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Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 27

El hombre disperso en la playa verde, 27

 

MIS LIBROS ILUSTRADOS

Un libro.

 

RELATOS SIN MIEDO

Evanescencia

Desde la ventana Mauricio contempló el pueblo y un pétalo rosado que caía al mar. Sorbió la última cucharada de sopa y se sentó a leer, la chimenea del salón era un mundo en movimiento atareado en consumirse, a su lado descansaba Sureste un perro grande, blanco como la nieve. Con la última ascua se fue a dormir. Apagó la luz de su dormitorio, sintió frio al inclinar su rostro en la almohada, oyó la noche y se durmió.

¡Sureste! ¿Dónde te has metido? Este olor a primera hora de la mañana. Hace frío, lo sé… pero hoy no te libras de un buen baño. Desayunó antes de salir, estaban en la montaña, en la pendiente de grandes rocas amontonadas, con el árbol seco y solitario que vigilaba su mundo desde la cumbre y que parecía el del ahorcado.

Mauricio subía  con parsimonia zigzagueando con su bastón, encontrando sus caminos. Se dio la vuelta un instante y vio su casa al pie de la ladera, un poco más allá el pueblo, el polígono industrial como una nave de las galaxias sobre la tierra y, a la izquierda, la ciudad lejana que es espuma blanca del mar en la arena, luego las islas y por suerte, por el día frío y claro de invierno pudo intuir muy lejos las otras rías. Sureste aparecía y desaparecía por entre las rocas cortadas como profundas cicatrices del tiempo.

Siguió caminando medio encogido, protegiéndose del frio que aumentaba al acercase a la cumbre. En algunos lugares, entre las hierbas, se veían agrupaciones de excrementos de cabras. Mauricio oyó pasos intermitentes y la respiración agitada del que realiza un gran esfuerzo antes de ver la imagen familiar de la melena enmarañada a la que siguió la cara redonda y sonrosada de su amiga. ¡Marina, qué madrugadora vienes hoy! ¿Te has fijado? hace días que no veo a las cabras. Parece ser que estuvieron hace poco por aquí, señaló con el dedo un montón de bolitas marrones.  La mujer solo lo miró con ojos asustados  ¿Marina que te pasa? Pero ella no mencionó palabra siguiendo su camino de bajada. Esta mujer está loca, pensó.

Traspasó el árbol seco y encontró la pendiente de trozos de piedras arrastradas por el agua, subió con cautela hasta una mínima pradera, un rayo de sol como el resplandor de una cerilla la iluminó por un momento. A la izquierda, ya del otro lado, un camino blanco del cielo reposaba sobre la tierra. La montaña bajaba hacia el sur a través de un páramo desnudo de árboles quemados y, entonces los vio, una multitud de cuernos de cabras en movimiento flotaban en el aire. A lo lejos, bajaba una bicicleta a gran velocidad sin conductor.

El perro se acercó hasta lo que flotaba, pero enseguida volvió  asustado.  Mauricio  sin poder reaccionar se quedó en lo alto por un tiempo, después bajó con cautela por el camino en forma de cinta que lo devolvería a su casa sin dejar de ver lo extraordinario. Aceleró el paso dejando atrás el desánimo de los eucaliptos y pinos quemados. Más allá de un bucle del camino vio el cuerpo majestuoso de un caballo sin cabeza que trotaba recortado sobre el azul del cielo. Al mismo tiempo que sureste ladraba, el majestuoso animal iba perdiendo su cuerpo.

Llegó a casa asustado, el perro se acurrucó en una esquina de la cocina como queriendo no saber nada de lo que sucedía por ahí fuera, calentó el café que le había quedado, y se sentó ante la mesa cerca de los tarros de cristal con mermeladas y conservas que él cocinaba. La bocina irritante de todos las mañanas lo devolvió a la realidad y corrió hasta la puerta. Valentín, el repartidor de pan, conducía todos los días a gran velocidad su furgoneta de barras que asomaban sus pequeñas cabezas por la ventanilla. El hombre saltó del vehículo fuera de sí. ¡Mauricio, hace unos minutos  que  no veo mis piernas! ¿Me las ves, me las ves…? repetía desesperadamente, pero mientras lo decía, iba desapareciendo de su mirada como el papel de un cigarrillo encendido. Cerró la puerta aterrado, oyó a Valentín aporrear la puerta por un tiempo, luego solamente silencio, hasta que  escuchó  el motor de la furgoneta que se alejó a lo largo del camino.

Desde la ventana de la cocina observó la soledad de los alrededores y la montaña sin saber qué rayos estaba pasando. Nada se movía en el paisaje, los coches alrededor del pueblo se intuían como pinceladas paralizadas en una pintura , no había gente por los caminos, ni tampoco se veían pájaros en el cielo. La ciudad blanca al fondo, inmóvil, mientras el mar retrocedía hasta una nube oscura del cielo.

Mauricio pensó en los libros de ficción que había leído. Pasaron las horas y llegó la noche sin su lámpara dorada, intranquilo se acostó como todos los días, con los últimos rescoldos rosados de la chimenea , intentando buscar la normalidad perdida. Mientras, el perro, en la más absoluta oscuridad, se movía  inquieto por la casa.

Con la luz del amanecer se despertó, todo estaba en su sitio, igual había sido un mal sueño pensó, hasta que no se vio así mismo entre las sábanas y las mantas revueltas, entonces, oyó las uñas de su perro rascando los tablones de pino del suelo a su lado, pero tampoco podía verlo. No sabía si estaba en shock, porque desayunó como todos los días y se preparó para subir hasta la cumbre un día más, como otro cualquiera, tal vez, pensó, la rutina era lo más seguro en un mundo que parecía desaparecer a su alrededor.

Al subir la ladera podía oír las piedras que desplazaban sus pasos invisibles. No había insectos, ni pájaros, pero oía sus zumbidos y sus cantos. Casi a la altura del árbol seco una voz lo sacó de su pesadilla. ¿Eres tú, viejo?

Mauricio se sentó al lado de Marina, tanteando para no hacerlo encima de ella. Ambos en silencio, con sus espaldas descansando sobre el inmenso tronco, observaron durante mucho tiempo el paisaje inerte, sobrecogedor, mientras escuchaban algún balido y el sonido de las pezuñas de las cabras contra las piedras que rodeándolos bajaban y subían la montaña. Después, ya casi en el ocaso, llegó hasta ellos un viento largo y contemplaron como desaparecían al moverse las hojas de los árboles sin quemar del pueblo.

El fin de la tierra se inclinaba hasta  el horizonte, hasta un mar que ahora era solamente cielo.

 

IMÁGENES MENTALES

 

 

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