MIS LIBROS ILUSTRADOS
Un libro y un dibujo.
RELATOS SIN MIEDO
Expiación
A Carola le gustaban los pájaros, disfrutaba viéndolos picotear el césped, o volar y posarse encima de la cruz del crucero y en las sillas del jardín. Los pequeños gorriones, las lavanderas, los mirlos, marcaban las estaciones con la misma intensidad que los árboles.
En cambio, a Carola no le hacían ninguna gracia los perros aunque siempre tuvo uno mareando por la casa. Su marido, aficionado a la caza menor, pasaba los fines de semana de casi todo el año en los montes plateados, soñando becadas. El perro era ese compañero silencioso que escuchaba sus alegrías y sus preocupaciones, el compañero que intentaba merecerse el puesto haciendo lo que su amo pidiese siempre con la misma intensidad y compromiso, y que además, adoraba la tierra que él pisaba.
Cuando su marido se fue a los montes de la eternidad, ella se quedó con una perrita de apenas seis meses, aún sin educar, revoltosa y deseosa de cariño. Leonardo, la llamó Lea, por un brote feliz de lectura que tuvo los últimos años de su vida.
Carola pudo haberla regalado a alguno de sus amigos cazadores pero no quiso. Cuidarla y alimentarla le ayudaría a mantener viva su memoria, pues durante toda su vida es lo que hizo con él. Además, en estos últimos años, no sabe si por la descompensación de la tiroides o por la monotonía, su paciencia con Leonardo parecía haberse agotado y cuando se fue para no volver, sintió cierto alivio. Así que hacerse cargo de Lea sería su penitencia.
Lea dormía en algún lugar de la finca y todas las mañanas antes de que su dueña bajase para abrir las contras de las ventanas, rondaba silenciosa moviendo alegremente el inexistente rabo por los cuatro laterales de la casa, esperando verla aparecer para lanzarse a su falda.
Cuando abría la puerta para ir a buscar la escoba con la que barría las hojas perezosas del porche de piedra, Lea la acompañaba saltando a su alrededor. Carola, temiendo por su verticalidad, apartaba con la mano a la perra diciendo enérgicamente “Fuera, me vas a tirar” y repetía la palabra “fuera” tantas veces y tan a menudo, que la perra adoptó esa palabra como nombre y empezó un ritual de fuerzas entre las dos que Carola perdería siempre.
Las amigas solían visitarla. Carola preparaba con despistado esmero las viandas que acompañaban con el té, un bizcocho pasado de color por el horno impetuoso o por una llamada interminable de teléfono. La mesita azul de hierro del jardín era, si el tiempo lo permitía, el lugar ideal para pasar la tarde charlando, protegidas del sol por la enorme buganvilla fucsia que hacía de tejadillo frente a las puertas de doble hoja del amplio salón.
Carola iba y volvía a la cocina poniendo uno a uno los platos, los cubiertos sobre los manteles que ella pintaba con peces, o pájaros como hojas y hojas como pájaros; las servilletas, las tazas y la perra la acompañaba, en sus idas y venidas, enredando entre sus piernas. Cuanto más le decía “fuera”, la perra más insistía en su proximidad.
Sus amigas acariciaban a Lea a la vez que le daban las migas del bizcocho, aunque a Carola le fastidiase esa cercanía insistiendo en que tenían que lavarse las manos.
A menudo, se revolcaba con algún animal que había cazado, un pájaro, un ratón de campo que ella desenterraba por su instinto de perro cazador, y acababa desprendiendo un olor insoportable , Carola la bañaba a duras penas. Después Lea corría alegre salpicando de gotas los verdes del jardín.
La perra cantaba con sentimiento cuando las campanas de las doce tocaban Negra Sombra y el tiempo pasaba volando con las hojas. Después de comer se acostaba enrollando su cuerpo como una oruga y Carola acabó adorando ese momento, dónde conseguía sacarle del corazón un sentimiento cariño.
El sol del mar de la tarde alargaba las sombras y expandía su luz dorada sobre la hierba, la iglesia al fondo se iluminaba. Lea se asomaba con Carola sobre el banco de piedra, sujetándose de pie con sus uñas en el muro que ocultaba el jardín. Veían el sol, contemplaban las olas y los guiños del mar. De vez en cuando atravesaba la belleza alguna gaviota hasta confundirse con el todo, mientras abajo, en la tierra, pasaban los coches sin más. De repente la perra se daba la vuelta y saltaba a su rutina, hasta que los olores de la cena visitaban su nariz y ella la cocina. Pero Carola le decía con determinación: ¡Fuera! y la perra con pasión subía hasta su falda. ¡Fuera, fuera! insistía. Conseguía alejarla con un trozo de tortilla en medio de un pan, y se lo llevaba en la boca hasta algún lugar en la hierba donde lo saboreaba tendida sujetándolo delicadamente entre sus patas.
Con el último rayo Carola cerraba las contras de la casa y Lea la acompañaba desde el exterior ventana por ventana hasta que su dueña desaparecía, entonces se iba a dormir mientras el cielo se oscurecía del azul que cierra la noche. Dormía en su caseta, o bajo tierra, o tal vez acostada muy pegada al portalón de la entrada bajo la luz de la farola indiscreta de la calle.
Nunca había salido más allá de los límites del jardín, pero una mañana surgieron las bombas y las pequeñas nubes regordetas de la fiesta de San Juan Degollado. En ese instante alguien llamó a la puerta, pudo ser el herrero preguntando por Leonardo y Carola le dijo que ya no estaba; o el furtivo que le ofrecía percebes, que ella no quería; y en un descuido, por entre las piernas de Carola, Lea salió aterrorizada a la carretera. Bordeó corriendo la playa hasta el camino donde las rocas terminan, dobló la curva y vio el sendero estrecho que subía el monte que extiende su falda de pliegues de pequeñas calas, donde el zorro al amanecer juega con las olas en la orilla. Subió asustada por los laberintos de casas llenas de ladridos, allí apuró todavía más su marcha y se alejó por entre helechos y pinos. Caminó despacio hasta el borde de una ladera asomada a una playa de arena blanca y se tumbó.
Allí la vio un armatoste de perro blanco de raza indefinida que movía su rabo como un plumero. Después de olerla insistentemente, caminaron juntos hacia lo profundo del monte.
Dos días después la encontró un matrimonio mayor en una zona de playas, sucia y maloliente, le ordenaron repetidamente que se fuera y ya no se separó de ellos. Llamaron a la policía que se la llevó a Carola irreconocible a casa.
Al llegar la época de celo, al perro blanco se le vio por la carretera y pegarse al portalón de la casa, mientras Lea rastreaba con la nariz la rendija de la puerta. A veces al gran pretendiente se le oía aullar con melancolía, Carola, le decía a la perra que se “fuera” de allí, y esta le obedecía feliz llegando con sus pezuñas a su falda. Una noche de luna difuminada el perro gigante entró. Al abrir Carola la persiana a la mañana, tuvo un sobresalto, lo vio tumbado como un montículo de nieve y le gritó: ¡Fuera, Fuera! el enorme perro ni se inmutó. La mujer salió a la finca con una escoba y consiguió echarlo, pero ese perro era insistente, enseguida aparecía otra vez como un fantasma, acostado en una sombra, erguido sobre el tronco grueso de un olmo, encima del muro como si fuese de mármol. Una tarde de gaviotas se subió impasible sobre la mesa redonda de hierro igual que una cabra. Carola lo echaba a gritos y la perra venía a ella y el corría en círculos hasta saltar con pericia a la carretera, pero al finalizar el tiempo del amor no se le volvió a ver.
Una mañana de nubes plomizas Lea fue dejando a su paso pequeñas superficies de nieve que desaparecieron al terminar el día. Se metió en la penumbra de su caseta durante días, mientras una lluvia insistente hacía música.
Lea y Carola siguieron las dos con su relación de tira y afloja, la perra creyendo que se llamaba Fuera, con el sabor rico a tortilla dentro del pan, los bizcochos a medio quemar, las manchas de patas en la falda. Carola siguió con la rutina que aleja el olvido, pero olvidó el nombre de la perra que nunca había usado. Rodeada de esa belleza pasajera, sentada y con un libro en la mano que ya había leído, veía volar los pájaros de colores tostados que se desprendían de las ramas de los árboles del jardín.
IMÁGENES MENTALES