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El hombre disperso en la playa verde, 13

MIS LIBROS ILUSTRADOS

Hoy encontré, en este libro, a un amigo.

 

RELATOS SIN MIEDO

De ficción

José Vicente vivía en una montaña en el espejo del mar donde el sol se entretenía pintando las nubes de colores intensos. Su calle subía la montaña salpicada de árboles de cuellos largos y hojas leves que bordaban el aire. Los comercios tendían a desaparecer o a cambiar de forma mágica, si cerraba los ojos y tardaba un poco en abrirlos, la tienda de ropa se había convertido en una frutería ecológica, o el cine en un supermercado, así que cada día era una aventura.

A sus ochenta años conservaba su carácter sociable. Era de los que decían hola en vez de adiós y creaba, a su alrededor, una sensación de cercanía. Hablaba con los vecinos cuando salía de casa, bajo los árboles de su calle, en la panadería, en el quiosco, en la farmacia y en la ferretería, menos en la tienda china que, por más que lo intentaba, no había manera de entablar conversación.

Ya de vuelta, al subir las escaleras de su edificio iba añorando los olores que antaño le acompañaban hasta el segundo piso, como el aroma a potaje de los viernes, el del pescado rebozado de los miércoles o el olor dulce y aterciopelado casi diario del bizcocho y del café de media tarde. Al morir Lina, todo había cambiado. La soledad del pasillo largo de baldosas blancas, el olor a nada en la cocina, el sofá con detalles de ganchillo y la almohada, al otro lado de la cama, como una duna sin viento. Su mirada pasaba de largo por los días y las noches en los cristales llenos de lágrimas.

Una mañana temprano, José Vicente oyó el sonido de la destrucción, por tercera vez volvían las obras de humanización a la calle. Querían domesticarla todavía más ya que se había vuelto tan salvaje, que los árboles en verano trenzaban sus ramas desde ambas aceras creando un cielo de hojas, y los pájaros cantaban a sus anchas por entre el frescor verde y los destellos del sol. La calle necesitaba maceteros con flores de temporada y árboles a la altura de la grandiosidad del hombre, mucho más pequeños que los que ya había. La concejalía de urbanismo comunicó que los árboles serían sustituidos por una raza superior que había aguantado la bomba de Hiroshima y, a José Vicente le vino, sin querer, la imagen de grandes cucarachas con ramas.

Los árboles que tenían los días contados, eran altos y curiosos, querían saber, y con el silencio de la noche y el aire del mar, llamaban a los vecinos insistentemente a los cristales de las ventanas con las puntas de sus ramas. Algunas personas le contaron que los oían hablar, o hacer preguntas ¿Estáis despiertos? y alguno salía al balcón para decir: ¡Ahora si!. Además, en otoño, padecían de alopecia, sus hojas, libres del yugo de las ramas caían al suelo y formaban numerosas bandas callejeras que correteaban y entraban como vándalos en el interior de portales y comercios. ¡No hay como los de hoja perenne!, decían algunos, ¡siempre bien podados y en perfecto estado de revista!.

¿Por qué talar estos árboles que muestran las estaciones y limpian el aire de los ruidos de los coches? preguntó José Vicente a Carlos, el gran poeta alargado, al acercarse levitando por entre las obras, y él le contestó: “Porque ahora, lo que gusta, es la cacharrería y la parafernalia. No saben que un árbol es un alma que espera. Cuando se olvida el corazón, todo está perdido, no lo dude”.

Durante un buen rato José Vicente y su amigo conversaron por el desplazamiento lento de la sombra de un árbol e imaginaron ciudades amables. Después, el poeta bajó la montaña flotando mientras unos gorriones llegaban con intermitencia a sus manos y le daban de comer las miguitas que conseguían de las terrazas de los bares.

La calle fue cambiando de cara con los nuevos maceteros y los árboles de Hiroshima, pero la humanización quedó por un tiempo interrumpida en el trozo en el que vivía José Vicente.

Una tarde sentado en el sillón, a la hora de la fiebre, se murió. No se lo esperaba, por eso, al salir de su cuerpo se puso nervioso y al traspasar la ventana del salón, su alma se filtró en el árbol que había enfrente de su casa y se quedó atrapado en un limbo de senderos de clorofila. Se hizo de noche y el resplandor de la luna iluminó el cuerpo sin vida que había dejado atrás.

Un día los periódicos informaron de la reanudación de las obras. Los diez árboles que todavía sobrevivían a la humanización estaban sentenciados, y el alma de José Vicente también.

Los vecinos que no estaban de acuerdo con que siguiese la tala, decidieron hacer algo. Colgaron grandes carteles verticales de los troncos con frases pidiendo su salvación. Días después aparecieron familias de pájaros carpinteros de colores radiantes que saltaban de rama en rama y el alma de José Vicente se sintió feliz en su árbol.

Ante este misterio, los árboles fueron indultados discretamente por miedo a que estos hechos extraordinarios corriesen como la pólvora por la ciudad. Sin embargo, una semana antes de que la calle fuese asfaltada, varios vecinos vieron un conejo blanco rondando por la tierra removida comiéndose las zanahorias que brotaron misteriosamente.

Meses o días después de estos acontecimientos, porque el tiempo no pasa igual para todos, y menos para las almas, Carlos, el poeta, apareció más alargado y transparente que nunca. Llegó hasta el árbol que habitaba el alma de José Vicente y se filtró en su interior. Unos minutos más tarde salieron los dos en un soplo de viento. Bajaron la montaña lentamente conversando y parándose en el aire. Cuando llegaron al océano volaron por los azules y los verdes desapareciendo en un lugar dónde el horizonte es más alto que el cielo.

 

IMÁGENES MENTALES

 

 

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