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Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 6

El hombre disperso en la playa verde, 6

MIS LIBROS ILUSTRADOS

En mis libros hay dibujos

 

RELATOS SIN MIEDO

El árbol

Le llamaron rey león sin que él lo supiera, pero su nombre era Máximo. Pasaba los días al calor de la chimenea, en esos sillones de cuero que resoplan cuando uno se sienta. No podía levantarse ni tampoco caminar, su cerebro lo impedía. Dormía casi todo el tiempo y la cabeza se le iba hacia delante como cuando se viaja en tren. Lo despertaban para comer y esa era, ahora, su ilusión.

Pero en ese tiempo sin estar, estaba en un lugar de lluvia y tempestades, él era un árbol entre otros y, como decía el poeta, un alma que espera. En ese lugar el viento nunca los abandonaba, no había descanso, llegaba, volvía, tocaba, movía las ramas, aunque los árboles no lo sabían eran sus marionetas.

Todos los que dibujaban este paisaje tenían personalidades extremas, las disputas se sucedían y nadie sabía el porqué. Las ramas de unos arreaban a las de otros, se daban latigazos, palizas a los troncos, se inclinaban y volvían de nuevo a su sitio con tanta vehemencia que daba la impresión de que padecían de algún síndrome. Casi todas las hojas salían disparadas, volaban en el aire muy alto bailando con las diferentes direcciones de la lluvia. Las hojas más firmes y fuertes, las que resistían en las ramas, se insultaban unas a las otras con sonidos ululantes, se habían vuelto locas de tanto viento, ni los pájaros se posaban en sus ramas. Los árboles que se acostumbraron a tantos insultos crearon una coraza de musgo verde intenso. Increpaban a las nubes por tanta agua, insultaban a los coches que pasaban, a los hombres y a las mujeres que caminaban inclinados con sus capas de plástico. A los animales ni se les veía.

Máximo había nacido con el furor, con un genio de mil demonios, se casó y tuvo hijos y la casa en la que había vivido siempre nunca había conocido la tregua. Por eso, ahora, con el silencio más absoluto, las cortinas murmuraban ¡qué paz! aprovechando la brisa de la ventana y, los lomos de los libros que lo habían visto todo volcaban la mirada hacia sus páginas para encontrar las historias que la realidad ya no les mostraba. La casa había sufrido tanta tensión que ahora parecía enorme y a veces había tanta calma que los objetos añoraban la época en que se movían.

Marina, su mujer, permanecía de retén a su lado, entretenida haciendo ganchillo, solitarios y pintando con tinta azul bigotes, entrecejos y dientes manchados a los famosos de las revistas del corazón.

El siete de diciembre, un día aparentemente normal, su mujer tuvo que ausentarse un par de horas, debía ir al banco y a la compra. Él seguía en su sillón ausente de este mundo pero en el otro seguía en el lado salvaje de la vida. A las diez menos cuarto de la mañana apoyó su cráneo en el respaldo y sintió un latido en la fontanela. Segundos después, surgió de ella un pequeño brote verde que creció veinte centímetros en cinco minutos, a la media hora le salieron unas ramas finas y a la hora ya parecía un árbol, medía un metro. Luego empezó a engordar, a expandirse y a brotarle hojas, después las flores y en consecuencia, en pocos minutos, los frutos. Resultó que era un peral repleto de peras, y como éstas parecen pájaros, se soltaron de las ramas y volaron despreocupadas por el salón. Algunos pájaros chocaban contra los cristales de las ventanas y llegaban al suelo como peras, los demás siguieron volando a otras estancias de la casa, los más espabilados encontraron ventanas abiertas y emprendieron el vuelo por encima de los tejados y chimeneas de la ciudad.

A las dos horas, como estaba previsto, Marina volvió de la calle cargada de bolsas. Con la ilusión de mostrarle una manzana con cejas que había encontrado en la tienda, entró en el salón con una sonrisa que al momento se transformó en una mueca grotesca al ver a su marido durmiendo impasible debajo de un árbol. Y si le sumamos el alboroto producido por los aleteos de las peras, Marina tuvo un ataque de ansiedad que no supo gestionar y se desplomó sobre la alfombra persa. Cuando despertó Marina, Máximo dormía, el árbol seguía sobre él y había peras en el suelo. Cogió el teléfono y nerviosa llamó al 061.

Los sanitarios comentaron que nunca habían visto nada que se le pareciese. Le tomaron el pulso al enfermo, le midieron la tensión, el azúcar en sangre y el diagnóstico fue que estaba perfectamente. Pero se lo llevaban al hospital Álvaro Cunqueiro porque no disponían del material quirúrgico adecuado para sacar de raíz el árbol de la cabeza, el cerebro podría sufrir daños irreparables.
Bajarlo fue complicado ya que no cabía todo aquello en el ascensor. Lo descendieron a duras penas por el hueco de la escalera. En el hospital la gente que esperaba en los pasillos y el servicio médico se quedaron con la boca abierta. Como se montó un revuelo importante, lo metieron de inmediato en uno de los boxes y cerraron las cortinas. En ese momento más parecía un invernadero que un box de hospital. Se preguntaban cuál sería la especialidad médica que podría enfrentarse a este extraño caso y mencionaron las de medicina interna, oncología y traumatología. Lo trasladaron a todo correr para hacerle un tac y una eco pero en los resultados no encontraron las raíces. Entraron toda clase de médicos, deliberaron y decidieron operar. Después de un tiempo vinieron los médicos e informaron a su mujer que no habían podido talar el árbol ya que cada vez que lo intentaban entraba en parada respiratoria, tan solo pudieron podarlo timidamente. Lo trasladaron a una de las habitaciones de la primera planta, habían colocado dos camas en fila en el centro de la habitación para que cupiesen los dos, el árbol y Máximo.

En el otro mundo insistía la lluvia y el viento, él seguía siendo un árbol bajo la tormenta, en el horizonte surgían relámpagos e intentaban dar grandes zancadas sin conseguirlo ya que al instante se esfumaban.

A media noche Marina estaba desvelada en la oscuridad colorada del pequeño piloto cuando Máximo apretó, no se sabe cómo, el botón que avisa a la enfermera de guardia. Este comenzó a pitar y Marina tuvo que disculparse por lo menos cinco veces a lo largo de la noche: yo no he sido, estará roto, lo siento mucho. Pero sí que sabía quién había sido.

Durante los días que estuvieron en el hospital se acercaron muchos médicos, unos por interés y otros por curiosidad, pero sólo encontraron fuera de lo normal el ansia de su cuerpo por absorber suero de las bolsas. Marina preguntó si el árbol era una clase nueva de tumor, y sobre todo, por qué ocurrían esas cosas, y el internista, circunspecto y serio, tan solo dijo una frase: Bienvenida al mundo real.

Una mañana de nubes hinchadas le dieron el alta. Cuando llegaron en ambulancia hasta el portal de la casa comenzó a llover intensamente y con la dificultad de sacar al enfermo del vehículo todos terminaron empapados. A pesar de que lo subieron con cuidado, no pudieron evitar que cada hoja del árbol soltase sus lágrimas por el hueco de las escaleras.

Máximo se quedó traspuesto en el sofá con la mirada perdida en una esquina de la pantalla del televisor y recuperó el mundo donde vivía. Pero el viento se había distraído con algo, las ramas no atizaban con saña, la lluvia tan solo caía triste a la tierra, no creaba dibujos y remolinos en el aire, ni se oían insultos a través de la vegetación. Se movió en el sillón y sus manos salieron de las mantas, parecía querer incorporarse, pero estaba con los otros árboles en medio de un silencio extraño. Lejos, desde las montañas grises que se confunden con las nubes, descendió lentamente la niebla e hizo desaparecer las colinas, las sendas, los bosques y los ríos. ¿Dónde estoy?, se preguntó.

Las manos se movieron temblorosas sobre las mantas y abrió los ojos. La niebla brotó de su mirada a borbotones, borró las esquinas y los muebles pesados, cada objeto, cada libro, cada fotografía, cada cuadro de las paredes. El manto blanco se arrastró por el hall e inundó la cocina, se alargó por el pasillo hasta el dormitorio de la pareja mientras Marina bailaba en el espejo borrando su reflejo, se elevó hasta la ventana y de ahí al exterior creando un velo que convirtió el sol en el más blanco de los blancos.

 

IMAGENES MENTALES

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