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Frontera DigitalEl hombre disperso en la playa verde, 14

El hombre disperso en la playa verde, 14

MIS LIBROS ILUSTRADOS

Un libro y un dibujo.

 

RELATOS SIN MIEDO

La aventura del Poseidón

Manuel, después de muchos años, volvió al lugar de su infancia.

Su mirada de adulto no encontró las formas de sus recuerdos, el tiempo las había transformado. Solamente lejos de los tejados halló los mismos dibujos en el cielo.

Alto, delgado y oscuro como un trozo largo de celuloide, pasaba todos los días por la calle de su niñez y en el lugar, donde antaño había una pastelería, hoy había una inmobiliaria. Recordaba las tartas que parecían bombines y chisteras, o las galletas siempre nevadas, y a la dependienta, de cofia bordada y cejas de un gesto de una sola línea, con los labios pintados del rojo más rojo de la tierra. Pero lo que más añoraba era el cine, en su lugar, había ahora un supermercado.

Desde su regreso, Manuel pasaba por el supermercado dos veces al día, al ir a trabajar y al volver a casa. En el crepúsculo, a esa hora que las nubes son pantallas donde el sol proyecta sus colores, de la puerta roja de metal que empujaba el suelo, salían sonidos graves que él recordaba, sonidos de una sala de cine. Sonreía pensando en lo poderosos que eran sus recuerdos.

Ya en casa, con el eco de las bandas sonoras en su cabeza, hacía girar la música, preparaba la cena y ante el televisor intentaba ver una película. Pero el cine había que verlo a lo grande, con lo que se iba a la cama y leía hasta que la oscuridad enterraba sus ojos bajo el libro.

Una mañana, en su camino al trabajo, se encontró la persiana roja entreabierta, una luz fría bañaba los puestos de las cajeras, los carteles con las ofertas del día y un tempranero árbol de Navidad, pero Manuel cerró los ojos y vio la luna envolvente del cine y la luz de la vía láctea viajando por el paisaje de butacas sintiéndose en otro lugar, en otro tiempo.

A medida que pasaban las semanas, la persiana del supermercado se convirtió, en su mente, en un telón de terciopelo rojo. Las bandas sonoras de las películas que salían de allí lo llevaban a un mundo de evocaciones, como cuando por primera vez había descubierto Sherezade de Korsakov o la sexta sinfonía de Beethoven. ¡Cómo le hubiese gustado trabajar en el cine, formar parte de un equipo de rodaje, o ayudar al director en la sala de montaje y pensar la película!. Para él ya era tarde, la vida lo había llevado por otros caminos, aunque de alguna manera era mucho mejor así, la mentira del cine la vivía como un espectador entregado y crédulo, tan solo tenía que sentarse en la butaca, emocionarse y soñar.

Un día, que la calle parecía abandonada por los que caminan, se atrevió a pegar la oreja en la persiana y se sobresaltó cuando en vez de notar el frío metal, sintió el tacto aterciopelado del telón. Cada pliegue redondeado le llevó a distintas películas. Escuchó la banda sonora de Nino Rota para Amarcord de Federico Fellini. Se movió unos centímetros y oyó a Chus Lampreave decir “en los pies has salido entero a tu padre, cuando te descalzas te huelen igual igual que a él, un olor intenso, fuerte, yo casi no puedo respirar”. Con una sonrisa buscó el siguiente pliegue redondeado y la música de John Williams le llevó a la playa llena de gente bañándose, ignorantes del peligro que corrían. Golpeó con los nudillos la puerta, deseaba entrar, nadie le abrió y él siguió adivinando los sonidos que se mezclaban.

Poco a poco este hecho extraordinario pasó a ser una obsesión. Todos los días esperaba su dosis de cine, incluso, aquellas en que estaba tan cansado que solo quería llegar a casa, al igual que un clavo es atraído sin remedio por un imán, una fuerza poderosa lo llevaba al supermercado.

El día de fin de año, media hora antes de las campanadas, Manuel se puso su esmoquin y salió de casa. Las luces de la Navidad se mecían al viento como un barco iluminado en el mar. Las pocas personas con las que se cruzó palmeaban sus zapatos sobre el asfalto dirigiéndose rápidas a las casas o a las fiestas de los pubs.

Ante el supermercado, su rostro cambió, un tipo vestido como él estaba parado ante la persiana roja inclinado escuchando lo que creía que sólo él podía oír.

—¿Oye usted algo?
—Sí claro -le contestó el desconocido.
—Y, ¿qué cree que es?
—Una fiesta, dijo arrastrando las palabras con media lengua.
—¿Y cómo se puede entrar?
El borracho lo miró como si fuera tonto y le dijo lleno de razón,
—Abriendo la puerta.

Por un momento Manuel dudó, pero, en ese instante, oyó el rugido de una ola gigante, enseguida reconoció su sonido. El día del estreno no había podido verla, todavía era un niño, pero se había arrimado a la puerta del cine para escuchar e imaginar. Se agachó y tiró de la persiana abriéndola sin esfuerzo. Entró, y después lo hizo el tambaleante desconocido.

A sus espaldas, la persiana se bajó de súbito provocando un ruido intenso y seco.

Manuel avanzó atraído por las voces que coreaban la cuenta atrás de un nuevo año. Antes de entrar en la sala echó la mirada atrás buscando a su acompañante, pero este ya estaba apoyado en la barra del bar pidiendo una copa a un inexistente camarero, mientras que una ingeniosa máquina no dejaba de fabricar palomitas. Empujó las puertas batientes y entró en la oscuridad azulada de una sala de cine vacía. Sin despegar los ojos de la gran pantalla se sentó en la fila siete, justo en el momento en el que la gran ola volteaba al gigante marino. Los gritos de alegría de la gente pasaron a ser alaridos de terror mientras caían empujados por una gravedad cambiante, que arrastraba todo y a todos al techo del barco.

Todo era tan real que Manuel tuvo que agarrarse muy fuerte a la butaca mientras se hacía el vacío en su estómago. Justo antes de soltarse y ser engullido por el mar negro e infinito, sonrió.

 

 

 

IMÁGENES MENTALES

 

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