La muerte de Neil Armstrong me ha hecho recordar un libro que leí hace tres años: Lunáticos, de Andrew Smith. Lo leí por obligación, es decir, por encargo editorial de Manuel Rosal, director de «El Libro», la revista de la Asociación de Editores de Andalucía. Fue un descubrimiento. El autor concibió este libro, en realidad, como un homenaje a su infancia, la infancia de todos los que éramos niños cuando los astronautas del Apolo XI pisaron La Luna. Consiste el texto en las semblanzas de los nueve supervivientes de aquellas misiones, semblanzas basadas en entrevistas previas a todos ellos. Smith justificaba su redacción atendiendo a un razonamiento simplicísimo; muy pronto no quedará nadie vivo que puedas relatar en primera persona la mayor hazaña de la Humanidad. La heroicidad de los lunáticos es, de hecho, única en su género porque su experiencia no es similar a ninguna. Siglos separan a los héroes del Peloponeso de los defensores del Guetto de Varsovia, pero la experiencia de la guerra es común a todos ellos. No ocurre lo mismo con los lunáticos. Son héroes solitarios, incapaces de transmitir sus vivencias de modo inteligible. Sus interlocutores, simplemente, no pueden imaginar siquiera qué significó pisar La Luna. Todos intentaron, al concluir sus misiones, volver a la normalidad, es decir, todos intentaron regresar a La Tierra. Fue en vano; el viaje a La Luna los había cambiado para siempre. Ninguna meta vital es comparable al Gran Viaje. Todos vieron nuestro planeta desde La Luna y todos quedaron marcados por esta visión.
Armstrong era el más reflexivo y lúcido de todos ellos. En sus conversaciones con Smith trasluce una melancolía profunda, mucho más vital que anímica. Sabía Armstrong que volver a La Luna es hoy inviable. Habría que reinventar la tecnología necesaria y hacerlo de modo que los riesgos fueran mínimos o inexistentes. Los tripulantes del Apolo XI aceptaron un margen de error del cincuenta por ciento. Cara o cruz. Ave, Humanitas, morituri te salutant. Hoy no se toleraría esta heroicidad primaria, homérica. Tampoco las sociedades posmodernas están dispuestas a renunciar a su modo de vida en favor de gigantescos programas espaciales cuyo único objetivo fuera la gloria de la especie humana. En los años sesenta, la NASA devoró un tercio del presupuesto nacional de los USA.
Armstrong fue un héroe antropocéntrico, orgulloso de pertenecer a su especie. Su destino fue alcanzar lo absoluto en vida. Un gran honor y un gran drama. Cuando regresó a La Tierra fue como si se desvaneciera en la nada todo lo que da sentido a la existencia. «Me han quitado la luz de los ojos» escribió Hölderlin, «y yo me he perdido con ella. / Por eso voy errante, debo vivir como las sombras / y hace tiempo que todo perdió sentido para mí».