Lo sé, no tengo perdón. Hace semanas que no actualizaba este blog. Entono el mea culpa pero ya os dije que sufría de desafección masculina, que por avatares de las historias amorosas de cada uno, en los últimos meses los hombres me generaban urticaria en general. A mí que soy tan fálica, fíjate tú. Pero ya me he curao y estoy más contenta que unas castañuelas. Así que estoy de vuelta, con ganas de follar otra vez. Bieeeeeen. ¿Cómo me he dado cuenta de esta cuestión banal? Porque me voy encontrando con tipos (atractivos) por la calle y me entran ganas de hacerles burradas. Sin ir más lejos el otro día, en el pasillo de un centro de salud para más detalles, me dí de bruces con un rastas que estaba buenísimo (no sé si había abandonado su posición en la Puerta del Sol para ir al médico el caso es que allí estaba). Y a un metro escaso de distancia había un rapao con brazos musculados también la mar de bueno. Y, ¿qué decir del empleado del Spar que me preguntó qué buscaba mientras yo indagaba por la caja para pagar mis tampax? ¡Qué bueno estaba con su maquinita de poner los precios a los yogures, en ese momento me pareció que desempeñaba el trabajo más interesante de este mundo! A él le buscaba pero, ¿cómo decírselo cuando me encontraba con algo tan poco glamoroso como unos tampones en las manos? Con gusto me lo hubiese llevado a casa a jugar a las tiendas… ¿Veis qué poco definido tengo el gusto por los hombres? Lo mismo me pone un perroflauta con pinta de guarro, que un rapero, que un calvo, un melenudo, un abogado… bueno, éstos los menos que deben de ser un pelín aburridos… Quien me abrió los ojos (lástima que no las piernas) sobre el renacer de mi apetito sexual fue un artesano. El hombre Coca Cola Light (quién no recuerda aquél anuncio) existe chicas. Y mora en el sur de Francia. Allí me hallaba yo la semana pasada escuchando una apasionante charla sobre cómo se construyen las barcas catalanas cuando lo ví, metidito en la barca y llevando a la práctica las explicaciones teóricas. Ni qué decir tiene que, como una tiene una edad (como dice mi amiga María), me pasé las explicaciones por el forro y me puse justo enfrente del orfebre para deleitarme viéndole trabajar.
Diossss qué cuerpo de infarto, qué brazos, qué manos, qué todo… Debía tener treinta y tantos, pelo recogido en una coleta y se sabía guapo y mirado, evidentemente. Y toma martillazo, y resoplo, y lijo la superficie, y coloco el mástil, y lo vuelvo a colocar… Me acompañaba una compañera que lanzaba mensajes lascivos del tipo “a mi lo que me gusta es el martillo”.. Sí, a mi también me hubiera gustado descubrir su herramienta y que hubiésemos utilizado el apoyo del mástil para algo más útil que para sujetar velas. Lo mismo me daba que estuviese sudado, es más, ¡me excitaba más el hecho de que lo estuviera! Vamos, que le hubiese dado un repaso a esos músculos cubiertos de hollín y sudor que ni te digo. En fin, con las ganas me quedé y como aquí en Madrid no hay barcas, salvo las del Retiro, voy a ver si quizás en alguna carpintería… Es que donde estén unas buenas manos.