Lo he visto recoger monedas en el suelo.
Lo he visto a él mismo en el suelo, dormido o muerto, al lado de la basura que deja el Rastro cuando retiran los puestos. Quieto, indomable como un crucificado tenso, mientras a su lado corren los chorros de agua de los basureros que riegan las aceras más arriba. Inconsciente y respirando, aguantando el ruido del camión de la basura cuyas ruedas pasan a un metro de aplastarle la cara.
Es el hombre que canta.
Los peatones pasan a su lado turbándose un instante, temiendo detenerse ante un posible cadáver o ante un enfermo terminal que necesita atención urgente, llamar al Samur, por ejemplo, menudo incordio.
Es el hombre que canta.
Las hojas de la Ribera caen de los árboles sobre su hermosa cabeza barbada.
Yo lo he visto cantar, de pie, con un gorro del frío, y los ojos iluminados por algún recuerdo.
Yo lo he visto cantar como en una novela de Juan Carlos Méndez Guédez, Tal vez la lluvia. Tal vez llovía.
Pero, el idioma de su canción remitía al Este, a la imaginación eslava o, tal vez, repetía nombre de antepasados en pueblos o en páramos. Tal vez Siberia.
Es el hombre que canta.
Yo lo he visto abrigado con acumulación de ropas que sustituían pieles y un gorro de lana a lo Yuri Zhivago.
Recogía monedas de cobre en el suelo: céntimos ante el Lidl de Tirso de Molina.
Canta en su idioma mientras camina mirando aceras y gente de otra ciudad y de otra tierra.
No éstas.
Éstas son para dormir en cualquier punto, rendido por el presente y, en la ausencia, borracho.