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El Gordo Cobo Borda

La verdad es que mi trabajo no es propiamente el de escribir; nunca estoy contento cuando escribo.

John Ruskin  

 

“Los buenos cuentos, me han dicho —escribió con certera intuición de narrador mi maestro Alejandro Rossi en un relato incluido en su libro El cielo de Sotero—, comienzan en un lugar definido.”

Lo que sigue es más bien una historia, o un relato personal que no por la ausencia u omisión de ficción propiamente dicha, deja por sí misma de comenzar, ella también en un momento, más que en un lugar definido. Se sabe que desconfío de la memoria, de las invenciones y fantasías que alimentan nuestros recuerdos.

Por algo un día del año 2004, Tom Waits respondió en dos frases, cero enredos, lo siguiente en una entrevista: “No vayas tan lejos en el pasado. Ahí atrás me pierdo.” El pasado: yo hago las maletas para viajar a ese lugar estrictamente cuando no tengo otra opción, dos gigantes me llevan a rastras y las autoridades a cargo no piden visado en el pasaporte.

Esta historia, entonces, inicia en un año específico, definido, en concreto hacia el final del siglo pasado, un año imposible de confundir: 1997, entre otras razones porque ese año un ala del chárter ruso Antonov An-24 se despedazó en pleno vuelo, ay dios. Yo ya no era un niño pero sí un joven adulto reluctante —lo único bueno de envejecer, de convertirse en un adulto dizque propiamente dicho, con canas bien blancas en las sienes y el mentón, resulta del hecho que la antes predominante reluctancia, ya pasados los años, la vida casi, aquella se ve desplazada ante casi cualquier asunto, pero ejemplo discutir qué película o serie ver, debatir acerca de a qué restaurante largarse a cenar, qué automóvil conviene comprar, y así, poco a poco, comienza la antes autocrática soberana, la señora reluctancia, a perder su sacro reinado, a ceder su lugar hasta casi no tener ya ningún sitio que ocupar en la vida cotidiana del adulto —sea éste un admirable y pulcro espécimen o bien un completo y respetable haragán—, hasta el punto pues en que el otrora joven adulto reluctante parece haberse esfumado como dentro de un hoyo negro o del color que gusten.

En ese año inmemorial, 1997, que ahora me sugiere algo así como los lejanos tiempos de los Antoninos, yo gozaba de un cómodo empleo que me requería asistir a la oficina de mi jefe, el embajador Alfonso de Maria y Campos, dos, tres veces a la semana máximo. Arribaba a la Dirección General de Publicaciones a media mañana, sobre todo con el muy productivo propósito de chismear y hablar de libros raros e  innencontrables; a eso de la 1 o 2 de la tarde me aseguraba por todos los medios de encontrarme a kilómetros de ahí, pues la tal Dirección General de Publicaciones que comandaba el embajador con el ánimo de quien no trabaja por dinero sino para gozar de la conversación y el gossip más sabroso y picosito, estaba emplazada precisamente a lado de una fábrica de chocolates, por cuyas rendijas se dispersaba en el cosmos un vomitivo aroma a cacao artificial, lo cual —a menos que uno sea de origen suizo radical— después de un par de horas me comenzaba a provocar serias y muy enfáticas arcadas que emergían desde los confines más sinceros de mi esófago, induciendo los más horrendos temores entre las jóvenes secretarias y asistentes, quienes me miraban con pavor y salían corriendo disparadas hacia la calle, hacia la tranquilidad de hallarse con las narices protegidas de una potencial hediondez bucal, tranquilas todas ellas, a buen resguardo en la acera y expuestas a un encantador y reconfortante cielo abierto.

Llegaban también los días de la semana en que, además de jugarme algunas bromas con mi jefe, recibía eso que los editores llaman, o llamaban, han cambiado tanto las cosas con la edición digital, un fajo de hojas impresas: las pruebas finas. Raras eran las ocasiones en que las trataba como tal, pues en mis años de joven adulto reluctante metía dentro de una mochila libros, bolsas de papas, caramelos, desperdicios y objetos hallados mientras deambulaba por las calles de la ciudad tratando de convertirme en un joven adulto a secas, un tipo con un futuro predecible, un chimpancé adulto carente de dudas.

Y así fue como llegaron a mis manos las pruebas finérrimas de un libro con un título contundente, inconveniente —aquí debo aclarar que uso el adjetivo pensando específicamente en los intolerantes, dogmáticos y eméticos estándares actuales—, tal como la pestilencia continua que emanaba de la fábrica de chocolates ubicada a un costado de la oficina. El título en cuestion era: No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica, del poeta bogotano Juan Gustavo Cobo Borda, a quien cariñosamente rebauticé, sin pensarlo dos segundos, como el Gordo Cobo. Un tipazo de primera.

En el año 1997 yo residía en un piso con varias habitaciones, una de las cuales jamás utilizaba como “mi estudio”. Prefería trabajar a la intemperie, sentado en la banca de un parque o de un café con mi paquete de hojas impresas, las muy finas, un cuaderno cualquiera —en esos años únicamente Bruce Chatwin usaba libretas Moleskine para tomar notas mientras recorría la Ruta de la Seda. Al día de hoy, no tolero el ruido, ni la presencia cercana o lejana de cualquier persona, sólo puedo trabajar cercado entre las cuatro conocidas paredes que hasta un analfabeta identificaría como el cuarto de estudio de alguien que escribe o intentar escribir.

Mis instrucciones no eran, obviamente, corregir o sugerir modificaciones a los versos del poeta. Al contrario, la lectura de éstos más bien llamaban a tratar de corregirse a uno mismo, a ser a la vez más atrevido en el trato con las mujeres, siempre imposibles, en estado de constante de fuga, o bien a verse obligado a practicar un hoy injustificable y mega-cancelado sentido de la tirria y el rencor no correspondido. Ofrezco ejemplos, dos poemas magistrales, de cada experiencia, del deseo y del erotismo, por un lado, y del resentimiento y la inquina, por el otro:

«Fiebre»

Tengo la cabeza llena de mujeres.

Todas locas.

Todas desesperadas

por envolverse en la música

y bailar hasta el alba.

Por fuera, la discreción de la forma.

Por dentro, las más inconcebibles villanías

con tal de hamacarse en la dicha.

Me estallan las venas

al pensar en cuanto sugieren

como riendo,

como jugando con fuego,

y siempre una puerta abierta

para revolcarse felices en el lodo

y salir por la otra, la cabeza en alto,

indemnes y puras como una magnolia.

Brujas, todas ellas,

dichosas rumbo al aquelarre.

Y sin perder el tiempo, como entonces lo hacía a manos llenas en 1997, pasemos a otro poema, uno que con toda certeza al día de hoy sería impublicable, objeto de escenas callejeras de multitudinaria indignación, por no hablar de las cruzadas globales, incluidas las respectivas campañas de crowdfunding a efecto de reunir dinero para sufragar el gasto de la guillotina virtual, en las redes sociales. Paso pues  de inmediato, con gusto pero sin nostalgia —detesto convocar a la nostalgia tanto como escuchar música de mariachi— al poema del Gordo Cobo: «Cuando el amor se llama rabia»:

No me gustan las mujeres

De dientes amarillos

Que hacen el amor

Como vengándose.

 

Aquellas cuya autosuficiencia

Es apenas el reverso de la gran duda de su mente.

 

No me gustan las mujeres

Cuyo equívoco encanto

Termina por enervar

Cuanto las circunda.

 

(Una tensión más alta

El rencor más frío.)

 

La rabia de no encontrarlas

Cuando sólo las queríamos.

 

Qué larga convalecencia

Para empezar a olvidar

Su tenso dogal

De lugares comunes,

 

Qué aburrido duelo

Hasta dejar de oír

La recurrente monotonía

De sus historias previsiles.

 

Que la misericordia del olvido

Diluya tal extravío

Y seque este llanto triste.

 

Que la erosión de los días

Desgaste su belleza

Y engrandezca en algo

La mediocridad de su destino.

 

Paz para su tumba

 

Tengo lejanas, casi esfumadas evocaciones de las intensas fibrilaciones a las que me sometían la lectura del impúdico poemario, y del cual me fue asignado, vaya fortuna y desdicha la mía, leerlo y escribir el texto a ser incluido en la solapa del pequeño volumen. No está de más recordar que la misma tarea me fue instruida por mi magnánimo jefe, que en paz descanses, embajador, para otros poetas mayores —los vates menores, así tenía que ser, el mundo no es perfecto, eran legión, y entonces escribía cualquier tarugada intrascendente con lo cual mi misión quedaba cumplida; pero entre éstos titanes del verso hubo algunos que no sólo cambiaron mi percepción de la poesía y por lo tanto de su incontestable y necesario sitio en una vida digna de ser vivida y mal vivida hasta bien llegada la señora muerte. Fue el caso del ligerísimo volumen de redondillas Escrito para borrar (Cuaderno de playa) —sí, yo que durante mis años universitarios jamás me paré en una clase de literatura o filología, tuve que resolver, o mal resolver por cuenta propia, queda por verse, de qué iba la hipertélica redondilla que el gran poeta cubano Orlando González Esteva ensayó y publicó en la colección que intuimos mi entonces jefe Alfonso de Maria y yo, creo que con resultados en suficientes casos bastante satisfactorios. Hace poco pagué una fortuna por uno de los últimos libros de González Esteva: Las voces de los muertos (2016), una genialidad y un merecido homenaje a los suyos, los exilados de Miami ya desparecidos de la faz de la Florida. Quién sabe, Alfonso, querido embajador, ya no hay manera de hacerte la pregunta ni de conversar acerca de ello, pero tal vez esa sea la razón por la que, desde hace años, desde hace ya suficientes canas, yo prefiera la lectura de la poesía y del ensayo muy por encima de la novela y de las muchas modalidades de la ficción, yo que fui un niño adicto a las historias inventadas.

De igual manera, quizá por eso desde aquellos años prehistóricos me mantuve en estado de confusión —que en otros ámbitos y otros menesteres igualmente mantengo hasta la fecha— respecto a la exacta definición de mi trabajo. Nunca me acabé de enterar si lo mío entonces era ser editor, corrector de pruebas finas u ordinarias y plebeyas, da igual, dictaminador y/o escritor de textos para solapas y cuartas de forro. En cualquier caso, acerca de ninguna de esas dignas faenas literarias sabía lo suficiente.

Una vez borroneada en la cabeza mi solapa para No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica, una fría mañana de otoño ascendí al monte ubicado al sur de la ciudad donde vivía nada menos que Álvaro Mutis, con la encomienda de recibir de sus manos —Álvaro escribía en una vieja Olivetti y el uso del fax le resultaba una abominación— la “Carta-prólogo” que le dedicaba al libro de Juan Gustavo y que el propio Mutis tuvo la cortesía de leerme. Todas mis ideas geniales, listas para ser plasmadas en la maldita solapa se vinieron abajo en una fracción de segundo, o naufragaron en el más profundo mar — tratándose del creador de Maqroll el Gaviero. Apenas dos párrafos de prólogo. En el primero de ellos se pondera, y a esto me referiré más adelante, la summa y cifra de la poesía del Gordo Cobo:

Querido Juan Gustavo: encontré en estos poemas la misma ironía de los de hace quince años o más, pero esta vez, como era lógico, vas más lejos y con una agudeza donde se presienten esas experiencias de lo vivido, teñidas de una implacable visión de las personas y del mundo. Al leer estos nuevos poemas tuve la impresión de ver casi de bulto esas sucesivas olas de amarga experiencia que los necios confunden con una prueba de madurez.

Mutis me despidió con su conocida sonrisa magnificente y hermosa y yo, una vez leído el párrafo en cuestión, al menos me sentí menos estúpido y necio por mi incapacidad para dejar de ser un joven adulto reluctante y tal vez, con suerte, convertirme en un joven adulto hecho y derecho. Sigo esperando a que eso ocurra. Yo les aviso.

La madurez, escribía Mutis, en su Carta-prólogo casi como dirigiéndose a mí en lugar de a su paisano, el autor de No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica: es cosa y pendejada propia de necios. Transcurridos veintiséis años desde entonces, para bien o mal sigo suscribiendo lo escrito por Álvaro Mutis.

Al cabo de una semana, extraje de mi cerebro —en este caso en particular, no descarto tampoco al cuerpo— el material requerido para escribir el texto solapero y la obligada ficha bio-bibliográfica del bogotano nacido en el año de 1948.

No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica, salió de la imprenta a tiempo —eran esos tiempos, de plazos asegurados de entrega, de rendición de cuentas y de eficiencia demoníacamente neoliberal. El delgado volumen, apenas 64 páginas, se integró al instante a mi biblioteca personal, de donde no ha salido salvo para seguirme en mis mudanzas y trajines por cinco ciudades en dos continentes distintos de este complicado y cada vez más estrecho mundo.

Desde luego, con el paso de los meses las promesas, los deseos, los potentes y a la vez sublimes exabruptos incluidos en los poemas de No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica, se fueron integrando de manera natural, si ello es posible, a mi mobiliario mental y emocional, es decir: vital. De vez en cuando también regresaba a la “Carta-prólogo” de Álvaro Mutis —del otro gran poeta colombiano que alcancé a conocer en vida, en ocasiones convertido en una papilla humana debido a los efectos de la depresión pero igualmente sonriente, regodeándose a sus anchas en el jardín de su casa.

En la trastienda de mi cerebro se estacionaron, por así decirlo, algunas de las frases incluidas en la breve  “Carta-prólogo”, escritas como en clave para su amigo Juan Gustavo, y empezaron a adquirir un significado que, ahora, transcurridos largos veintiséis años, estoy seguro —es un decir: en la engañosa medida en que uno llega a estar seguro de casi cualquier y ninguna cosa— de no haber cachado a la primera, ni a la segunda, quizás ni a la tercera lectura el mensaje codificado que creí identificar en la “Carta-prólogo”. Vale la pena volver a la cita, a la concreta alusión referida que me permitió captar otro sentido de las cosas en la poesía del Gordo Cobo, a la manera de un fielder que en la profundidad del diamante beisbolero atrapa de manera milagrosa y sin hacer demasiada alharaca ni barullo, un peligroso elevado que amenaza con salir del campo y reventar alguna bombilla del alumbrado callejero.

Me refiero, desde luego, a “esas experiencias de lo vivido, teñidas de una implacable visión de las personas y del mundo.” Al leer semejantes palabras acerca de los entonces flamantes y sin duda impúdicos poemas del Gordo Cobo —tan impúdicos que, actualmente, bajo la dictadura del wokismo y la cultura de la cancelación, ahora mismo serían calificados y condenados en masa como profanos, sicalípticos, ofensivos ya ni se diga—, encontré que Mutis también hacía una referencia implícita, planteada, ya lo dije, casi a la manera de un mensaje en el que cifraba en apenas unas cuantas palabras el sentido profundo de la obra poética de Juan Gustavo Cobo Borda.

En mí ocasional jabonosa opinión, parece una obviedad hablar de las experiencias de lo vivido que se plasman en la obra de un poeta, sobre todo si hablamos de un gran poeta, de una suerte de regreso y revisión de la amarga experiencia colombiana, fijada en un libro del Gordo Coba publicado exactos diez años antes de No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica. Título: Todos los poetas son santos (1987). De eso y no otra cosa tratan dos breves pero iracundos y desesperanzados, cero impúdicos poemas que quiero traer a cuento:

«Colombia es una tierra de leones»

País mal hecho

cuya única tradición

son los errores

 

quedan anécdotas

chistes de café

caspa y babas.

 

Hombres que van al cine,

solos.

 

Mugre y parsimonia.

 

No por nada al Gordo Cobo lo juzgaban, en sus años de juventud, de escandaloso, mal patriota y hasta de nihilista decimonónico:

Retórica

Que tus errores no sean frutos del azar o del prejuicio

sino que tú los elijas como quien elige su remordimiento

y el consiguiente castigo. Y que conozcas, por fin,

tu íntima flaqueza y una abyección distinta.

Inútiles tus disculpas ante eso que aflora:

la cursilería, tan mal gusto.

Y que ojalá la libertad, arduamente conseguida,

te devore y te anule

concediéndote la dicha inadjetivable

de ser tú mismo

o sea nadie, nada;

apenas algo que se repite, y se repite.

Poca santidad, en efecto, reflejan estos crudos versos. Todo poema, toda obra poética es un vaivén interminable, fatigante la mayoría de las veces, un viaje prolongado y extenuante como el que llevó a cabo el Gordo Cobo en sus distintos puestos diplomáticos, con estancias en ciudades como Buenos Aires, Madrid, París y Atenas.

Sin embargo, el referido vaivén poético y vital del embajador Juan Gustavo Cobo Borda, aunque ahora mismo prefiero usar la voz: zarandeo, no es un mero reflejo de oscilación involuntaria y de desperdicio pendular: es quizá el producto más acabado de eso que entendemos —todavía, mañana no sé— por movimiento perpetuo.

Algo, presumo, habría entendido Homero si se hubiera cruzado con el Gordo Cobo en Atenas, donde fue embajador de Colombia, vaya lujo.

Algo de la impudicia, del erotismo, del casi indómito y confesado deseo por la mujer, por las mujeres, también por las profundas y ásperas decepciones que éstas le causaron, quedan plasmadas en al menos un par de poemas de uno de sus libros más completos, más vitales, La musa inclemente (2001), publicado a los 53 años del poeta —edad a la que dicho sea de paso, avanzo sin que el minutero me ahorre ni siquiera un mísero un nanosegundo:

«Réquiem»

Nada queda.

Ni un recuerdo amable.

Ni una frase grata.

Cubriste todo con tu huella de sal.

 

Ahora

Edificar la tumba

Mientras el exorcista

Incinera

Cartas de pueril califrafía,

Fotos de adolescente

Ya complacida en su ambición.

 

Lo que los cuerpos mintieron,

Lo que las almas pretendieron ennoblecer,

Recobra ahora el nivel exacto

De su mendaz deslealtad.

Sí, este poema suena a réquiem, sea ya de Bach, de Mozart, de Haydn, de Cherubini o de quien ustedes prefieran. Lo cierto es que en los poemas reunidos en La musa inclemente, un réquiem también suena a «Un mal día» y a, por qué no decirlo, su contrario:

De tanto afán, entrega, encanto;

Tanto fuego, promesas y raptos,

No subsistirán ni estos versos malos.

Insulsos como charla de abogados

O conversación amorosa

Cuando el amor se ha esfumado.

No acostumbro llegar a ningún tipo de conclusiones.

De hecho me desagradan, me causan un potente efecto repulsivo que con mucho esfuerzo logro disimular en las malhadadas ocasiones que me toca escuchar a una voz dizque autorizada y, por supuesto, engolada y fatua. Sin embargo, resta decir que la poesía de Juan Gustavo Cobo Borda, puede ser, en efecto, altanera e impúdica, jamás obscena o injuriante. Al día de hoy, no sé en un tiempo futuro, ningún mezquino y cicatero Comisario del wokismo y de la censura literaria, podría, ya desde la academia, ya desde las redes sociales, vituperar impunemente ni mucho menos ningunear la poesía del Gordo Cobo: paz, paz para tu tumba.

 

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