Sé bien que la primera palabra que se escribe –o la que se pronuncia– no tiene importancia. La que tiene importancia es la última, siempre. La gente piensa –¿la gente? Sí, ese ser múltiple, irreflexivo, memo– que lo que importa es el comienzo. Se retrepa en su asiento, recompone los huesos y espera a que se abra el telón. La historia. Espera a que comience la historia. Espera a que le cuenten una historia. A partir del final no hay historia. Por eso el comienzo. A la gente le gustan los comienzos. Por eso celebra los nacimientos.
No es el nacimiento lo que importa sino el hambre. Todo lo que vive se sostiene sobre el hambre. Y el hambre es el otro, la depredación del otro, la muerte del otro.
Pero ved con qué extraño placer se entregan las madres al hambre del hijo. Con qué… amor –¿amor? ¿Sabéis lo que encubre esa palabra, lo que se disimula en esas cuatro letras? Sin duda no. Si lo supieseis no volveríais a pronunciarla. “¡Somos hijos de los dioses, los dioses nos aman!”, exclamáis. ¿Habéis pensado alguna vez en el oscuro mecanismo del que formamos parte?
El motor perpetuo… Quién podría imaginar sistema más perfecto. Su mayor perversidad: el doble dispositivo que todos llevamos integrado. Uno, la conformidad con las reglas de la existencia, que incluyen la valoración positiva de la misma. El otro, la voluntad de sobrevivir.
Quienes logren contemplar la rueda con ecuanimidad, coincidirán en que negar la vida es el único acto de libertad posible; el no a la vida, la única posible rebeldía.
Pero celebramos los nacimientos. Hacemos muecas ridículas ante la larva que se agita en sus pañales –el primer sudario de aquel que ya empezó a morir–, que burbujea, se distiende, se esfuerza, grita. Grita el hambre que le atenaza. Grita la sed a la que ya reconoce como propia, grita la dolorosa contracción de los órganos, grita exigiendo a quien le ha forzado a ello el tributo por haber nacido. Y la madre descubre el trozo de carne blanda, abultada, el pezón oscuro perforado, lo acerca a aquella boca-orificio-estoma y contempla enternecida al nuevo ser que extrae de su cuerpo –su primera víctima– el elixir de vida.
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Remontar la cadena infinita de los hechos, su proceso, hasta los inicios. Averiguar en la propia carne el lugar donde se entrelazan las secuencias, las primeras huellas, la primera violencia. Llevo en mi sangre la dentellada del felino, el letargo del saurio, el camuflaje del pez en las simas, el latigazo electrizante de la raya. Y el hambre. Un hambre atroz, siempre renovada, siempre insatisfecha.
¿Cómo no compadecer?
El hambre es el combustible; la muerte, la semilla. El mundo es la perpetua representación de una violencia primera. La existencia, el resultado de esa violencia.
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Compasión: la parte que heredamos de los ángeles caídos.
Culpa: la parte que heredamos de los dioses.
Este texto pertenece al libro La compasión difícil, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg.