaldas. Hay que encararlos. El mundo pesa, la vida pesa. De los sueños, del cielo, bajamos a la tierra que vio nacer el ser humano. A veces el cielo se vuelve plomizo.

Wenders ha rodado recientemente un film sobre un artista, sobre un compatriota suyo, que, a priori, está en las antípodas de su imaginario. No es aéreo, sino precisamente plomizo, terroso, matérico. Se llama Anselm Kiefer y el film se titula como su nombre: Anselm. De él y del documental hablaré un poco en el siguiente ensayito.

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