MIS LIBROS ILUSTRADOS
En cada libro que abro encuentro dibujos que pinté mientras los leía.
RELATOS SIN MIEDO
Parecidos
La mañana que llegó sin avisar el viento a Barcia de Mera, las nubes vieron a Esmeralda trabajar la tierra, precisamente una la quiso imitar cambiando su forma. Delmi, o Delme, que así la llamaban, era ya una mujer mayor de pelo negro pintado, apretado, de rostro angulado y llena de caminos, sus ojos eran profundos y redondos, la nariz pequeña, afilada, su sonrisa la había abandonado y tan solo le quedaba la boca de un pez. Al remover con el sacho y airear la tierra encontró un tubérculo y le recordó a un caballo alado. Todo comenzó de niña cuando veía las nubes tumbada sobre todos los verdes, ella estaba convencida de que se disfrazaban de lo que caminaba. Esmeralda vivía en la montaña en una casa olvidada, tenía ocho gallinas, un gallo, una vaca y muchos gatos. Cuando llegó el viento a su casa con olores de oveja abrió con tanta fuerza la puerta y las ventanas que se llevó por delante las fotos y las cartas que volaron como pájaros, también los extractos de los bancos y las facturas, pero eso no le importó en absoluto.
Los gatos y los otros animales se salvaron por ese sentido de premonición que tienen, supieron esconderse en la esquina más oculta del establo. Con una caja de herramientas caótica que había debajo de su cama arregló la casa como pudo con maderas y tablones, apuntaló las ventanas y colocó una nueva puerta que sacó de una casa abandonada. Pasaron los días y las noches de las montañas y ella siguió haciendo sus tareas rutinarias, trabajar la tierra, cuidar las viñas, llevar a la vaca a los pastos, dar de comer a las gallinas y cariño a los gatos. Al finalizar el día se sentaba en un sillón pegado a una mesa camilla y recordaba las imágenes y rostros de todas esas fotos que volaron como aves migratorias, e imaginaba que quizá volaban en ese instante por Andalucía, en la zona de la Alpujarra, o más lejos todavía, divisando el norte de África desde el aire. Sus padres, los que habían sido sus amigos, los hijos de su hermana y también Suso, el perro. Recordarlos tal como eran empezó a ser una obsesión. Dicen que utilizamos de nuestro cerebro solo un veinte por ciento, aunque algunos científicos opinan que eso es una falacia, que lo utilizamos todo. El caso es que un día, cuando entró la luz de la mañana en el establo la expresión de la vaca le recordó a la que tenía su amiga Luz Mari en una de las fotos, y le hizo cierta gracia. Caminaron las dos hasta el prado y la dejó en el lugar de siempre, mirando al valle, como una gran pincelada ancha de tierra tostada en el paisaje, mientras se alejaba descubrió que dos pequeñas nubes la seguían; después comenzó a trabajar en el campo, al desprender las ortigas y las malas hierbas que rodeaban las plantas de tomates, al rozarlas con las manos veladas por la tierra sintió su olor intenso, le pareció como si alguien le hablara; después le tocó a las zanahorias que ya enseñaban su color desde la tierra, y a las hojas de las lechugas algunas troqueladas por los caracoles, luego desenterró unas patatas. Cuando después de unas horas, fue a recoger a la vaca y llevársela de vuelta a casa, le dio un vuelco al corazón; la cabeza del animal era clavada a la de Luz Mari, hasta tenía los pómulos colorados como cuando tomaban el sol del verano en la playa de la Madorra. Después de un rato de incertidumbre se dirigió a ella con una pregunta ¿eres realmente Luz Mari y vienes a visitarme? Su amiga no supo contestarle, o no pudo.
Al llegar a casa dejó a la Cuca Cavana, que así era su nombre, expandiendo su anatomía de curvas y huesos por el pequeño establo; después fue a donde ponían los huevos las gallinas, encontró media docena, tres oscuros, dos salpicados de pintas y uno blanco, los puso en una cesta de mimbre encima del pozo. Desde allí vio los gatos que bajaban por el tejado como si fuese lava. Son ya demasiados, comentó con un suspiro. En medio de las hierbas y piedras picoteaban las gallinas, el gallo orgulloso en lo alto de un poste parecía una cerámica portuguesa. Cogió el cesto y lo llevó a la cocina dispuesta a hacer una tortilla, era la hora de comer. Peló las patatas, la cebolla y un diente de ajo, batió cuatro huevos, picó el perejil y vio por un momento el color verdoso del aceite en la sartén. Cuando humeaba echó las patatas y el sonido que produjo fue como un chaparrón, en ese momento se posó el gallo en el alero de la ventana del fregadero y cruzaron las miradas, la cabeza del ave era igual a la de su amigo Julito, con el mismo gesto que tenía en la foto del viaje a Chinchón. ¿Qué está pasando…? Esto es cosa del diablo, pensó mientras ultimaba la tortilla. Al final se le pegó un poco a la sartén y la salvó con un huevo más. Después de reconocer en la monda de un plátano la firma de su padre, se acostó sobre la cama arropada con una manta, y al rato se durmió, pero no soñó nada.
La ventana abierta se intuía a través de un visillo tembloroso, un gato lo traspasó y saltó hasta la cama, después le siguieron muchos más. Abrió los ojos a las seis de la tarde, el dormitorio estaba lleno de visitas, la miraban intensamente muchos amigos y conocidos; don Enrique y doña Enriqueta los vecinos que tuvo en la ciudad de Vigo, el panadero que le apodaban el gallo, su primo Apolinar, Mari Carmen García, Manolo Souto, Alfonso y Melitón, los que fueron amigos de su padre, Fina, una amiga de la familia, Ángel Feijó, Coti Diz y Jesús Molinero, los amigos del colegio y muchos más. Esmeralda, aterrada, fue incapaz de pronunciar una frase, hacer un gesto con la mano, nombrar a alguno de los que estaban, ni tan solo mover un pequeño músculo de su cuerpo. Había gatos en el suelo, por encima del armario, en el mueble de cajones y los que reflejaba el espejo, había unos veinte en la cama, la observaban como cuando alguien enfermo tiene visita en la habitación del hospital, pero sus cabezas para ella no eran de gato.
La luz de la ventana se tornó tenue y el visillo levantó su falda. ¡Fuera de aquí todos, me agobiáis!, gritó Esmeralda, y desaparecieron hacia todos los lados. Cuando salió de la casa, descubrió por entre las hierbas altas picotear a multitud de diminutos volátiles negros a las García Romeu y entonces echó a correr por los campos de colores. Subió la ladera entre bancales de viñedos, y ya, cuando estaba lejos en un alto de la montaña, vio su casa y sintió el sonido de las campanas de la parroquia, llegaban ebrias con el viento perfumado de eucaliptos despeinándolo todo.
IMÁGENES MENTALES