A principios de 1934, una cuadrilla de operarios pertrechados con martillos y cinceles entró en el vestíbulo principal del Rockefeller Center de Nueva York, retiró la lona que cubría el mural que había pintado Diego Rivera y lo echó abajo. La destrucción fue precedida por una fuerte polémica. Los adeptos del artista pretendían que el trabajo debía preservarse a toda costa, fuera cual fuera su contenido ideológico. Los adversarios consideraban un atropello que el mexicano hubiera alterado el proyecto pactado con los dueños del inmueble y reivindicaban el derecho de estos a hacer con la obra lo que juzgasen más oportuno. Al conocer la noticia de la demolición, el pintor declaró que la posteridad pondría a cada cual en su lugar y que algún día la verdad de su concepción se haría patente al mundo.
Rivera había conocido en Moscú, durante las fiestas de conmemoración del décimo aniversario de la revolución, a dos directivos del Museo de Arte Moderno de Nueva York que lo invitaron a presentar una exposición individual. La muestra, la segunda de la institución, se celebró a finales de 1931 y fue un éxito. Se exhibieron ocho murales móviles, cinco basados en viejas obras y tres inspirados en la experiencia neoyorquina del pintor, quien se sintió aturdido por la riqueza de la ciudad y los efectos de la depresión económica. La exposición contaba con otras ciento cincuenta obras: pasteles, óleos, acuarelas y aguatintas que representaban las distintas épocas de su pintura. Aunque hoy pocos aprecian sus murales móviles –Ben Lerner formula la opinión hegemónica al escribir “que el medio del fresco transmite la sensación de carecer de motivación cuando se aísla, porta y separa de una pared”–, entonces gustaron y Rivera recibió gracias a ellos dos encargos notables, uno de la compañía Ford para el Instituto de Artes de Detroit y otro de la familia Rockefeller para el complejo que estaban construyendo en Manhattan.
Pese a su afición a saturar los muros y llenarlos de personajes, el muralismo mexicano congeniaba bien con las tendencias artísticas hegemónicas en Estados Unidos tras el crac del 29: el regionalismo y el realismo social. La primera, cuyo representante más famoso es Grant Wood, autor del célebre Gótico americano, reivindicaba los arcádicos valores del campo frente a la corrupta ciudad industrial. La segunda, artísticamente insignificante, pretendía representar la situación de los trabajadores golpeados por la depresión económica. Favorecidos por las iniciativas de la administración federal, unos y otros participaron en los proyectos decorativos emprendidos por las autoridades para paliar los efectos de la crisis en el gremio. El predominio de comunistas, opuestos a la vanguardia, hizo que proliferaran los murales políticos, el género predilecto de Siqueiros, Orozco y Rivera, quienes habían rescatado la tradición del arte como discurso público y utilizaban la pintura a escala monumental con propósitos propagandísticos. Los Rockefeller eran conscientes de las ideas socialistas de Rivera, pero deseaban contar con un artista de su reputación para pintar uno de los tres murales del vestíbulo de la sede de su compañía y confiaron en llegar con él a un acuerdo. Se trataba simplemente de que pusiera a un lado sus creencias políticas y trabajara como lo había hecho en Detroit para los Ford, donde se limitó a ensalzar los logros de la ingeniería norteamericana. El mexicano no puso pegas al plan, aceptó las cláusulas iconográficas del contrato y, hasta el final, no translució la menor intención de transgredirlas.
El Rockefeller Center, un complejo de diecinueve edificios situado entre las calles 48 y 51 de Nueva York, se construyó para servir de centro de operaciones de la Standard Oil y para simbolizar la confianza de sus propietarios en el espíritu del capitalismo. Conscientes de que la Primera Guerra Mundial había puesto en cuestión la noción de progreso, el perfeccionamiento gradual de la humanidad, y que esto alimentaba las ansias de arrojar al fuego purificador a una civilización supuestamente podrida, John D. Rockefeller planeó a principios de los años 20 una gigantesca instalación comercial y cultural que probara los beneficios del sistema. El proyecto contaba inicialmente con catorce edificios art decó que debían ornarse con mosaicos, pinturas, relieves y esculturas de los mejores artistas del momento. Un comité de especialistas definió los temas bajo el lema nuevas fronteras. La idea era poner de manifiesto que el hombre ha mejorado y que puede seguir haciéndolo sin recurrir a sangrientos experimentos sociales. En la plaza central fue erigida una estatua de Prometeo, el titán que salvó a la raza humana de la extinción, y en el acceso al edificio más alto, sede de la presidencia de la compañía, un relieve acerca de la sabiduría inspirado en El gran arquitecto del universo, de William Blake, sobre el que reza una frase de Isaías: “sabiduría y conocimiento son la estabilidad de los tiempos”. A los lados –simbolizando la radio y la televisión, los dos motores de la difusión del saber en nuestra época–, se dispusieron representaciones del sonido y la luz, y en el interior del edificio, espacio para tres murales alusivos al progreso de la humanidad.
Estos murales debían desarrollar la idea ya mencionada de nuevas fronteras. Susana Pliego, autora de un excelente ensayo sobre el proyecto, recuerda que la historia de Estados Unidos había consistido en una paulatina expansión territorial y que, siendo imposible seguir por ese camino, se hacía necesario buscar nuevos objetivos. El plan fue representar ese anhelo en tres murales: uno dedicado a las nuevas relaciones del hombre con la materia, otro a las nuevas relaciones del ser humano consigo mismo y, por último, un tercero simbolizando la situación del hombre en la encrucijada entre el pasado y el futuro. Además de Rivera, a quien se asignó este último motivo, se pensó para los otros dos murales en Picasso y Matisse, pero ambos rechazaron la oferta y fueron sustituidos por Sert y Frank Branwyn. Susana Pliego no lo dice, pero es posible que en la elección del mexicano hubiera contado el mural que hizo en el 1927 para la Universidad Autónoma de Chapingo, La tierra liberada con las fuerzas naturales controladas por el hombre.
Echemos un vistazo a este mural. El personaje central es Eva, que acaba de ser creada. Su creación conecta algo misterioso, el aliento de un ángel, y algo telúrico, la propia tierra. Eva alza una mano y porta una raíz en la otra. Como ella, la raíz procede de la tierra y simboliza la fecundidad. Adán es el hombre de espaldas que hay debajo. Sabemos que es él porque lleva una manzana en la mano, la manzana del árbol prohibido. Aunque Eva ya la ha probado, no parece sentir vergüenza. Se tapa los ojos, pero no oculta su desnudez. Si rehúye mirarnos es por otro motivo. Un gigante surgido de la tierra, un Titán, ofrece a Adán el fuego, símbolo del poder para transformar el mundo. Prometeo irrumpe en la creación para salvar a la humanidad de la maldición divina. En la tradición griega se decía que sustrajo a los dioses el fuego. Aquí, el fuego no viene del cielo, sino del fondo de la tierra, donde según el mito estaban encadenados los titanes, enemigos de los dioses. El carácter de carga que posee el trabajo en el texto bíblico se torna por mediación suya en una posibilidad esperanzadora, la posibilidad de que el hombre haga un mundo a su medida, un paraíso. Esta es la meta de la revolución y, por eso, Adán está de espaldas, mirando hacia adelante, hacia el futuro. Sus poderosas piernas se afirman sobre la tierra. No es un ser desvalido, sino alguien capaz de construir un mundo con su esfuerzo. Las máquinas que tiene delante son la prueba. Lo mismo indica el niño que está a su derecha, a su nivel, aunque de rodillas, como a punto de ponerse en pie. El niño junta dos cables y produce una luz. Se trata de un símbolo del pensamiento –la capacidad de unir lo que está separado– y del progreso, de la evolución del hombre, que siempre va más allá, que siempre es niño comparado con el poder por descubrir. Sólo la mujer, la madre Eva, a quien el soplo del ángel hizo a imagen y semejanza de la tierra, se mantiene idéntica a sí misma, fértil y voluptuosa, carnosa y llena de vida.
Si Rivera hubiera pintado en el vestíbulo del Rockefeller Center un mural como este no habría habido problemas. Algunos espectadores habrían criticado la secularización de motivos bíblicos, pero los propietarios habrían asumido las críticas sin dificultad. Al fin y al cabo ellos mismos estaban alentando en su complejo la fusión de elementos actuales con otros griegos y bíblicos. En los bocetos que el mexicano presentó, la composición, aunque provocadora, gustó a todos. El progreso científico y tecnológico, encarnado en la parte central, conectaba la parte izquierda, donde se representaba al pueblo oprimido, con la derecha, en la que se simbolizaba la tiranía y el despotismo. Se trataba, en definitiva, de un elogio del poder del conocimiento para erradicar la superstición y favorecer la evolución ética del ser humano en un contexto de creciente cooperación. Rivera, sin embargo, modificó el plan mientras lo ejecutaba. Lo político se impuso a lo filosófico y en vez de una lucha contra la tiranía y la ignorancia, la encrucijada aludida en el título del mural se convirtió en elección entre capitalismo (explotación, injusticia y guerra) y comunismo (cooperación, justicia y paz). La aparición al final de la figura de Lenin uniendo con las manos a todas las razas fue la puntilla. Los miembros del comité pidieron al pintor que volviera al plan original, incluso prometieron fingir que la obra les complacía a condición de que sacara de ella al líder ruso. Pero Rivera se negó. Susana Pliego sugiere la posibilidad de que el pintor forzara con su actitud la destrucción del mural, algo que tendría un efecto político mayor que su propia existencia. De ser verdad, la jugada le salió bien, sobre todo porque no fue una destrucción completa, ya que antes de abandonar la pintura a la piqueta sus ayudantes se las arreglaron para fotografiarla.
La encrucijada que pintó Rivera en el Rockefeller Center mostraba al hombre ante la tesitura de elegir entre capitalismo y comunismo. Él confiaba en la victoria comunista y, por eso, al conocer la destrucción del mural, apeló a la posteridad. La filosofía ilustrada secularizó la idea de juicio final trasladándola de la eternidad al futuro, pero el futuro se comporta menos como un dios imparcial que como un charlatán de feria. No digo que Rivera tuviera razón, tampoco lo contrario. El mercado ha sido para el arte tan letal como el comunismo. “El fin del mercado es borrar todos los valores que puedan impedir que cualquier cosa se convierta en obra de arte”, escribió Robert Hugues. Tim Robbins, autor de Cradle Will Rock (Abajo el telón), filme que recrea nuestra historia, fantasea con la posibilidad de que la banalización contemporánea del arte estuviera relacionada con la decisión de ciertos plutócratas norteamericanos de favorecer la abstracción y otras variantes estéticas socialmente inofensivas. Mientras el arte especule con el ser, el inconsciente colectivo y otros asuntos metafísicos (defendidos paradójicamente por una tropa de filósofos analíticos para los que el concepto de belleza es inadmisible), nadie cuestionará nuestra imagen el mundo. Por supuesto, la tendencia de Rivera hace mucho que abandonó la corriente central, por donde hoy transitan inmensas cantidades de excrecencias, signo de los tiempos. Se le reprocha haber puesto su arte al servicio de otra cosa olvidando que esto es lo que hicieron siempre los artistas. Cien años de vanguardia nos ha hecho olvidar que el arte (técne) no es praxis ni puede serlo (técne, decía Aristóteles, es la acción libre al servicio de un fin previo y praxis la acción libre que constituye un fin en sí misma), y que la idea de técne como praxis sólo cabe en una época contradictoria y opaca que, a la vez que desdeña la tradición, asume su sentimentalismo: “el deseo de mezclar en todo un elevado sentido moral” (Roger Fry). Fruto de esta confusión convertida en koiné es que los artistas no ejecutan ya obras, sino acciones: happenings, instalaciones, performances, etcétera, aunque a la hora de ser juzgados continúan prefiriendo por alguna razón a marchantes e historiadores del arte antes que a expertos en ética.
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