Es extraño para mí hablar sobre El Hadji Amadou Ndoye. Comienzo a escribir esto sentado junto a un butacón en el que él se sentó alguna vez, en casa, en Madrid, y nunca pensé que me encontraría en esta tesitura, y menos tal día como hoy, en 2013, tan pronto. Como bien saben, el profesor Ndoye falleció –aún no se había jubilado de su trabajo del Departamento de Español en la Universidad Cheik Anta Diop de Dakar–, demasiado joven, a los 65 años de edad, aún no hace 1 año.
Cuando pienso en él y entrevero su gesto, su forma de hablar y estar, comprendo que El Hadji Amadou Ndoye era un hombre reflexivo, así como portador de una honorabilidad y una bonhomía que, tras haber conocido a muchos senegaleses, me resulta familiar, aunque en su caso estas llegasen algo más lejos debido a su educación y su claridad de principios. Hundía sus raíces, a conciencia, en su país, al mismo tiempo que se comportaba como avanzadilla de este que mira hacia fuera, y alcanzó a participar en el ámbito español hasta el punto de hacerse acreedor, por ejemplo, de este homenaje. Todo ello le convertía en un senegalés clásico en muchos aspectos, pero, también, en un senegalés tremendamente moderno, y, finalmente, en un ser excepcional.
El senegalés, por lo general, es persona agradable, amable y educada –o tal vez debiera decir considerada con los demás–. Aventuraré que uno de los posibles orígenes de su genérica calidad de trato pudiera ser su educación en familias numerosas en las que los individuos adolecen de la posibilidad de atesorar la menor posesión, lo que les vuelca sobre las personas desde pequeños. Son muchos y, normalmente, no tienen cosas: la primera posibilidad de individualismo se suele abrir tarde para ellos, ya adultos, con las primeras posesiones; de pequeños no tienen otra posibilidad que entretenerse e interactuar con los demás, incluso en el caso de quienes, por carácter, sean más egoístas. Por supuesto, luego cada cual es cada cual, el carácter particular se impone. Y, por otro lado, en Senegal también hay ricos, gente que siempre tuvo de todo y a la que nunca le faltó de nada (aunque sean los menos y yo no los haya tratado).
En cualquier caso, Senegal es un mundo más sólido que el nuestro en la actualidad, y por ello lento, ceremonioso. No sé si han tenido ocasión de ver alguna ficción audiovisual dirigida al público televisivo senegalés: nada que ver con los audiovisuales de ficción occidentales. Se trata de una sucesión de largas escenas en las que alguien se dirige a la casa de otra persona, es recibido, acomodado, agasajado como es debido; y luego, ocupando ya cada cual el lugar que le corresponde en la casa –el anfitrión y la visita–, el visitante comienza haciendo una larga introducción en la que agradece el recibimiento, y recapitula todo lo memorable que les une a ellos y a sus familias (pudiendo remontarse a generaciones pasadas), para, finalmente, abordar el asunto que le ha traído: el problema o la propuesta o la petición o el ofrecimiento que quiere trasladarle. Y así, en el audiovisual televisivo, una escena tras otra, describiendo minuciosamente las ceremonias que jalonan el clásico melodrama de culebrón, pero en una diluida baja intensidad, donde el melodrama queda muy al fondo, detrás de las buenas o malas maneras de los personajes. Son, estos audiovisuales, como un manual de las viejas buenas y malas conductas en el trato dentro de la familia, en el trato entre familias, o en el trato con el forastero, y, aun siendo audiovisuales, no se entendería su existencia sin la enorme importancia de la palabra en la educación tradicional africana.
Pero Amadou Ndoye –que era un buen representante de las buenas viejas maneras del África del Oeste–, además, concluyó su carrera universitaria en Lyon, Francia, y desarrolló su vida profesional en Dakar –ciudad de dimensiones importantes (dos millones y medio de personas), con posibilidad de cierto cosmopolitismo–, en un país, Senegal, en el que conviven unas 20 etnias distintas con sus propios idiomas (y quien dice idiomas dice concepciones del mundo), y además en el ámbito universitario, en modo “literatura española e hispanoamericana”, es decir, abierto a un territorio vastísimo, el de la lengua española que, como saben, es una gran patria.
El profesor Ndoye tuvo tres educaciones distintas: primero, la tradicional, impartida en casa por sus padres y abuelos, completamente oral, basada en acertijos, refranes, fábulas, juegos de palabras, etcétera. La segunda, ya que era musulmán, la educación coránica, impartida con torpeza sobre la base de memorizar las suras en árabe (por lo que no consiguió hablar árabe, aunque sí desarrollar la memoria, algo que luego le vendría muy bien, según sus propias palabras). Y la tercera, la educación francesa, en la que también le enseñaron inglés y otro idioma, el español, para finalmente en la universidad aprender también portugués, porque era un forofo de Brasil, del fútbol, de la selección brasileña de finales de los 50 y principios de los 60, de Pelé.
Así que el profesor Ndoye era un africano wolófono, francófono, arabófono, anglófono, hispanófono y lusófono, nada menos; musulmán y perteneciente a la etnia lebu. Una etnia muy particular, porque –también en sus propias palabras– hasta el siglo XVIII los lebu convivieron con los wolof, se rebelaron para no pagar una serie de tributos y se alejaron hacia la península de Cabo Verde, y, en el camino, se mezclaron con los Serer, de ahí que en la actualidad los lebu compartan palabras, expresiones y algunas costumbres con estos. Por cierto, los lebu, la etnia del profesor Ndoye, es política y económicamente preponderante en Dakar, y me cuentan que su wolof es más arcaico de lo habitual.
En las Islas Canarias en las que yo me crié –en La Palma, durante la década de los 70– no veíamos negros más que por la tele: negros norteamericanos; pandilleros, humoristas, y ya en los 80, Tina Turner…, amén de los africanos esclavizados de la serie de televisión Raíces. Si los niños de aquellos años hubiésemos visto llegar a un negro subiendo por la carretera –como por otra parte solía suceder con blanquísimos turistas alemanes– no sé lo que hubiera pasado; tal vez lo que me han contado que aún sucede en aldeas de cualquier rincón de África cuando los niños ven aparecer a un blanco: hubiésemos salido corriendo, hubiésemos huido despavoridos, tal vez habríamos corrido a casa para contarlo. O, tal vez, hubiésemos corrido tras él cantando “¡negro!”, “¡hola negro!”, todos los niños arremolinándose “¡negro, negro, negro!”, exactamente igual que me ha pasado a mí en Senegal, ya de adulto, todos los niños corriendo detrás de mí, arremolinándose alrededor mío, gritando “¡tubab, tubab, tubab, tubab, tubab!”. Sé que no hubiese sucedido lo mismo en esta ciudad, por ejemplo, en Las Palmas, en la que ya en los 70 existía una gran colonia de africanos, pero lo que sí igualaba a toda Canarias por entonces era una voluntad económica y política de ocultar a sus ciudadanos el lugar que las islas ocupaban en el mundo, haciendo desaparecer el continente africano de los mapas, cuando no situando las islas en un improbable aparte allá en un córner del Mediterráneo. Nos querían españoles, luego nos quisieron europeos; la gran mayoría de nosotros nos queríamos españoles, y luego, también, nos quisimos europeos. Para mi generación de canarios, en un altísimo porcentaje, África no estaba ahí: África quedaba lejísimos. Cada vez que nos topábamos con la visión de ese continente en el televisor nos hacíamos la falsa idea de que no teníamos nada que ver con éste. Creo que es algo que nos explica mucho de lo que somos hoy, de nuestros anhelos e incomodidades y sorpresas y despertares de ahora. También explica en parte lo que el profesor Ndoye es para nosotros, para la literatura de las islas, tanto como explica en parte algunos aspectos de la nueva literatura insular sobre los que el lector podrá reflexionar, si quiere, cuando nos lea.
Curiosamente, en la historia reciente hemos asistido a la llegada a las costas de las islas, en pateras o cayucos, de grupos de negros de África en busca de una oportunidad de desarrollo personal, y una parte de la sociedad ha reaccionado empavorecida, como si se tratase de fantasmas, de zombis de ultratumba, de gentes que venían del más allá del final del mundo. Todavía recuerdo con estupor la portada del periódico Diario de Avisos en la que figuraba el presidente Paulino Rivero, de pie en un muelle, con mascarilla, mirando con aprensión, a cuatro metros de distancia –sin atreverse a acercarse– a un africano recién llegado en cayuco que, tendido en el suelo, desfallecía de cansancio e hipotermia. La foto del presidente en la portada del diario lanzaba un mensaje claro a la población: teman, sientan asco, alármense. Pero tiene su envés para quien quisiera verlo: fascínense, investiguen, descubran, ábranse, desperécense, creen.
Sin embargo, el profesor Ndoye llegó mucho antes, y por otros medios, fue un aparecido distinto que estos otros, vino del más allá del final de nuestro mapa, de la zona ciega de nuestra cartografía, y traía noticias de nosotros, es decir, de los escritores nuestros de los 70, en un tiempo en el que la maltrecha autoestima de los isleños y de su literatura anhelaban fervientemente trascender alguna de las fronteras de esta tierra.
Fue un hecho insólito, surreal e inesperado: un negro del África se interesó por nosotros.
En el caso de quienes anhelaban algún reconocimiento exterior solo cabía la posibilidad de acogerlo, atenderlo, escucharlo, traerlo para que nos dijera… (en Canarias hemos padecido una necesidad casi existencial de que nos hablen de quienes somos). Además, en el caso de las mentes que veían en España una potencia opresora colonial, que fuese un negro africano quien se interesara por la literatura de las islas debió de ser un accidente de marcada justicia poética (o política); en el caso del señor Ndoye, sin embargo, debió de tratarse tan solo de un paso lógico en el devenir de su hispanofilia.
Como bien recuerda el periodista Carlos Fuentes en su artículo tras la muerte de Amadou Ndoye, de título El profesor de español que bailaba cha-cha-cha, ese devenir comenzó en la adolescencia y a través de determinada música:
“Solía decirlo con una sonrisa: ‘la letra con música entra’. Antes que profesor y apóstol del español en África, Amadou Ndoye (1947-2013) fue un hijo de su tiempo. Y un joven en un mundo de esperanza marcado por la independencia de Senegal en 1960. En aquellos días (y noches) de efervescencia empezó a familiarizarse Ndoye con el idioma castellano, al que siempre se refería como ‘la lengua de Cervantes’. Pero no fue un libro el que puso la semilla hispana en el futuro profesor de la Universidad Cheik Anta Diop. En Dakar, como en otras capitales africanas ya emancipadas, los bailes populares solían estar animados por ritmos latinos y un estimable puñado de discos singles americanos. Como retrató Malick Sidibé. Era, principalmente, música cubana que llegaba por dos vías: con los marineros senegaleses que cruzaban el océano Atlántico y con la influyente presencia político-militar cubana en el continente. ‘Escuchábamos música en español y queríamos entender a los cantantes, a Benny Moré, a Abelardo Barroso, también al Trío Matamoros’, recordó en entrevista con este cronista en 2009. Porque Amadou Ndoye, además de maestro del castellano en Senegal, era un bailarín de cierta destreza. Conocía, y bailaba, son montuno y timba, pero también algún cha cha chá legendario. Ya fuera en un rato libre en México o en la fiesta de clausura de un congreso en Colombia. Daba gusto escuchar su alegría por la influencia latina, y española, en el universo cultural africano. De las huellas en Nicolás Guillén (Songoro cosongo) al nuevo hip hop combativo de Didier Awadi, sin olvidar a los pioneros de lo latino en África, la todopoderosa Orchestra Baobab. Fue un lujo compartir ratos de escucha con la Orquesta Aragón (‘ya casi son africanos’, bromeaba), entre café y café, con los recuerdos de los días felices bailando en la memoria. Buen viaje, Amadou”.
También mi actual compañera, Mama Diédhiou, bailaba aquellos discos con su padre, subiéndose de niña a sus pies, en el cuartel de Dakar donde se crió. Se trata de algo, aquella música, que Canarias compartió y comparte en la actualidad con el África del Oeste y, sin embargo, parece que nunca lo supo, parece que aún no lo sabe, aunque ahora esté Carlos Fuentes para contárnoslo y siempre hubo alguien que tuvo algún atisbo. Mi propio tío Cuco, cantante del grupo Son Montuno en La Palma, viajó a Dakar en los 70, con su hermano Ramón y su padre, el maestro Ramón Gómez, para bucear en sus costas a pulmón en busca de caracolas que poder intercambiar con otros coleccionistas del resto del mundo, y al aventurarse por la ciudad descubrió tiendas de discos en las que halló singles y elepés del Trío Matamoros que curiosamente no se encontraban en las islas. Africanos y canarios hemos sido sincrónicos, al menos en estos ritmos.
El profesor Ndoye llegó al español a través de la música cubana, pero también a través de la música cubana que hacían los grupos africanos que se enamoraron de aquellos ritmos y los cantaron tanto en su idioma como en español, a menudo sin hablarlo. Pincho en internet algunos enlaces musicales que me envía Carlos Fuentes –Carlos alojó al profesor en su apartamento de Madrid un buen número de ocasiones, y escuchó con él esos temas–, y, a mi lado, mi compañera Mama y mi cuñado Mousa reconocen a los cantantes: “¡Laba Sosseh!”. “¡Esa era la música que le gustaba a Ndoye!”, me dice Mama, antes incluso de saber que la escucho porque estoy trabajando en esto.
En post publicado en el blog África Vive, de Casa África –con sede aquí, en Las Palmas–, en su sección Semilla Negra, dice Carlos Fuentes:
“En las músicas de Senegal, Malí y Guinea arraigaron muchos sonidos cubanos. Orquestas ya legendarias como Number One de Dakar, Baobab, Star Band o Super Êtoile de Dakar (Senegal); Les Ambassadeurs o Super Rail Band de Bamako (Malí); Bembeya Jazz, en Conakry (Guinea); y la longeva Orchestre Poly-Rythmo de Cotonou (Benín), popularizaron la pachanga cubana. Especial atención merece en este capítulo repleto de nombres ahora famosos (Youssou N´Dour, Salif Keita, Sekou Diabaté, Mélome Clement…) el pionero absoluto de la fusión afrocubana lejos del Caribe. El cantante gambiano Laba Sosseh, a quien sus seguidores apodaron El Maestro, lideró primero en África dos de las orquestas más famosas del momento: Star Band y Super Star. Y con esos réditos desembarcó en Nueva York para codearse con los grandes de la salsa”.
Ese es el azar histórico maravilloso por el que este hombre, Amadou Ndoye, se hiciera “apóstol del español” en África; primero (impartiendo clases de traducción, gramática histórica y literatura española e hispanoamericana en la universidad), y, después, indagando en la literatura de las islas Canarias porque, en sus propias palabras –pero prestadas de Agustín Espinosa–, las islas se encuentran “a un tiro de piedra” del continente africano, y, también, porque se dio cuenta de que nadie lo hacía. Se lo contó así al periodista Eduardo García Rojas en entrevista publicada en Diario de Avisos el 13 de agosto de 2011:
“Entre 1966 y 1967 y mientras estaba en la Universidad de Dakar, tuvimos a un lector canario, Juan Manuel González, que junto al director del departamento, puesto que ocupaba un francés, nos animó a traducir del español al francés poemas de escritores canarios como Pedro Lezcano, Pedro García Cabrera, Pedro Perdomo Acedo y así fue cómo tuve acceso a la poesía canaria por primera vez. Más tarde tuve la oportunidad de viajar en 1985 a Tenerife, invitado por un encuentro Canarias-África organizado por la Caja de Ahorros, y en el que me tocó hablar de literatura española y me regalaron una serie de libros que tras ojearlos me hizo entender que hubo una narrativa canaria de los años 70 entre cuyos autores estaban, entre otros, Juan Cruz, Alberto Omar y Fernando Delgado, y como estaba buscando tema para la tesis de doctorado, pensé, he encontrado un filón porque esa literatura no se conocía en los países del África francófona y me puse a estudiar textos de Luis León Barreto, Juan-Manuel García Ramos, Víctor Ramírez, todos los autores de los setenta en Canarias, desde la dictadura a la dictablanda y la Transición. También lo que vino después, en los ochenta, lo que contribuyó a que entendiera a Canarias porque me obligó a remontar a su pasado literario. Es decir, Viera y Clavijo, Cairasco de Figueroa, casi todo lo que se escribió en el siglo XVI hasta los setenta”.
En 1998, el profesor Ndoye defendió en Toulouse, Francia, una tesis de Nuevo Régimen, La narrativa canaria del 70 (1975-1985). Ese mismo año 1998 presenta en Las Palmas su libro Estudios sobre narrativa canaria” (Baile del sol, 1998), y en dicha presentación, según sus propias palabras, un señor se le acercó y le propuso –de parte del periodista grancanario Federico González Ramírez– colaborar en un periódico que comenzaba su andadura: La Tribuna de Canarias. El periódico no duró mucho, un par de años, pero lo suficiente para que de esas colaboraciones periodísticas saliese su libro A un tiro de piedra (Baile del sol, 2006), y hay que decir que la presencia de Ndoye en sus páginas significó un pequeño hito en la prensa insular, donde no es habitual que se cuente con la mirada de personalidades del exterior de las islas, si acaso del centro del país, pero no de otros países.
El profesor Ndoy conocía Canarias lo suficiente, no solo a través de sus viajes y los amigos que ya atesoraba, sino, sobre todo, a través de su literatura (y esto es la Historia de Canarias, el carácter de su gente, sus anhelos y frustraciones), de tal manera que no parece que encontrase mayor dificultad en la tarea de escribir aquellos artículos; además, aprovechó la oportunidad para, sobre todo, abordar temas de África que no solían tener cabida regularmente en ese tipo de espacios en los medios de Canarias; tarea para la que, no se nos escape, era necesario que supiese perfectamente lo que se decía y no se decía aquí, lo que se conocía y no se conocía, lo que se pensaba y no se pensaba, para abordar los temas de un modo que además nos interesaran.
Esa colección de 61 artículos suponen una buena muestra del pensamiento del profesor, no tanto sobre Canarias, sino sobre su continente. Titula: ‘Muertes sospechosas en Burkina Faso’; ‘Jadafi y los conflictos africanos’; ‘Candidatos a la emigración’; ‘Sedar Senghor, Soyinka, Gordimer, Mahfuf: enajenación y compromiso’; ‘Nigeria y su desgraciado petróleo’; ‘Soñando con Senegambia’; ‘El pasado de Sierra Leona’; ‘El reto de Costa de Marfil’; ‘Pedro García Cabrera en Dakar; ‘El escritor africano, entre la libertad del hombre y la monstruosidad última’…
En estos artículos está el Amadou Ndoye político, el de los principios, el que tiene tan plena conciencia del lugar que ocupa en el mundo, el de ideas, el hijo de la descolonización que observa cómo su país, lejos de emanciparse, se sume en una segunda colonización que es de influencia, económica, bancaria, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y unos cuantos más al fondo, y aún peor en aquellos otros países descolonizados donde hay riqueza (diamantes, petróleo, coltán); se encuentra ahí el profesor Ndoye que observa cómo aquí se manipulaba a la opinión pública retorciendo por interés político el significado de la llegada de los cayucos, obviando que una de las principales razones ha sido la desaparición de la pesca en las costas de Senegal por culpa de acuerdos internacionales que han permitido a grandes barcos esquilmar la zona, dejando el pescado de cuarta categoría para los senegaleses para poner en las mesas de Europa el mejor pescado. También se encuentra en esos artículos el profesor Ndoye que se pregunta por la necesidad de una justicia global, que ofrece una versión de cómo es eso de enseñar español en África, o cuestiona el empecinamiento canario de darles la espalda.
Le cito:
“Los isleños le dan la espalda a África y tienen la mirada puesta en Europa y América. Si visitaran Dakar se enterarían de que los alisios que soplan sobre el Archipiélago refrescan a la capital de Senegal de clima parecido al de las islas entre noviembre y mayo. Se percatarían si viajaran un poco de que en el África subsahariana –Gabón, Costa de Marfil, Camerún, Benín, Senegal– se estudia el idioma de Cervantes y de Alonso de Quesada. La insularidad les parecería un vestidito estrecho que se quitarían momentáneamente. ¿Saben los canarios que Dakar está más cerca de las islas que Madrid? ¿Que de noche se puede escuchar en Dakar Radio Nacional de España como en San José o en Taco? Mientras tanto, siguen soplando los alisios sobre las costas del Atlántico”.
Al principio he descrito al profesor como un hombre reflexivo. Amadou Ndoye conversaba reflexionando, con ese gesto de mirada huidiza u ojos cerrados, evitando tu visión bien por timidez o por cuidar que no te sintieras incómodo al ser interpelado, y como tenía tan claro el piso en el que estaba parado, cualquier cosa que decía –aun abordando el tema más espinoso y políticamente controvertido– sonaba como un bálsamo, nunca como una agresión, nunca conflictivo; resultaba tremendamente firme en sus convicciones, pero no arrojaba los argumentos contra nadie, los ponía sobre la mesa, los formulaba de tal modo que el argumento y la convicción estaban ahí, pero no podían convertirse en el objeto de otra querella, de una querella superpuesta a la que importaba y se debatía. Era una cuestión de cultura en el más amplio sentido de la palabra –incluyendo su tradición africana– y se debía también a una férrea formación del carácter. En sus artículos se encuentra ese Ndoye: un hombre que sabía cómo decir las cosas, así que no tenía que callar nada.
En mi caso, si me permiten, en este Ndoye encontré a quien había informado a mi mujer. Antes que él, ella me había ofrecido esa perspectiva de las cosas. Había escuchado muchos de esos argumentos, o, mejor dicho, había atendido a un pensamiento que se estructuraba de ese modo.
En alguna de las escalas de Ndoye en Madrid le organizamos un encuentro en casa con ex alumnos suyos que viven en España (el profesor tiene alumnos enseñando español en muchos sitios, en España, en Estados Unidos, en Francia…) y éstos asistieron desconcertados e ilusionados, yo diría que con una mezcla de respeto, veneración, aprensión y hasta sobrecogimiento ante su ex profesor, expectantes y divertidos. El profesor Ndoye tenía fama de ser un enseñante duro, exigente; les exigía trabajo, esfuerzo, dar el máximo, no desfallecer, épica en el estudio; les arengaba a sacar adelante el país, depositaba en sus alumnos responsabilidades que iban mucho más allá de la mera realización personal. Por lo que he podido escuchar, en el aula era autoridad moral y también política. Y además de todo eso era ameno, y provocaba sonrisa frecuentes. Recuerdo perfectamente un gesto particular, muy propio de él, cuando en alguna de aquellas reuniones, que normalmente se alargaban 6 o 7 horas, nos hablaba acerca de algo que requería esfuerzo; cómo en actitud reflexiva, encogido sobre sí mismo, con la cabeza metida entre las piernas, sin mirarte, sin mirar a nadie, los ojos cerrados, apretaba el rostro y hasta los puños y todo el cuerpo, en tensión, para, finalmente, conminar al esfuerzo. Ese gesto, por ejemplo, era característico y sobrecogía y aun así no estaba exento de vis cómica; regocijaba, fascinaba, era memorable.
Durante aquella reunión con sus ex alumnos, el profesor Ndoye trataba de convencerles de que dieran por concluida su migración y regresaran a casa, para ocuparse de su país; les conminaba a abandonar sus vidas ordinarias en Madrid para regresar y ponerse al frente de los nuevos alumnos de español en la universidad Chek Anta Diop; un regreso que no sé si ha conseguido en alguno de los casos, porque una vez iniciada la emigración, y hechos a otro país, a nadie le resulta fácil desandar lo andado, ni siquiera para regresar al país propio, ni siquiera con promesas de una vida mejor, un sueldo estupendo y la esperanza de dejar de ser una suerte de ciudadanos de segunda para convertirse en personalidades de cierta preponderancia social. Así es la emigración.
Pero queda claro que el compromiso del profesor Ndoye con su pueblo era inquebrantable; consideraba su deber ocupar el puesto que ocupó en la Universidad, y ejercía ese deber con responsabilidad, no solo en la Universidad, sino allí donde iba.
Créanme si les digo que, posiblemente, su conocimiento de la literatura escrita en Canarias era una pequeña parte de lo mejor que el profesor Ndoye podía ofrecernos. De hecho, la literatura de las islas fue su puerta de entrada en Canarias; pero creo que, en los últimos tiempos, estábamos aprendiendo que debíamos escuchar lo que tenía que decir sobre todo lo demás, y quien sabe si, con el tiempo, nos hubiésemos dado cuenta de que teníamos que ir allí, y conocer lo suyo, interesarnos por él de veras, algo que, en cualquier caso, según tengo noticia, sí han hecho unos cuantos, en unos casos de su mano y en otros por cuenta propia pero visitándolo en Dakar: el escritor y músico de jazz Roberto Cabrera (con la poeta Olga Rivero), el escritor Pablo Martín Carvajal (que suele viajar a Senegal por sus obligaciones políticas), el ya mencionado periodista Carlos Fuentes, o el periodista Nicolás Castellanos son algunos de ellos. Fueron a Senegal, visitaron la zona ciega de nuestra cartografía y la descubrieron felices.
En lo referente a lo que el profesor Ndoye escribió sobre la narrativa canaria de los 70, hay que observar que comienza su libro Estudios sobre narrativa canaria (Baile del sol, 1998) con un texto sobre la Faycán, novela de los años cuarenta del siglo pasado, escrita por Víctor Doreste, en lo que no parece en absoluto un gesto arbitrario ni casual. El texto de Ndoye se titula ‘O el viaje de retorno al rompecabezas de la identidad canaria’, y le sirve para cifrar el “condicionamiento del canario”: “Un pasado de golpes, humillaciones, torturas y represiones”, y cita el relato Los perros hemos nacido para adular y para morder al enemigo del amo. La gracia del asunto es que se trata de una alegoría narrada por un perro vagabundo de pura raza canaria, una fábula de apariencia inofensiva, pero el profesor desentraña su sentido escondido (¿tal vez demasiado duro y desagradable como para ser contado sin ambages en los años cuarenta?), y pone el foco en todo lo que tiene la novela de radiografía velada de los orígenes de la identidad insular y el efecto devastador que el sometimiento antiguo ha producido sobre el carácter de las personas en el presente.
En la última página del libro el profesor nos ofrece la clave de por qué ha iniciado el libro con Faycán. Dice: “El papel de la historia en las pautas de conducta y la neurosis está confirmado por un estudio de Quevedo Suárez […] si ha desaparecido oficialmente la esclavitud como institución sigue viviendo agazapada en los pliegues de la idiosincrasia”. Regresando al primer texto del libro, y refiriéndose a Faycán, dice Ndoye: “Al canario sojuzgado y desposeído lo socializaron infundiéndole una mentalidad de esclavo”, y cita un fragmento en el que el perro nos ilustra sobre su educación: “Cuando crecíamos lo suficiente, muchos de nosotros ingresábamos en un colegio, donde nos enseñaban cosas utilísimas y, sobre todo, la manera de tratar a nuestros amos”.
Se trata de un perro. Y se trata de un canario. Can (ario).
Podemos afirmar que el profesor Ndoye encontró en la narrativa de Canarias un tema afín, y lo mismo que se interesa por lo de africano que hay en la toponimia reflejada en Faycán también se tiene en cuenta a sí mismo cuando aborda el tema de la esclavitud de los canarios y cómo esa herida se extiende hasta el presente e impregna la literatura. En cierto modo, al acercarse a nosotros, nos acercó a sí mismo, a su continente.
Mi generación, por ejemplo –esto no lo dice Ndoye, sino yo–, que es una generación que ignora con cierto desparpajo este pasado de esclavitud (y gracias a ello ha podido desembarazarse solo en parte de algunos sentimientos incómodos, por no decir desagradables, o al menos de la mayor parte de su intensidad), aun reproduce comportamientos que en ocasiones pueden suscitar hartazgo: una quejumbre injustificada, cierto victimismo, cierta necesidad de que nos digan quiénes somos, refuercen nuestra identidad o, simplemente, nos halaguen los oídos diciéndonos qué inteligentes y qué guapos somos… Aun no siendo muy conscientes de ese pasado de esclavitud, servilismo e indignidad, se observa en los canarios una necesidad de dignificarse equiparable a la de otros pueblos desposeídos, y ello se revela, por poner un ejemplo casi al azar, cuando Juan Carlos Fresnadillo es nominado al Oscar por un cortometraje en 1998: ¡Toda esa felicidad! (legítima; todo ello es legítimo, por supuesto). ¡El festejo que se expresa de manera similar a una botella que descorcha su presión! ¡Ha nacido un héroe! Y así en muchos otros casos.
En Canarias ha habido y hay artistas muy conscientes de esa necesidad canaria, que ellos mismos portan; algunos la utilizan a su favor, masajeando egos y aliviando la autoestima del público insular para obtener su atención o crear expectativas sobre sí mismos; otros huyen de esa carga, se desmarcan, reaccionan; demasiados pocos son ajenos u operan por libre de esa rémora de indignidad que proviene del pasado. Y, ¡señor, no sé si antes, pero, al menos a partir de hoy, espero ser uno de estos últimos!
Pero también estas cosas de la idiosincrasia han traído comportamientos inteligentes. Por poner un ejemplo, recordaré algo muy palmero, y que el escritor Anelio Rodríguez Concepción suele reivindicar: es lo que podríamos denominar “hacerse el coño”. Esto es, cuando alguien tiene un comportamiento poco inteligente y agresivo contigo ser amable, adularlo, agachar la cabeza y sonreír, hacerse el tonto, hacerse el coño, quedar por debajo para sobresalir por encima. Es todo un arte.
En cualquier caso, no es de extrañar que el profesor Ndoye nos tuviera calados, me recuerda Mama que en el comportamiento y la gestualidad corporal de muchos blancos al encontrarse con un negro puede observarse muchas veces que espera que el negro adopte una gestualidad servil, y si el negro no la adopta, muchos blancos se soliviantan íntimamente, y, automáticamente, sienten antipatía por esa persona. Lo mismo, muchos negros, africanos o no, incurren en esa gestualidad servil frente a los blancos, y ahí está también esa actitud extremadamente arrogante y exhibicionista de muchos negros norteamericanos para ilustrar otro posible estadio de la cosa.
En Canarias tenemos la figura del godo, que no es más que un peninsular que se viene arriba en cuanto observa que la gente se deja, y odiamos esa figura con furia, nos subleva, le hacemos el vacío, la arrinconamos, la execramos con nuestro desprecio, sin darnos cuenta de que no es solo él, su actitud está íntimamente relacionada con la nuestra. Durante mi adolescencia viví dos años en Zaragoza, y ahora llevo veinte en Madrid: creo que puedo afirmar que en la península no hay ni un solo godo. Ni uno solo. Acaso estén todos aquí…
Siempre que me encontré con el profesor, en algún momento, se acordó de Víctor Ramírez y J. J. Armas Marcelo. En este libro le dedica tres trabajos a cada uno de ellos, seis textos en total que suponen prácticamente el corazón del libro. Creo que es evidente que tenía un especial interés por la obra de estos dos autores.
En uno de los trabajos dedicados a Armas Marcelo comienza diciendo:
“Aunque ustedes puedan mirarme como un ejemplar raro, exótico y sorpresivo de africano que se interesa de manera casi milagrosa por la literatura canaria mientras su continente se desangra en las atrocidades y pesadillas del hambre y las guerras fratricidas, me reconozco en los fantasmas y demonios de J. J. Armas Marcelo […] J. J. Armas Marcelo es contemporáneo mío y nuestras vidas han sido paralelas hasta cierto punto. Para mí, leer a J. J. es recrear parte de mi vida”.
En la obra de Víctor Ramírez, por otro lado, parece encontrar el alma de ese canario herido que introduce a través de Faycán, y cuando desgrana Arena Rubia y otros relatos aparecen párrafo a párrafo todos los síntomas de algo que él conoce tan bien por su condición de negro africano: 1) La herencia del miedo; 2) la cobardía; 3) lo de fuera, mejor; y 4) el pesimismo.
Añadiré que en Canarias –además de la herencia del miedo, la cobardía, el menosprecio o sobre-aprecio de lo propio y el pesimismo– tenemos también la figura del canario fuerte, que fustiga a los demás. Ya no es el cacique, no lo hace para explotar a sus congéneres y sacarles un rédito económico, pero tal vez lo sustituya, y acaso sea otra víctima de la misma rémora, pues no se libra de esta. Y está también la figura del que, asqueado hasta no soportarlo más, se desentiende –mayor desprecio aún que el que fustiga–, un desprecio voluntarioso que denota que el desentendimiento no es tal, y, de hecho, si escarbas un poco, el desentendimiento desaparece. Sucede también que cuando alguien destaca un poco en Canarias se activan automáticamente una serie de fuerzas de compensación para garantizar no su desarrollo personal y artístico sino su mediocrización. Muchos sienten que el talento, en las islas, se esconde. Sobrevive escondido. Se bunqueriza y se ahoga.
Cuando el profesor Ndoye se adentra en la poesía de Juan Manuel Torres Vera (Nunca fui a Garatusa), lo primero que señala es un “consejo” que dice que el poeta se permite solo murmurado:
“Olvídate si quieres encontrarte. Abraza esa piedra y estamos en camino infinito. Chijeré”.
Y de J. J. Armas Marcelo le interesa que, si tuviera que escoger entre España y América, no lo conseguiría. Acaso encuentra ahí una válvula de escape hacia lo ancho del mundo en español, similar a la suya propia, lo que asocia a esta afirmación identitaria del autor:
“Fuimos y somos criollos raros, sin apenas tenerlo en cuenta, como quien no quiere la cosa, y pese a nosotros mismos y nuestras máscaras temporales; fuimos y somos jugadores empedernidos de la baraja americana, desde la nada de Las Alcaravaneras a lo que hoy se llama Playa de las Américas; fuimos y somos Lopes de Aguirre anónimos, sombras inmutables de Vieras y Clavijos contenidos y extrañamente tímidos, Condes don Julián de patios interiores que no sólo nunca vendimos nuestro Tánger imaginario sino que nunca nos atrevimos a dar el triple salto mortal y el grito de la gran traición necesaria frente a los que nos enseñaron lo que éramos y nunca habíamos sido. De ahí la Historia, la Literatura, y nosotros”.
En definitiva, le interesa al profesor Ndoye lo que la literatura insular ha manifestado acerca de esa identidad canaria que describe Armas Marcelo, una identidad compleja y lastrada, y por ello concluye su libro con el texto titulado ‘El tema de la esclavitud a través de la narrativa canaria contemporánea’, relacionando definitivamente ambos pueblos, el canario y el africano. La estructura del libro no es casual ni inocente, estructura para decir, por supuesto en cada capítulo encontramos el análisis de las obras, pero comienza con la identidad maltrecha del canario, escoge obras mediante las cuales hacer un seguimiento del tema, y concluye con la esclavitud.
En este cierre del libro señala:
“Antes que los negros, los guanches salieron del archipiélago como esclavos rumbo a los mercados de Sevilla y Valencia”.
Hasta finales del siglo XIX, la esclavitud “era la base del sistema económico y político en ambas orillas del Atlántico”, y “no nos andemos con rodeos, la burguesía canaria de la segunda mitad del siglo XIX se opuso de modo tajante a la abolición de la esclavitud”, y “todas las instituciones oficiales peninsulares e insulares, en sus respectivos informes, califican a la esclavitud de inmoral, injusta, detestable, etcétera… la condena al mismo tiempo que desean manifestar su necesidad. […] El hombre debe ser libre según el derecho de gentes, pero no hay que cuestionar el concepto de propiedad privada”.
Sigo leyendo:
“La presencia de esclavos en el archipiélago durante cuatro siglos ha dejado huellas –¿precisas?, ¿difusas?– en la conformación física, cultural, religiosa y psicológica del pueblo canario […] Lo seguro es que muchas familias isleñas actuales muy ufanas de su abolengo han sacado sus riquezas del comercio triangular. ¿Cuántos caserones de Tenerife y Lanzarote guardan en el silencio de sus mazmorras los gemidos de esclavos arrancados por la fuerza de la tierra de sus antepasados?”.
Hasta aquí han de llegar mis palabras sobre el profesor hoy. Espero que hayan sido lo suficientemente ilustrativas.
Pero antes de terminar me gustaría contarles una pequeña anécdota personal –personal del profesor y personal mía–, que creo que puede ser indicativa de cómo me gustaría creer que evoluciona en la actualidad la relación de algunos canarios con esa zona ciega, o cegada, de nuestra cartografía y nuestra historia: en una ocasión, el profesor Ndoye me confesó que él no había querido aceptar una segunda esposa. Sabes cómo es, allí es complicado, viene la familia, te dicen, un hombre como tú… de tu posición… Me costó muchísimo, pero aguanté.
En Senegal, cuando un hombre obtiene una cierta categoría económica no es desaprovechado, siempre hay una prima, siempre hay un amigo casi hermano que tiene una hija, muchas mujeres aceptarían encantadas convertirse en su segunda esposa. La posibilidad está ahí, y el hombre no siempre tiene la capacidad de negarse; no aceptar puede ser interpretado como egoísta, un desaire; y recuerden los ceremoniosos audiovisuales que les describí al principio: pueden ser muchos, y con discursos muy persuasivos, quienes se presenten en casa con sus requerimientos, propuestas, peticiones, consejos: Mi madre venía y me decía… Todo el mundo. Pero aguanté. Yo quería tener una mujer, solo dos hijos… como mucho… Quería tener una pequeña familia, me dijo Ndoye.
Cuando yo conocí al profesor acababa de nacer mi hija, Aisatu (nombre senegalés por el árabe Aisha), éste la conoció siendo un bebé, y siempre que nos escribíamos me preguntaba por ella: ¿Y Aisatu, está bien mi esposa? ¿Cómo está mi esposa, está bien?, me decía de mi hija.
Y yo me trincaba (al menos a bote pronto) pensando que aquel señor podía estar pensando en serio que mi hija, 14 o 15 años después, se convirtiese en su segunda mujer. Si no fuera porque sabía que él no había querido sumar una segunda esposa, si no fuese porque podía estar seguro de que se trataba de una costumbre, de un juego tradicional, de una broma senegalesa…
Allí, en el ámbito doméstico, siempre hay alguien que se refiere al bebé –sea niño o niña– y le dice a sus padres: “Mira que es feo mi marido, qué voy a hacer yo con un marido tan feo…”; o que le dice a las abuelas, con la nieta delante: “Esa co esposa de ustedes sí que llora, yo no sé qué van a hacer con una co esposa tan llorona”. Son cosas que dicen las visitas para chinchar a abuelos y abuelas: “Ay, ese esposo tuyo sí que es ruin…”, le dicen a una abuela de su nieto, y la abuela entra en el juego y defiende a su nieto.
Así que cuando el profesor me preguntaba por su esposa en realidad se trataba de un gesto cariñoso, estaba interpretando el papel de abuelo. Me estaba involucrando en su cultura.
Me estaba involucrando en su cultura.
Yo le contestaba: Su mujer es una hija maravillosa. Hoy ha dormido hasta las 11 de la mañana y se ha tomado todo el biberón. Ya verá qué esposa más guapa y más inteligente va a ser.
Nicolás Melini (Santa Cruz de la Palma, 1969) es escritor y cineasta. Ha escrito novelas como La sangre, la luz, el violoncelo; poemarios como Los chinos, y relatos como Pulsión del amigo. En FronteraD ha publicado Carverianos.
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