Home Mientras tanto El gran Palomino

El gran Palomino

La vida y la obra del gran encuadernador Antolín Palomino pertenecen a la leyenda; por varios y diversos motivos. Manuel Arroyo Stephens, fundador de la librería y de la editorial Turner, afirma en Pisando ceniza (Turner, 2015) –ya lo hemos contado en este blogque Palomino era hijo natural de la sirvienta de un célebre abogado madrileño y se había criado en una inclusa, pero tuvo éxito en su oficio y sacó con ochenta años a su madre de la casa del padre, donde seguía empleada. Antolín Palomino, por su parte, refiere en su Autobiografía (Madrid, 1986) que era hijo de un cordelero y que había nacido en el seno de una familia muy humilde de un pueblo burgalés. Su padre se enfrentó a tres ladrones que pretendían robarle cuando regresaba de vender su género en Valladolid, le tiraron a una acequia y falleció a resultas de la pulmonía que cogió. Llevaba el dinero escondido en la gorra y los ladrones no lo encontraron. Con pocos años y después de no cuajar en el Noviciado de Alagón, Antolín ingresó en el Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Madrid y se decantó, cuando hubo de elegir oficio, por la encuadernación.

Arroyo Stephens trastoca algunos nombres y adorna varios episodios en su recreación de las gentes del libro del final de la dictadura; Antolín Palomino evoca sus recuerdos más heroicos. Se sobrepuso, de cualquier modo, a su origen y llegó a convertirse en el más afamado encuadernador de Madrid, siempre en disputa –amistosa, ya que se guardaban mutuo respeto– con Emilio Brugalla, que ejercía en Barcelona. Se formó en la imprenta artística de José Blass, un alemán grande y ceremonioso que se trajo Torcuato Luca de Tena en los años diez para hacer el color de la revista –valga la paradoja– Blanco y Negro, y abrió taller en el número 1 de la calle de San Mateo. “Era Palomino de pequeña estatura y llevaba un traje oscuro de rayas grises, como los que usan los banqueros”, escribe Arroyo: “Tenía cara de ardilla, con unos ojos chispeantes y astutos que parecían reír siempre”. Supo ganarse el aprecio de los mejores clientes, que no eran muchos en la posguerra, pero sí los suficientes para facilitarle una vida holgada en su taller de la calle General Pardiñas, 80. Dio el salto y a mediados de los cincuenta trabajó en El Salvador y para el general Trujillo en la República Dominicana, pero volvió desalentado pues los dictadores no suelen atender a sus facturas.

Encontró entonces la horma de su zapato, Bartolomé March, don Bartolo para los amigos del mundillo del libro que pululaban a su alrededor. Más bien fue el ahormador de la gran colección bibliográfica del hijo de Juan March, con encuadernaciones artísticas y lujosas, para las que no se escatimaba en pieles y en oros. Palomino califica la biblioteca de don Bartolo como “un exponente grandioso del Arte de imprimir y de encuadernar”, y le agradece “por no regatearme jamás su ayuda”. Escribe: “Hay que pensar que en el año 1952 una encuadernación con todas las reglas de encuadernar, provista del estuche de petaca con dorados rutilantes, y vestido como a una mujer pudiera vestir el mejor modisto, costaba de 7.500 a 10.000 pesetas”.

Se queja Palomino en su Autobiografía (1986) de que ya no hay clientes, ilusión ni dinero y añade que Brugalla llegó a tener 49 empleados y sólo le queda uno, “al que entretiene meses y meses limpiando los hierros, para darle alguna ocupación”. La gran época de la encuadernación española, de la que es muestra la exposición que organizó la Biblioteca Nacional en 1986 –con testimonios de Brugalla y Palomino–, había pasado para siempre. Ni el noble más exquisito ni el potentado más caprichoso son ya capaces de desencuadernar un libro del XVI para otorgarle un ropaje de oropel (aunque tengo entendido que hay excepciones y quien encuaderna los libros de bolsillo casi con doble guarda y pieles de marroquín). Despojar a un libro antiguo de su cubierta original, aunque sea un humilde pergamino, se considera hoy poco menos que un atentado artístico. Palomino explica cómo deshacía, “con primor”, un libro antiguo, lo lavaba, lo encolaba y lo volvía a prensar, y aplicaba el buril, el troquel, las pieles y sus afamados papeles pintados a la bella encuadernación. “Un libro ascético o místico no va a llevar la misma piel que un Lazarillo de Tormes o un Guzmán de Alfarache”, matiza.

Hombre afable y bon vivant, hizo buenos amigos, entre ellos Enrique Tierno Galván, que admiraba su trabajo y a finales de los ochenta, cuando Palomino quedó poco menos que en la ruina, sin descendencia, y corrían rumores de que su valioso taller iba a desaparecer, le compró su colección de hierros para la Imprenta Artesanal del Ayuntamiento de Madrid. Su arte no tiene parangón, ni lo tendrá porque en nuestros días un libro con una encuadernación de este tipo sustituyendo la original se cotiza mucho menos en el mercado, por mucho gofrado que lleve. Su legendaria vida contiene algunos episodios tan apócrifos como su biografía que no me resisto a referir.

En cierta ocasión, Cándido le llamó para encargarle un libro de firmas a la altura de la distinguida clientela que honraba su local. Por su asador segoviano pasaban estrellas de Hollywood, políticos eminentes y artistas de renombre. A los pies del acueducto acudió Palomino para mostrarle un acabado ejemplo de su arte. Grandes elogios y parabienes del segoviano, que hizo sentarse a Palomino y a los amigos que le acompañaban para servirles el mejor cochinillo que se come en Castilla. Bien regado todo con generosos vinos, licores, ponche segoviano y perfumado el ambiente de cigarros puros, Palomino deslizó al anfitrión, mientras se abrazaban en la despedida, un sobre. “¿Qué es esto?”, preguntó Cándido. “La factura”, repuso Palomino… “Cómo la factura, después del cochinillo que os habéis metido”. El encuadernador empezó a despotricar sobre sus materiales, el valor de su trabajo y la consideración del artista. Cuentan que tuvieron que separarles. Sólo faltaba, en medio de la trifulca, Camilo José Cela.

Caricatura de Manuel Jover Arce y Villadares.

Salir de la versión móvil