MIS LIBROS ILUSTRADOS
Noches blancas y un dibujo.
RELATOS SIN MIEDO
Vetusta, Benjamín y el tiempo
Vetusta lo vio despistado, ensimismado, deambulando por la plaza Mayor con la vista fija en las formas voluminosas del cielo. Al sonar el reloj de la torre, ella elevó su mirada y se fijó en la precisión de las agujas. Cuando la bajó, sus cuerpos estaban tan cerca que ella lo notó temblar y se ruborizó.
Meses más tarde lo esperó en el coche dando vueltas a la esfera de la iglesia. Su padre le dijo: son las doce y diez minutos. Ella asintió dejando asomar una sonrisa y una cana en su recogido nupcial.
Tres vueltas más tarde, el novio la esperaba en el altar. Los dos salieron de la iglesia bajo una tormenta de arroz que los veló en las fotos.
Aquí empieza esta historia dramática dónde el tiempo no es ese personaje silencioso que pone a cada uno en sus sitio.
Durante quince días vivieron en un casita blanca en la playa, se rieron y se amaron. Ella vio las olas como horas del mar, mientras que él se fijó en las curvas del horizonte, en las caravanas de las nubes, en los peces de bandas de colores extraordinarios y labios gruesos que traían los pescadores a la playa. Su cana había desaparecido.
Pasó el tiempo y con los años sus cuerpos y caracteres se esculpieron con profundidad.
Benjamín vivía fascinado en su caminar, en sus trayectos en coche donde iba dejando atrás los gestos y los rostros de los árboles, las casas diseminadas y las nubes tímidas que su imaginación completaba. El tiempo volaba en las Antípodas, un bar muy popular que había en el barrio al que solía ir al salir de trabajar. Pasaba a tomarse una cerveza rápida y a conversar con algún amigo. Al entrar en casa, dejaba las llaves en la mesita y oía a Vetusta suspirar y levantarse del sofá en el que se acumulaban las historias de sus lecturas, para ir a la cocina a calentar la cena.
Las esperas de Vetusta cada vez eran más largas, a su marido lo sentía en la distancia como un marino mercante en la circunferencia del océano. La naturaleza a su alrededor apenas sufría cambios, las arañas construían sus telas con tanto esmero y precisión que a Vetusta le parecían obras de arte y cada día susurraba mientras las limpiaba, tranquilas el día es largo y pronto tejerás una nueva. Los árboles dejaban caer sus hojas durante días con lentitud, una hoy, dos mañana, pensaba ella mientras miraba por la ventana. De los rosales se desprendían las rosas de carmines profundos, las blancas, las rojas y su perfume duraba semanas en el ambiente mientras el sol se retenía en el horizonte en un ocaso duradero. Al llegar Benjamín, ella le decía con la cara iluminada aún por el sol, qué alegría verte, casi me había olvidado de ti. Y Benjamín sonreía sabiendo que ella siempre estaba con él.
A Vetusta el tiempo la maquillaba en el espejo, sus facciones se movían en el paisaje de su boca, haciéndose cada día más profundas, mientras que la imagen de Benjamín se mantenía fresca como el primer día. Ella lo observaba en silencio por el horizonte superior de su lectura, él entraba y salía del salón, correteaba por el pasillo, revolvía en la cocina y de vez en cuando se paraba ante la ventana a observar algo que le llamaba la atención. Vetusta al principio le preguntaba qué buscaba, pero él o no lo sabía o no le importaba pues algo lo distraía y la pregunta quedaba en el aire durante días.
A menudo Vetusta iba a casa de su anciano padre al que cuidaba con esmero, pero sobre todo le daba conversación. Sentados en la mesa de la cocina, el tiempo, enamorado de ella, se acomodaba en una silla como un comensal más. Durante su charla distendida repasando, la mayoría de las veces, el pasado, el tiempo se entretenía pintando la fruta del frutero, dibujando en los plátanos siluetas de paisajes con figuras y cambiando las demás frutas de forma y color hasta cubrirlas de nidos blancos. Cuando su padre se levantaba para recalentar el café, veía que el cabello de Vetusta crecía cano por momentos y se enredaba en los dibujos torneados del respaldo de la silla, hasta que aparecía Benjamín a recogerla, entonces el tiempo desaparecía de la casa como un amante por la ventana.
Un día la vio a lo lejos y no la reconoció, le pareció alguien mayor, no puede ser ella pensó, pero enseguida su mirada se distrajo y subió al azul y se encontró con un sol blanco que lo cegó y borró esa imagen de su memoria. Cuando apareció todo de nuevo ante sus ojos, la vio como siempre, esperándolo en el lugar en el que habían quedado, con su amplia sonrisa y sus ojos sorprendidos al descubrirlo a él.
Él la amaba como el primer día y a ese amor no le pasaba el tiempo.
IMÁGENES MENTALES