MIS LIBROS ILUSTRADOS
Un libro y un dibujo.
RELATOS SIN MIEDO
El grajo sobre la cabra
A mi me gustaban las cabras y a él los grajos.
Es curioso cómo, o por qué, recordamos algunos sucesos de nuestra vida. Creo que se fijan en la memoria los acontecimientos que luego tienen continuidad, los demás simplemente los olvidamos y si llegamos a la vejez, pasan de manera fugaz como un cometa en las noches de insomnio.
Por eso me acuerdo de Pere. Lo conocí en unas maniobras en Almería, un día de viento repentino, en un lugar que no tenía árboles, ni hierbas altas, ni muchachos de melenas largas, dónde el viento no podía enredarse, supongo que por eso nos abandonó enseguida. El calor era abrasador y ese día yo era furriel. En un descanso, mientras dibujaba a lápiz un escorpión en mi libreta de campo, Pere se acercó a mí para pedirme papel higiénico y se sentó sobre una piedra a verme dibujar. Me contó que había crecido en una masía rodeado de animales y que le encantaban los grajos. Yo le dije que a mí me gustaban las cabras. Recuerdo que hablamos de los pintores que habían representado los animales de una manera sublime como el Giotto, Velázquez, Durero, Goya o Picasso.
Al acabar la mili nos dimos nuestros teléfonos y me prometió que algún día me mandaría un grajo en una caja de cartón. Pere volvió a Lleida y yo me fui a Madrid a abrirme camino como pintor. Alquilé un pequeño apartamento en las afueras donde el paisaje desde mi dormitorio era austero y ordenado, un descampado de hierbas secas bordeado de una frondosa arboleda, bajo un cielo en el que paseaba el alma de Velázquez.
En ese tiempo pintaba imágenes de la mente y signos azarosos que encontraba en mis paseos. A menudo, cuando finalizaba mi trabajo, cogía el metro al centro de Madrid, eran los ochenta y las noches eran una fiesta en la mirada.
Una mañana sonó el teléfono. Hola, soy Pere, tengo la cría de grajo que te prometí, te lo mando en el interior de una caja de zapatos, la dejaré en el vagón número 2, en el estante de encima del asiento 46, te llegará mañana a las siete de la tarde a la estación de Atocha, si no vuelvo a llamar es que todo va bien. Le di las gracias por cumplir su promesa.
Fui puntual a la cita y al salir el último viajero me colé en el vagón, enseguida encontré la caja y salí de allí con el sentimiento de haber robado. Volví en metro, me senté sobre la cama y desprendí las gomas que sujetaban la tapa. El pájaro era pequeño, una mancha de tinta de calamar intentando salir de los límites del cartón, pero después me contempló con sus ojos saltones y me adoptó. Lo llamé Choc. Lo dejé en la mesa de dibujo, con los botes de los lápices, pinceles y plumillas y el cráneo de cabra que me había traído de Almería. La luz dejó de asomarse y se hizo de noche.
Amanecí temprano y Choc dormía sobre el cráneo de la cabra. Cuando despertó empezó a enredar picoteándolo todo: la goma, el lápiz, el bote de tinta china, la capucha de un bolígrafo rojo, todavía no tenía la necesidad de volar. Me hice el desayuno, fui a la salita y comencé a pintar unos papeles.
Pronto voló a sus anchas por el dormitorio, subía a las ramas de la biblioteca y a los soles de las lámparas y desaparecía en las demás habitaciones, pero su territorio fue la mesa. Empezó a sujetar y arrastrar los pinceles y las plumillas, con ellas llegó a trazar líneas rectas y curvas, signos y estrellas con sus patas. Creó vertidos, ríos sombríos serpenteando sobre la superficie blanca. A medida que pasaron los días noté que se obsesionaba agitando sus alas con el paisaje que le mostraba la ventana. Picoteaba insistente el cristal del amanecer, el sol de la tarde, las nubes, los colores del crepúsculo, y supe que estaba listo para volar.
Una mañana me sentí vulnerable y abrí la ventana. Desplegó sus alas negras y con un graznido se despidió de mí, voló como si lo hubiese hecho siempre por un cielo de nubes nómadas, fue emocionante, pero sentí temor de que me abandonara. Lo esperé en mi silla de trabajo y de vez en cuando me fijaba en el cielo con la esperanza de verlo llegar. Fui a la cocina y cuando volví el viento había pintado por mi. Pasaron un par de horas cuando necesité llamarlo, me asomé a la ventana y grité su nombre, enseguida oí un graznido lejano, tras unos segundos de incertidumbre, vi un punto negro que se acercaba. Aterrizó suavemente en mi hombro muy cerca del cuello y tiró de uno de mis rizos a modo de saludo.
Se volvió un ritual, todos los días le abría la ventana, volaba hacia la arboleda y cuando lo llamaba volvía.
Una tarde llegó a mi hombro con una cadenita dorada y la dejó caer en la mesa, tenía una medalla con una virgen y en el reverso había una fecha grabada. Choc estuvo nervioso el resto del día, saltaba del cuerno a la mesa constantemente.
Desperté con el movimiento insistente de sus alas, en la ventana amanecía y Choc volvió a volar. Llené un recipiente con agua, empezaba una serie de acuarelas y tintas. Me senté y mojé el pincel. Cuando prácticamente todo encajaba, aterrizó limpiamente en la cabra con algo rojo en el pico, sin darme tiempo a reaccionar, voló hasta mi papel y dejó caer un ojo. Me asusté. Me senté en la cama sin saber qué hacer, hasta que decidí llamar a la policía.
Encontraron el cuerpo de una mujer, la llevaban buscando varios días.
Choc volvió a casa durante ocho años, y cada día, cada vez que aterrizaba en la cabeza de cabra, temí que me trajese algo más oscuro que él mismo.
IMÁGENES MENTALES