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AcordeónEl grano de Herbert Matthews

El grano de Herbert Matthews

 

Cuenta Arturo Barea, a cargo durante los primeros meses de la guerra civil española de la organización de los corresponsales extranjeros en el Madrid sitiado, que en una ocasión se le acercó Herbert L. Matthews, el larguirucho y melancólico corresponsal de The New York Times. Además de su crónica, le pidió permiso para enviar a su redacción la factura de los gastos médicos ocasionados por un tratamiento contra los sabañones. Para demostrarle que se no se trataba de una treta con la que burlar la censura y mandar información no autorizada, le señaló un inmenso grano que presidía la punta de su nariz.

       Hay muchos estilos en el periodismo y muchas formas de hacer las cosas, pero no cabe duda de que el de Matthews se cuenta entre los mejores y los más honestos. Ocurre que los periodistas trabajan en determinadas circunstancias, ambientes e incluso condiciones sanitarias que es preciso tener en cuenta para no precipitarse en los juicios de valor. Conviene definir a qué llamamos colaboracionismo antes de condenar a Kapuscinski, y repasar la trayectoria de Matthews antes de señalarle como el responsable de la entronización de Fidel Castro en Cuba. En un artículo reciente publicado en España –Cuba, fin de la violencia sin testigos, El País, 31.3.2010; no es el único en esta línea- el director de un diario cubano en el exilio pintaba a un Matthews ingenuo, engañado y torpe. Una especie de tonto útil utilizado por el revolucionario para inaugurar su imparable carrera hacia la manipulación de los medios y de las masas.

       Nacido con el siglo, neoyorquino y graduado en la Universidad de Columbia, Herbert Lionel Matthews recorrió todos los escalones de su periódico, donde entró con poco más de veinte años, antes de llegar a ser corresponsal. Debutó, como tantos otros de su generación, cubriendo la guerra de Abisinia de 1935, y llegó a Madrid a primeros de diciembre de 1936. Su trabajo en España fue modélico, ejemplar, uno de los mejores si no el mejor de los realizados por los periodistas extranjeros. Paul Preston, en su fundamental trabajo Idealistas bajo las balas, le califica como un periodista “meticulosamente sincero”.  Incansable, taciturno, quejándose siempre de sus neuralgias y tocado con su inseparable boina, su figura se hizo habitual en el Hotel Florida y en otros escenarios de la guerra junto a Hemingway, más interesado en la aventura que en la información, al que a menudo orientaba y guiaba por los frentes. Hay rasgos suyos en el personaje de Robert Jordan, protagonista  de Por quién doblan las campanas.

       Matthews no se conformaba con los comunicados oficiales, sino que se implicaba en su trabajo hasta donde fuese necesario. Franco anunció en febrero de 1937 que había tomado el puente de Arganda y que la capital había quedado completamente incomunicada. Para comprobar la veracidad de la información, tomó un taxi y recorrió la carretera de Valencia: telegrafió que el camino estaba expedito. Alquiló un piso en Madrid, junto al Retiro, solo para observar desde la terraza la trayectoria de los proyectiles y poder fijar la posición de los atacantes. En enero de 1937, publicó un extenso reportaje en el que consagró definitivamente a las Brigadas Internacionales, esos jóvenes generosos “que han venido de los cuatro esquinas de la tierra para luchar por sus ideales”, como una de las grandes aportaciones de la guerra española. Un historiador escribió que esta crónica hizo más por el legendario cuerpo que sus propios méritos en el combate. Sus constantes denuncias de la intervención alemana e italiana jamás pudieron ser desmentidas. Utilizaba en sus crónicas con frecuencia la fórmula: “Este corresponsal vio…” 

       Constancia de la Mora, encargada de los periodistas extranjeros más tarde, en Valencia, le describe como enjuto, desgarbado y tímido, vestido siempre con pantalones de franela gris. Acudía por las tardes a la oficina de prensa después de haber realizado peligrosas incursiones en el frente. “No se acercaba a nosotros durante meses salvo para trasmitir por teléfono sus crónicas; por miedo, supongo, a que pudiéramos influir en él de algún modo”. Tenía coche propio y un claro concepto  de su cometido y de lo que estaba en juego en España. Se quedó casi hasta el final de la guerra y salió por la frontera catalana con los vencidos. Cubrió la batalla de Teruel corriendo graves riesgos, y fue el último en entrevistar a Negrín, que anunció al mundo que la lucha continuaba.

 

 

       The New York Times se consagró como uno de los mejores periódicos del mundo gracias en buena medida a su cobertura de la guerra española. Entendió enseguida que no era un conflicto localizado sino la primera batalla de un enfrentamiento mundial, y realizó un despliegue sin precedentes en la historia de la prensa con enviados especiales en los dos bandos e información propia en la medida de lo posible. A menudo los corresponsales se contradecían, y el periódico publicaba ambas versiones, lo que provocaba un vivo debate y el cruce de cartas de los lectores. Barea presenció en alguna ocasión duros enfrentamientos de Matthews con su redacción, que intentaba mitigar las emotivas descripciones de los efectos de la guerra en la población civil o la denuncia de la intervención de las potencias fascistas. The New York Times fue, en muchos sentidos, el periódico más ecuánime. La famosa crónica en la que un periodista incómodo fue testigo del bombardeo alemán de Guernica fue colocada en el Times de Londres en la página 17, a una columna y sin firma, sin duda para no herir las susceptibilidades de los nazis. En Nueva York se dio en primera página, a dos columnas y con la firma de su autor, el inglés G. L. Steer.

Fidel Catro en Sierra Maestra       Se sucedieron varios enviados especiales en el bando rebelde, sobre todo William P. Carney, católico ferviente. Pero en el bando republicano dominó Matthews, con su estilo claro y directo, sin concesiones, meticuloso en los detalles, lo que no impidió que sus noticias fueran en ocasiones necesariamente parciales: debían ser aprobadas por la censura, bastante laxa en los primeros tiempos de Madrid y más rigurosa cuando los comunistas dominaron la información. De cualquier forma, como afirma Preston, “su ética personal le obligaba a no escribir nunca una palabra que no creyera fervientemente cierta”. Matthews fue, además, el periodista que planteó el debate entre objetividad y compromiso tan característico de la guerra española. Consideraba “una estupidez absoluta” la pretensión de algunos corresponsales de estar libres de prejuicios, y añadía que el lector puede exigir que se le proporcionen todos los datos en torno a un hecho, pero no que el redactor esté de acuerdo con él. En 1938, todavía en España, publicó Two wars and more to come, donde dice: “No soy comunista ni fascista, ni radical ni conservador, ni católico ni anticlerical, pero me descubro ante esta gente [los republicanos]. Están luchando, peleando y sufriendo por mejorar la vida que han tenido hasta ahora, y espero que ganen”.

       Leemos ahora que Matthews había sido “admirador del ejército republicano”, cuando la defensa popular de Madrid difícilmente podía adoptar tal nombre. Lo que fue es un hombre comprometido con su profesión y con su tiempo, que jamás ocultó su simpatía por el bando que denominaba loyalist, “la causa de la justicia, de la moralidad y de la decencia”. “Puede parecer que el periodismo fracasa en su labor cotidiana de suministrar material para la historia, pero la historia nunca fracasará mientras el periodismo escriba la verdad”, escribió en un libro hoy más recomendable y necesario que nunca, The Education of a Correspondent (1946). A ese libro pertenece también esta conocida sentencia: “Nunca volverá a ocurrir algo tan maravilloso como esos dos años que pasé en España. Y no lo digo yo, sino que también lo afirman todos los que vivieron este período junto a los republicanos españoles. Soldado o periodista, español, norteamericano, francés, alemán o italiano, daba igual. España era un crisol en el que la escoria quedó fuera y el oro puro, dentro, que hizo que los hombres quisieran dar sus vidas con orgullo. Dio sentido a nuestra existencia”.

 

 

       Tras la guerra española, Matthews cubrió el comienzo de la Segunda Guerra Mundial como corresponsal en Roma, donde fue encarcelado por los fascistas. Viajó a la India, asistió al desembarco aliado en Italia y se encargó, a partir de 1945, de la delegación de su periódico en Londres. Cuatro años después regresó a Estados Unidos y se incorporó al equipo editorial de The New York Times. Su gran interés por Latinoamérica le permitió establecer estrechas relaciones a lo largo del continente y protagonizar una de las más sonadas exclusivas del siglo XX. La portada del domingo 24 de febrero de 1957 mostraba al mundo que Fidel Castro no sólo no había muerto, como afirmaba el régimen de Batista, sino que había sido elegido para dirigir la revolución cubana. La famosa entrevista realizada por Matthews después de adentrarse en Sierra Maestra sirvió de presentación al mundo de los objetivos y anhelos de ese grupo de barbudos que pretendían cambiar el mundo. La firma de Castro, extraída de las notas del reportero, aparecía bajo una fotografía en la que se veía al líder guerrillero saliendo del bosque con un rifle de mira telescópica en la mano.

Matthwes y Castro en Sierra Maestra       Matthews describe con viveza a un personaje de “personalidad abrumadora” y de “grandes cualidades para el liderazgo”. Durante tres horas charlan entre susurros porque las fuerzas gubernamentales están cerca y patrullan la zona. Castro tiene especial interés en señalar que no tiene ninguna animosidad contra Estados Unidos ni contra el pueblo norteamericano, que lucha por el fin de la dictadura y por el establecimiento de la democracia. Es obvio que el periodista cree en sus intenciones, aunque señala, por ejemplo, que cuenta con unas teorías económicas “que un experto consideraría pobres”. La repercusión de la exclusiva fue inmediata y contribuyó, sin duda, a convertir a Castro en uno los grandes personajes del siglo pasado. La torpeza del gobierno de Batista, que puso en duda el encuentro, fue contestada inmediatamente por Matthews, periodista veterano, que publicó una foto en la que se le ve tomando notas junto al líder revolucionario, ambos fumándose un puro.

       Al celebrarse los cincuenta años del triunfo de la revolución cubana, se ha vuelto muchas veces a esta entrevista, señalando en demasiadas ocasiones que se trata de la primera muesca en la pistola del gran manipulador cubano. No lo fue. La entrevista, como todo el trabajo de Herbert L. Matthews, es honesta, impecable si se tiene en cuenta que es producto de un encuentro de tres horas, y muy clarificadora en la exposición de las intenciones de Castro. Meses después, un equipo de televisión de la CBS se internó de nuevo en la jungla cubana y obtuvo unas imágenes que seguían la línea marcada por The New York Times. Matthews, por su parte, hizo lo que debía: volvió a Cuba y entrevistó a Batista -¿quién lo recuerda?-, pero a buen seguro se llevó una sorpresa cuando, de regreso en Nueva York, se encontró una manifestación ante la sede del periódico dándole las gracias por su ayuda al pueblo cubano.

       En abril de 1959, Castro se presentó triunfal en Estados Unidos y condecoró a Matthews. Dictó una conferencia ante la Sociedad Americana de Editores de Prensa de Nueva York, en la que, al decir de la abundante literatura anticastrista, ridiculizó en público al periodista al desvelar que le había engañado en Sierra Maestra haciendo que sus hombres se movieran en círculo para aparentar que eran más. No parece que la revelación, fruto de la conocida incontinencia verbal de líder cubano, tuviera gran trascendencia para el triunfo de la revolución, ni siquiera para sus protagonistas, que siguieron siendo amigos.

       Un libro reciente de otro reportero de The New York Times, Anthony DePalma, con el sugerente título The Man Who Invented Fidel (2006), narra con la minuciosidad que caracteriza a esta escuela de periodismo el caso Matthews, aunque apenas se refiere a su paso por España, y analiza la evolución norteamericana en la percepción de la revolución cubana. El veterano corresponsal, que nunca fue comunista, apoyó a Castro más allá de lo que su entorno y su época podían permitirle, aunque el presidente Kennedy, por ejemplo, le llamó a la Casa Blanca para escuchar su opinión. Enseguida vio cómo su diario le sugería otros destinos cuando quería regresar a Cuba, y cómo su línea editorial era desplazada de la política de la casa. A Matthews le apartaron de la primera línea del periodismo norteamericano, que sin duda se habían ganado a pulso la guerra fría y el macarthismo, el pensamiento único que se fue apoderando de la sociedad occidental sin remisión.

       A pesar de todo, tal vez corrió mejor suerte que John Reed, otro referente del mejor periodismo de la historia, autor de uno de los mejores libros jamás escritos en su género: Diez días que conmovieron al mundo. Involucrado, sin duda, en la lucha de los bolcheviques de 1917, una película de Warren Beatty trató de redimirle y le situó en el lecho de muerte, balbuceante y arrepentido de su comunismo, cuando está enterrado en el Kremlin junto a los héroes de la revolución soviética. Matthews, discreto, se fue distanciando sin renunciar nunca a sus ideas, ni a su visión de Castro, y abandonó el periódico al que había consagrado su vida en 1967. No permitió que sus compañeros le hicieran una fiesta de despedida. Se retiró a la Riviera francesa a escribir sus memorias y un libro en el que trataba de explicar qué había ocurrido en Cuba. Murió, olvidado, al otro lado del mundo, en Australia, una década más tarde. Perteneció a esa rara estirpe de periodistas que pueden señalar la punta de su nariz para mostrar la intensidad de su trabajo.

 


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