Recuerdo a mi padre pronunciar una y otra vez la misma frase. Estudia, sácate una carrera para no acabar deslomándote como yo, que con uno que las pasara canutas en la familia ha sido más que suficiente. Sabe de lo que habla, de deslomarse media vida y de pasarlo mal desde los 14 años cuando se marchó de casa para meterse en una mina en Asturias, de esas que casi ya no quedan por obra y gracia de las reconversiones industriales, antecedentes directos de lo que hoy llamamos globalización y que parece ya tan lejana.
A mi padre, como a la mayor parte de su generación, le vendieron algo, una especie de promesa que decía que sus hijos iban a vivir mejor que él. Es sencillo subir un peldaño de la escalera cuando uno parte del mismo suelo. Todo consistía en una formación a la que él nunca pudo acceder para, como dicen los viejos, dotarlos de carreras universitarias y con ellas un lugar en el mundo. A fin de cuentas, pensó, si a él que poco más sabía que leer, escribir y las cuatro reglas básicas de las matemáticas no le había ido tan mal, malo sería que a éstos, estudiados, no les fuese mejor. Mi padre es un optimista redomado. Al final, a base de trabajo, consiguió mantener a una familia en unos niveles de vida muy lejanos de los que él había conocido en una corta niñez en la que incluso llegó a conocer el hambre. Eran otros tiempos, suele zanjar, tiempos que nunca volverán, dice.
Pero resultó que la promesa que a él le habían hecho era mentira y, a día de hoy, a duras penas puede aguantar la indignación viendo cómo sus hijos no están ni de lejos en la posición económica y profesional que él tenía a su misma edad.
Es cierto que nosotros, hijos de nuestros padres, lo hemos tenido más fácil que ellos. Hemos estudiado. Hemos viajado. Y hemos nacido en un país que estrenaba una democracia que, pese a sus claroscuros, se ha convertido en objeto de admiración. Más allá de eso, los que pertenecemos a eso que se ha dado llamar generación del baby boom, sabemos que llegados a este punto nada es ya lo que era. Lo tenemos asumido y cuando escuece ahí están las noches de los fines de semana para bañar los sinsabores en alcohol. Lo difícil es contárselo a tu padre y ver cómo, al final, este toma consciencia de que todo en lo que él había creído resultó ser un fraude. Y eso, después años de fe ciega, es dramático.
Porque eso es a lo que hemos llegado después de la gran revolución silenciosa de la que ha sido objeto España en los últimos años. De la que no existe un culpable claro aunque todos tienen / tenemos su parte de culpa.
En principio, como el verbo, fue el licenciado. Hubo un tiempo, ya menos, en que al político de turno se llenaba la boca hablando de “la mejor generación de la historia de España”. Se sacaba pecho por el mundo adelante y, de paso, las estadísticas de jóvenes con estudios superiores. El problema es que la euforia no dejaba ver el otro lado de la calle. Muy bien señores, hemos hecho lo que nos han pedido, hemos estudiado, hemos sacado carreras, hemos viajado e, incluso, sabemos idiomas. Y ahora, ¿qué hay de lo nuestro?
Lo nuestro debería ser un puesto de trabajo acorde a nuestra formación y capacidad. Lo nuestro debería ser un salario acorde al nivel de vida del que gozábamos. Lo nuestro debería haber sido el correspondiente actual a cuando en 1981 se podía comprar un piso en una capital de provincias por cinco millones de las antiguas pesetas con sueldos que sobrevolaban las 30.000 pesetas mensuales. Mis padres, y los de muchos, lo hicieron.
Nada más lejos, lo nuestro resultó ser, primero, prácticas no remuneradas, luego sí: las primeras que cobramos eran de 150 euros, en 2003, menos que las 30.000 pesetas de 1981. Luego subieron a 400 euros. Ahora ya no lo sé. Lo nuestro resultó ser becarios sin contrato y sin seguridad social (hasta 2004) realizando tareas de trabajadores. El negocio perfecto. Lo nuestro resultó ser trabajar en negro finalizada la beca bajo unas promesas que nunca se hacían realidad. Lo nuestro resultó en contratos basura en los que, con suerte, bordeabas los mil euros acuñando el término de mileurista. Lo nuestro resultó ser becas de o post doctorado en una universidad endogámica que no da más de sí. Lo nuestro resultaron ser contratos indefinidos con sueldos mileuristas, que dejaron de serlo con una crisis que ha demostrado que el despido nunca es tan caro como dicen. Lo nuestro, para algunos, es mirar hoy con envidia a unos privilegiados mileuristas cuando el paro entre los licenciados españoles supera el 10%, el doble que en la Unión Europea.
La frustración de una generación la escenificó R. hace unos meses en una escapada a Francia, mientras, de soslayo, se fijaba en las tarifas de los hoteles que se cruzaba en su deambular por París: “Hay que joderse, pasados los treinta, con carreras superiores, y sin poder permitirnos más que un albergue juvenil en el que no funciona el agua caliente”. Sobra decir que los hoteles no eran ni mucho menos los que salen destacados en las guías vacacionales.
Las estadísticas son frías pero llenan titulares, algunos sangrantes. Ahí va otra: mientras hace poco en Alemania se decía que pensaban en reclutar trabajadores cualificados en España (para mano de obra sin cualificar ya están los turcos, pensarán los alemanes), en Galicia, por poner un ejemplo, ser licenciado cada día es menor garantía para encontrar un empleo: 24.560 personas con titulación universitaria ingresan las listas del paro en dicha comunidad, según los datos de enero de 2011. La cifra se ha ido incrementando exponencialmente desde que comenzó la crisis hasta dispararse un 65% desde 2008.
Pero esto no era lo único y la crisis ha acabado por destapar una historia que algunos, que presumían de generación híper-preparada trataron de ocultar. Esa que dice que el 31,2% de los jóvenes españoles entre los 18 y 24 años ha dejado de estudiar, mientras que la media de los Veintisiete se sitúa en el 14,4%. Como para no haberlo hecho. La ecuación era entonces sencilla. En los años de bonanza económica nuestros hermanos pequeños tenían ante sí un panorama más que interesante. Ver a sus mayores licenciados mal pagados y descontentos o tirarse al maná de la construcción, esa burbuja inexistente que terminó por explotar llenándolo todo de mierda a nuestro alrededor.
Por qué estudiar gratis si en la obra se podían hacer 2.000 pavos poniendo ladrillos. Y así llegaron las hipotecas de todo a cien, los coches de gran cilindrada de los que presumían algunos de nuestros amigos, las teles de plasma y las juergas en donde el alcohol y las drogas caras corrían a raudales.
Mientras, los que no abandonaron, se preguntaban cómo. Ahora, la realidad de la crisis y las obras vacías han llenado los concesionarios de ocasión de coches de gran cilindrada seminuevos y los bancos de unos pisos que siguen estando sobrevalorados. Porque, no conviene olvidarlo, la banca nunca pierde.
Entre medias quedó una isla llamada Formación Profesional, durante años denostada, y que ahora es oscuro objeto de deseo. Tal es así que, según el informe Education at a glance presentado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) el año pasado y que recoge datos del curso 2007/2008, señalaba que un 44% de los licenciados españoles entre 25 y 29 años está desempeñando un oficio inferior a su capacidad, cuando la media de la OCDE está en un 23%. Si esto les pasa a los licenciados qué le espera a los que ni la FP han sido capaces de acabar.
Con el panorama actual se han sucedido las reformas. La primera, del mercado laboral, estaba más preocupada del despido que del verdadero problema: la contratación. Ya se ven los resultados. La segunda, de las pensiones, llegó con prisas repentinas y el miedo por bandera. Como la anterior, su resultado ha sido empezar la casa por el tejado. La culpa es, dijeron, de la demografía (un futurible) cuando el problema real sigue siendo el mismo. No habrá pensiones si la gente no puede trabajar para conseguirlas. Y, ante el silencio de sindicatos y demás agentes sociales (de los partidos mayoritarios, como los mercados han demostrado, nada se puede esperar ya) nos han colado una reforma que obliga a cotizar 38,5 años para disfrutar de una jubilación íntegra, lo que en román paladino significa que para jubilarse a los 67 con el 100%, una persona debe de empezar a cotizar a los 29 años y no dejar de hacerlo nunca. Puede que esto fuera válido para generaciones como las de nuestros padres, pero basta echar un vistazo a la calle para entender que este condicionante es hoy día una quimera.
A mi padre esta crisis le ha pillado con los deberes hechos. Ahora está jubilado de aquella manera. Como solo se puede jubilar en España, país dado a subterfugios legales como si la vida le fuese en ellos. La jubilación de aquella manera consiste en que tu empresa de toda la vida decide que ya no le sales a cuenta y como te faltan dos años para los 65 y llevas ya tiempo trabajando para las jubilaciones de otros es hora de que te vayas. Para eso está la crisis, para soltar lastre. Mediante una carta que dice que te despiden improcedentemente, te dan la tercera parte de lo que te correspondería en caso de ser una prejubilación real y así te vas los dos años que te quedan a cobrar el paro, que para eso está. Por supuesto no te despiden, es un acuerdo entre ambas partes, un favor que te hace la empresa, dice ella, una de las multinacionales más importantes del país. Por supuesto, la carta sin firmar no sale de este despacho. Un fraude de ley en toda regla del que nadie habla, pero que está a la orden del día escondido entre la selva de los números oficiales. Y no queda más remedio que aceptar porque uno es bastante inteligente como para saber que mejor ahora que pasar dos años arrastrado para luego irte con lo puesto.
Ahora mi padre pasa los lunes al sol sin echar de menos los madrugones y preguntando a sus hijos cada cinco minutos si hay “algo en perspectiva”. Antes hablaba de hipotecas y de lo que él llamaba “comenzar a hacer una vida”. Ahora, en una especie de regreso al futuro trasnochado, pregunta a sus hijos licenciados superiores si tienen dinero antes de salir de casa.
La situación se ha convertido en una especie de festival del humor. Hace unos meses, Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial de Davos (un sitio donde los ricos se la miran unos a otros), tiraba de Perogrullo para afirmar que, en Europa en general y en España en particular, el paro juvenil era “insostenible”. E iba más allá pronosticando lluvia de azufre y fuego: “Puede haber otro mayo del 68 en Europa”.
Sin querer aguarle la fiesta al señor Schwab, lamentablemente y visto para lo que sirvió el primero (los que lo protagonizaron son los que ahora manejan el sistema), dudo mucho que vaya a repetirse un segundo. Al menos no de la misma forma. Y eso, pese a que el paro juvenil en países como España supera ya el 40%.
Ante esta perspectiva, surgía la pregunta. Cómo es posible que con la que le está cayendo a los jóvenes no haya contestación, se preguntaban no hace mucho los mismos tertulianos de siempre desde unos pedestales cuya distancia de la calle sólo compite con la de las tribunas políticas. Su cara de sorpresa al constatar que algo se estaba moviendo y su reacción temerosa cuando, en medio de una campaña electoral, el monstruo les estalló en la cara, evidenció sus verdaderas intenciones.
El primer paso lo dio una plataforma denominada Juventud SIN Futuro. La respuesta recibida fue el descrédito de calificar a los que en torno a ella se reunieron de generación nini, un nuevo epíteto que está haciendo furor (ya que el de mileurista no vale), pese a que la mayoría de sus miembros sean universitarios y vayan acompañados de algunos profesores. Aquello fue la semilla de un árbol que, sin que nadie lo esperara, germinó un 15 de mayo (cualquier comparación con otros mayos es pura ficción) en el que miles salieron a las calles con la única reclamación de Democracia Real Ya para no abandonarlas desde entonces, con la madrileña Puerta del Sol como símbolo.
Muchas son las incógnitas que se ciernen sobre este movimiento que, como mínimo, se ha ganado el beneficio de la duda por haber conseguido lo que hasta hace unos meses parecía imposible: sacar a las calles la indignación que algunos llevamos meses mascando en silencio ante un mañana que había dejado de existir hace tiempo.
Desde hace días no son pocos los que tratan de descalificar el movimiento. ¿Quiénes son?, dicen de manera peyorativa. Son personas a secas, ciudadanos. Es quizá este punto el que más preocupa a la legión de críticos ávidos de que la sangre comience a brotar (ya lo ha hecho en Barcelona y es probable que vuelva a hacerlo) una vez que las urnas han dictado sentencia.
El triunfo del liberalismo ha sido despojar al ser humano de su condición de ciudadano y convertirlo en consumidor. La sociedad se ha pasado años desmontando cualquier atisbo de contestación a base de imponer a sus cachorros una serie de deberes en pro de unos objetivos que ahora ven inalcanzables: carreras, piso, segunda vivienda, viajes de vacaciones, coche, moto, perro… Vivir por encima de las posibilidades, le dicen ahora a lo que antes era normal. La normalidad salida del anochecer del siglo pasado que ahora parece tan lejano.
Puede que los árboles de puntos y reclamaciones impidan ver un bosque mucho más claro de lo que parece. Los que están en la calle quieren una democracia real ya. Una petición que, es cierto, puede parecer “pueril” tal y como fue calificada no hace poco por un tertuliano que parecía estudiado. Algo semejante le dijeron en su día a un tal Carlos Marx cuando teorizó sobre igualdad y derechos de los trabajadores y luego la que se montó.
Es cierto que la juventud de hoy no está para revueltas. No al menos en el Occidente democrático si es que el sistema funcionase tan bien como se nos dice. El resultado es evidente y por eso la contestación ha sido la vuelta a las asambleas y más asambleas en busca de concretar puntos. La democracia participativa, la real, es lo que tiene: puede ser tediosa para el ciudadano. Por eso conviene que vuelva al estado al que había sido confinado.
Los jóvenes ya no aspiran a una hipoteca. A duras penas pagan un piso compartido con su sueldo de mileurista. Como señala uno de los lemas, les han quitado demasiado, ahora lo quieren todo.
Quieren que la promesa que un día se creyó mi padre se convierta, de una vez, en realidad.
* Diego E. Barros es periodista. En FronteraD ha publicado Miami, 30 años después del Mariel y Periodismo en viñetas