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Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 15

El hombre disperso en la playa verde, 15

MIS LIBROS ILUSTRADOS

Un libro lleno de historias y dos dibujos.

 

RELATOS SIN MIEDO

Desaparecidos

En un descuido, Héctor se coló en el estudio de su padre. En su pequeña mente todavía no sabía lo que significaba paraíso pero los árboles pintados con pericia que llenaban la sala le hicieron sentirse tentado. Al ver los botes de acrílicos, en un impulso que le acompañaría el resto de su vida, hundió las manos hasta el codo en el color del cielo, se acercó a los cuadros y pintó sus primeros monocromos. Su padre no tardó en volver, quizás solo unos minutos, pero Héctor ya había ocultado las imágenes de tres de sus obras, entre ellas un gran manzano. Metió al niño en la bañera y al frotar su cuerpo con abundante gel se creó un paisaje del Ártico, no sólo por los azules y los blancos sino también por la frialdad de sus miradas.

Héctor pintó en sus edades, tumbado, sentado y de pie. Su obsesión creció con su cuerpo y quiso ser pintor.

El año que terminó sus estudios de bachillerato su padre desapareció.

Héctor se presentó al examen de ingreso en Bellas Artes y al finalizar su dibujo lo entregó. Días después, fue a ver el resultado, recorrió la sala varias veces buscando su trabajo pero no lo encontró. Su ejercicio había desaparecido. Así que se matriculó en una academia de dibujo y pintura.

Las aulas eran un laberinto de caballetes y tableros que ocultaban a profesores y alumnos, pero desde cualquier ángulo, se podían ver, colgados del techo, los mejores dibujos de cada año. Los días de calor, con las ventanas abiertas, ondeaban como banderas.

Unas veces, los modelos eran copias de escayola de esculturas romanas y griegas, iluminadas por luces cálidas para crear sombras misteriosas. Otras, colocaban un maniquí de cabeza brillante como una bola de billar, con mejillas sonrosadas, boca afrancesada y manos articuladas de madera. Lo vestían con lo primero que encontraban, un día con torera, otro con camisa de chorreras, o simplemente envuelto en telas de laderas y ríos. La mayoría de las veces acompañaban a estas figuras una variedad de objetos de otro tiempo, como animales disecados, fanales, cántaros, espejos oscuros, cualquier cosa que les sirviese para enseñar como plasmar las diferentes texturas en los grises del papel.

Los profesores, como carruseles de una feria, caminaban entre los caballetes y corregían los dibujos.
Los alumnos, desde sus puestos, estiraban el brazo y el pulgar para medir las proporciones de los cuerpos y relacionar distancias. Héctor desde su caballete solo veía los brazos de sus compañeros y se imaginaba en el Coliseo, todos enviando a la muerte o salvando a las estatuas.

Uno de los profesores era diferente a los demás, no olía a tabaco, ni a colonia, pero Héctor sabía que estaba a su lado por la sensación de frio que experimentaba mientras permanecía en su espalda observando el dibujo. Corregía sus errores con un susurro soplado al oído y lo hacía con tal tacto que Héctor creía que era él mismo el que daba luz a su dibujo. Este hombre le enseñaba a encontrar en el modelo lo sensible, la magia de lo oculto, e insistía en que debía entornar los ojos, casi cerrarlos, para no ver más de lo que había que ver. En alguna ocasión, Héctor tuvo alguna dificultad para entender sus correcciones y se dio la vuelta para comentarle su duda, pero él ya había desaparecido. Las raras veces que se dejaba caer por el bar, comentaba a sus compañeros lo mucho que aprendía con este profesor, pero solo conseguía miradas tiznadas de extrañeza, entonces, él insistía y lo describía como una persona excesivamente discreta, de traje claro, cabello rizado igual que una nube de carboncillo y de piel pálida casi como cualquiera de las estatuas. Pero parece ser que este maestro pasó desapercibido para todos los demás alumnos.

Un día, los dibujos de Héctor reflejaron, por fin, todas las enseñanzas de su maestro, desprendían misterio y estaban llenos de sutilezas invisibles para las miradas pasajeras. Fue entonces cuando el profesor desapareció.

Cuando se presentó de nuevo, al examen de Bellas Artes, plegó tanto su mirada para lograr que las imágenes viviesen escondidas en la penumbra, que dibujó el modelo con semejante misterio que parecía un espíritu escondido en el interior de una sombra, y el tribunal pasó de largo.

Volvió a la academia con la misma constancia y empeño, pero sus trabajos eran cada vez más etéreos a pesar de los consejos de los profesores. Insistían en que sus dibujos debían de ser más físicos, pero con el tiempo llegaron a convertirse en brumas de carboncillo.

Consiguió entrar en la facultad. Siguió abducido por la penumbra donde sus imágenes se asomaban desde el interior del papel Ingres, porque siempre habían estado ahí.

Se convirtió en pintor como había deseado.

Creó con la luz que descubrió en las visiones de sus sueños, cuadros que pintaba y luego exponía en las salas de su mente, pinturas donde no había representación. Trabajó con esa fijación durante largo tiempo, pintaba y pensaba en su sillón de pensar. Algunas veces lograba vender alguna de sus piezas.

Una mañana llegó al estudio y su trabajo se había esfumado como cuando la música deja de sonar.

En el crepúsculo, la mirada del sol creó en un lienzo una forma dorada, en un impulso metió sus manos hasta el codo en ese color y con rabia recorrió las telas como si fuera una danza, cuando llegaron las sombras  y lo cubrieron todo, se durmió.

La mañana encontró espacio en el sillón en el que estaba, abrió los ojos y vio que lo que había pintado con tanto ímpetu no existía. Al igual que una luz intensa lo borra todo, él desapareció.

 

IMÁGENES MENTALES

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