El escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry decía que uno de los mayores logros del hombre era el aparato que le permitía volar. “Un avión es sólo una máquina, pero qué magnífico instrumento de análisis es: nos ha revelado la verdadera faz de la tierra”, escribió años antes del vuelo que lo perdería para siempre. Saint-Exupéry, un oráculo literario de los espíritus inocentes, pensaba también que toda gran conquista del ingenio humano debía sujetarse al principio de simplicidad. “La perfección se alcanza no cuando ya no hay nada que añadir, sino cuando ya no hay nada que quitar”, señaló con una certeza que parece salida de los laboratorios digitales del siglo XXI. Por los días en que anotó esta frase, un hombre buscó su propia gloria en el Perú con un invento que precisamente se proponía revolucionar la historia de la aeronáutica: un avión sin motor.
Ernesto Dall’Asta era un inmigrante italiano residente en Lima. Se presentaba como inventor. Una mañana de diciembre de 1937 acudió a la Oficina de Patentes para tramitar el título de propiedad intelectual de una nueva máquina a la que había denominado: “Aparato rotativo a paletas, elevador y propulsor de botes aéreos”. Consistía en un molino con dos paletas encorvadas que, al girar en espiral a gran velocidad, debían generar una resistencia al aire capaz de elevar la nave. Un protector movible, a manera de tapabarro, permitiría al piloto modificar el sentido de esa fuerza para cambiar de dirección. El mismo año en que la célebre aviadora Amelia Earhart desapareció durante un vuelo sobre África; el mismo año en que el dirigible Hindenburg se incendió al aterrizar en Nueva Jersey; el mismo año en que el piloto japonés Masaaki Iinuma hizo el primer viaje de Tokio a Londres en una nave modelo Kamikaze; ese mismo año, un desconocido italiano proponía un nuevo artefacto alternativo de navegación aérea “en sustitución de los sistemas actualmente en uso”.
Para mayor formalidad, Dall’Asta dirigió su solicitud de registro al Ministro de Fomento y adjuntó la boleta de pago al perito que debía determinar la novedad del aparato. Una elegante firma de trazos envolventes revelaba la confianza del autor en su propuesta.
El jefe de la Oficina de Patentes aplicó la ciencia burocrática de remitir la solicitud a las instancias respectivas. Tres meses después, recibió la respuesta del Comandante General de Aeronáutica, con dos escuetas conclusiones: “a) Que la descripción del aparato está formulada en términos imprecisos e incompletos, de modo que no es posible establecer de qué manera el inventor intenta realizar su aplicación práctica; y b) Tal como se ha presentado el expediente y, si el Sr. E. Dall’Asta no precisa [en qué consiste] su invención, no se cree que lo que ha presentado sea susceptible de obtener patente especial”.
Hay espíritus que se alimentan de la adversidad. El mismo día en que recibió esta notificación, Dall’Asta redactó un segundo oficio, también dirigido al ministro, en que ofrecía mayores detalles e incluso una demostración para aclarar las dudas de los peritos. Su osadía mereció una aplastante respuesta del aparato estatal, que puede ser cruel cuando se lo propone:
MINISTERIO DE MARINA Y AVIACIÓN
Comandancia General De Aeronáutica
Miraflores, 13 de abril de 1938
Señor Director General de Fomento y Obras Públicas
En respuesta a lo solicitado por su despacho, esta Comandancia General llega a las siguientes conclusiones:
a) La “rueda a paletas” como propulsor no puede ser objeto de patente especial, dado que es conocidísima y fue aplicada hace un siglo sobre las primeras naves a vapor; fue después abandonada por su escaso rendimiento comparado con el de la hélice marina, mucho más eficaz que la anterior. Esto en lo que se refiere a la rueda a paletas funcionando en el agua, fluido 800 veces más denso que el aire. Lógicamente, en el aire el rendimiento de una rueda a paletas sería todavía menor.
b) Después de lo dicho, considerando la rueda a paletas como “propulsor”, es evidente que si se la considera como “elevador”, ésta se encontrará en condiciones de trabajo y de rendimiento aún peores; y
c) Ni como novedad ni como posibilidad práctica de empleo, se cree que este dispositivo o invento sea susceptible de obtener una patente especial.
El Coronel de Aeronáutica
El Perú nunca ha sido un país entusiasta por los creadores. El ciudadano promedio difícilmente recuerda uno o dos nombres de inventores peruanos: el palmarés popular incluye a Pedro Ruíz Gallo, un militar del siglo XIX que construyó un fabuloso reloj mecánico del tamaño de una casa, y a Pedro Paulet, quien diseñó un avión impulsado por cohetes que está considerado como la primera nave espacial. El problema es que el reloj de Ruíz Gallo fue robado como trofeo durante una guerra con un país vecino –donde nunca volvió a funcionar– y la nave diseñada por Paulet jamás recibió apoyo financiero del Estado y terminó por perderse en un depósito. El oficio está tan poco arraigado que solemos confundir inventos con descubrimientos. “La distinción entre estas dos palabras es bien conocida”, escribió el matemático francés Jacques Hadamard para disculparse del error en uno de sus libros: el descubrimiento se refiere a lo que ya existía, pero no era percibido; el invento se refiere a algo que no existía previamente. “Colón descubrió América, que ya existía antes que él; Franklin inventó el pararrayos, que no existía antes que él”, apuntó Hadamard, aunque admitía que en ciertos casos la distinción es menos evidente. Nada resulta más discutible que un trofeo del ingenio humano. El italiano de esa historia no estaba dispuesto a rendirse sin meter su cuchara en este debate universal:
22 de abril 1938
Señor Ministro de Fomento:
Habiendo tomado conocimiento del informe pericial elevado por la Comandancia General de Aeronáutica, ante Ud. con todo respeto me presento y digo:
Que el mencionado informe no contempla los puntos esenciales que está llamado a absolver y que, en este caso, debería concretarse a los siguientes:
a) ¿Es o no una novedad el invento en la aplicación práctica que persigue?
b) ¿En sus detalles de construcción y en el principio físico en que descansa resulta, acaso, idéntico a patentes ya concedidas o a artefactos que son ya de dominio público?
c) ¿Es posible o no técnicamente su aplicación en la práctica?
Todo invento existente tiene alguna similitud con algo preexistente. Por ejemplo, la hélice no es ni más ni menos que el antiguo y conocido molino de viento. Sin embargo, nadie puede poner en tela de juicio el valor de esta invención.
Tampoco es un argumento de valor la diferencia de densidad entre el agua y el aire, pues encontramos que la hélice, con pequeñas modificaciones de forma, presta sus servicios tanto en el agua como en el aire.
El suscrito reitera su ofrecimiento para efectuar un experimento práctico delante de los peritos y dar así una comprobación irrefutable de que técnicamente este invento es viable.
Por lo tanto:
A Ud. S.M. pido sea formulado un nuevo informe pericial.
Firma ED.
Hubo un segundo carrusel de perplejidades: el encargado de la Oficina de patentes remitió el expediente al Cuerpo de Ingenieros de Minas, que por entonces era el único ente capacitado en Lima para emitir una opinión técnica sobre el dilema; el Cuerpo de Ingenieros de Minas se declaró incompetente y sugirió que se designara a dos técnicos militares para realizar los experimentos necesarios; de inmediato se formó una comisión integrada por un capitán, un mayor y un comandante. Después de debatir las evidencias, el trío de expertos impregnó su hartazgo en la carta de respuesta:
MINISTERIO DE MARINA Y AVIACIÓN
Comandancia General De Aeronáutica
Miraflores, 22 de junio de 1938
De: La Comisión para informar sobre el invento del señor Dall’Asta
Al: Comandante General de Aeronáutica
Asunto: Patente de un invento
Del estudio del expediente N°3459, la Comisión ha llegado a las siguientes conclusiones:
a) El principio del invento no es una novedad. En varias realizaciones de diferente carácter se puede encontrar el mismo principio básico (bomba centrífuga, ventilador, etc.). El hecho de que este principio bien conocido no sea utilizado para levantar pesos demuestra el escaso rendimiento de tal género de máquina para esta aplicación (aeronavegación).
b) La Comisión no puede dictaminar si el invento es idéntico a otro con patente conocida, por cuanto no es de su incumbencia otorgar patentes.
c) En lo que se refiere a la aplicación práctica, aún cuando la acción útil del sistema rotativo fuese capaz del levantamiento de pesos o de propulsión, dicha acción sería pequeña para rendir convenientemente en la aviación, por lo cual la Comisión juzga que no es conveniente.
Por lo expuesto, la Comisión estima que no procede la patente solicitada.
Dios guarde a Ud.
El Capitán de Aeronáutica / El Mayor de Aeronáutica/ El Comandante de Aeronáutica.
La conclusión pareció agradar al Comandante General, quien remitió el informe al ministerio con la acotación: “el que hago mío en todas sus partes”. Era el veredicto de la máxima instancia dedicada a la aviación en el Perú. Dos meses después, la sección de patentes suscribió el dictamen y descartó la posibilidad de conceder la patente. Debía ser el punto final, el momento de la retirada silenciosa tras pasar por la maquinaria moledora de sueños del Estado. Pero no lo fue para Dall’Asta. El indesmayable italiano volvió a escribir una carta de reparo al ministro. Esta vez tenía dos argumentos: primero, que su invento no usaba la reducida fuerza centrífuga, como decía el informe; y segundo, que el sistema rotativo no solo era el más eficiente de todos los conocidos hasta ese momento, sino que desde tiempos inmemoriales ha acompañado al hombre en sus mayores conquistas mecánicas. “Por ejemplo, el mismo avión. ¿No utiliza acaso la acción útil que deriva del movimiento rotativo de la hélice?”, escribió el inventor.
Si una firma es como la huella digital del estado de ánimo, los trazos crispados con que rubricó esa carta sugieren que ese día padecía cierta ansiedad. Había pasado más de un año entre trámites y esperas. Había mandado cartas que de seguro nunca llegaban al destinatario principal (ya sabemos que la administración pública fue inventada para neutralizar las iniciativas de los ciudadanos). Había recibido cuatro negativas oficiales con todos los sellos y firmas posibles. Lo más probable era que este nuevo intento tuviera un destino tan oscuro como los demás. La carta estaba en trámite cuando, de manera repentina, en un gesto que a esas alturas podía considerarse suicida (administrativamente, claro), Dall’Asta solicitó la interrupción del proceso. No se trataba de una renuncia. El italiano había optado por una última jugada estratégica: ya que en este país había recibido todos los portazos del desdén, se propuso obtener la patente de su invento en la propia meca mundial de la innovación científica, con el único y expreso objetivo de incluirla luego entre los documentos que sustentaran su pedido en el Perú.
Dall’Asta acudió a la Oficina de Patentes de Estados Unidos con nuevos planos del invento y la descripción de un “APPARATUS FOR LIFTING OR PROPELLING AIRCRAFT”. Tras un examen de rigor que no tardó demasiado, el Comisionado de Patentes determinó que el italiano tenía “justo” mérito para el título de propiedad intelectual y le otorgó “el derecho exclusivo para hacer, usar y vender dicho invento en todos los Estados Unidos y en los territorios del mismo”. Mientras Lima le había negado la licencia a diez años que pedía, Washington le otorgaba el mismo privilegio por diecisiete años. Fue un triunfo limpio y sin arrugas. Hubiera bastado para que cualquier creador viviera contento para siempre y echara tierra a las mezquindades sufridas ante los burócratas de un país pequeño y, en ocasiones, mezquino. Pero no para Dall’Asta. El hombre tenía una misión y así lo hizo saber al hombre que con seguridad nunca había recibido sus cartas:
Señor Ministro de Fomento:
Ante Ud. con todo respeto me presento y digo:
Que las leyes sobre privilegios fueron dictadas para estimular el espíritu inventivo, latente en todo individuo, con el fin de que sean una fuente creadora capaz de proporcionar a la colectividad medios nuevos y mejores que le permitan alcanzar mayor bienestar. El hecho de que el invento utilice un principio que no es nuevo, como se argumenta, no puede ser base suficiente para formular una negativa; un principio físico puede servir de base a una variedad de artefactos que son entre sí disímiles en forma y en uso. Por ejemplo, el principio del plano inclinado ha dado origen a artefactos como el molino de viento, la hélice, el aeroplano, el ventilador, el aspirador de polvo, el deslizador de agua, el arado, la tuerca, el tornillo, el formón y el cepillo de carpintero, etc.
Que la eficiencia de un invento no debiera servir para determinar si procede o no la concesión de una patente, [pero además] está bien demostrado que el sistema rotativo aventaja a cualquier otro que se conozca, siendo así que su aplicación se extiende día a día y forma uno de los pilares en que descansa todo el sistema mecánico creado por el hombre.
Que para mayor abundamiento, presento una copia fotostática legalizada del título de propiedad intelectual que me ha sido otorgado sobre el mismo invento en los Estados Unidos. Adjunto una traducción oficial al castellano.
Por lo tanto:
a Ud. S.M. pido se sirva proveer como solicito esperando sean tenidas las razones expuestas y los documentos que presento.
Lima, 27 de Enero de 1940
Firma ED.
El Tercer Mundo es un estado mental. Nuestros cementerios de ideas están llenos de propuestas que pudieron cambiar la historia de la humanidad, pero que en su momento fueron desdeñadas como ocurrencias imposibles. Cuando inventores de otros países las realizaron con éxito, reclamamos el dudoso título de “pioneros”. Es una manera de decir: “se nos ocurrió primero (aunque no hicimos nada para llevarlo a cabo)”. Nuestra autoestima funciona como un acto reflejo: despreciamos muchas cosas hasta que su éxito en el extranjero nos hace dar cuenta de su valor. Algo parecido ocurrió con el caso Dall’Asta: bastó que presentara la patente estadounidense para que el Olimpo de los burócratas le abriera todas sus puertas. El Comandante General de Aeronáutica respondió mediante un memorándum con un tufillo reticente: “Teniendo en cuenta que las patentes de invención son otorgadas por el Estado sin garantizar la necesidad, utilidad y aún prioridad del invento, esta Comandancia cree que no existe ningún inconveniente para que se otorgue al Sr. Ernesto Dall’Asta la patente de invención que solicita”. El Cuerpo de Ingenieros de Minas acotó con vocación de mesa de partes: “En vista de lo opinado por la Comandancia General de Aeronáutica, esta Sección es de parecer en que puede concederse la patente de invención a favor del Sr. Dall’Asta”. El Jefe de la Sección de Propiedad Industrial terminó de santificar el expediente: “La petición del recurrente se encuentraarreglada a los preceptos de la ley de la materia y ha sido debidamente tramitada sin que se haya formulado oposición alguna durante el tiempo hábil para efectuarla”. El caso llegó hasta la Corte Suprema en lo Administrativo, cuyo fiscal ordenó el otorgamiento de la patente “sin garantizar la novedad, prioridad ni utilidad del invento”.
El 7 de febrero de 1941, exactamente mil ciento cincuenta días después de la primera solicitud, el ministro de Fomento y Obras Públicas firmó un diploma de cartulina blanca, coronado con el Escudo de la República, que iba dirigido a Don Ernesto Dall’Asta. Era la Patente de Invención que le garantizaba el derecho exclusivo, por diez años, para la explotación de su idea. No quedan registros de la reacción del persistente italiano al saberse reconocido, pero podemos suponer una elevación de su espíritu mayor a la que despertaría una sencilla victoria doméstica contra la burocracia. En cierto sentido, lo suyo había sido un triunfo sobre los poderes fácticos que tratan poner parámetros al ingenio humano. El triunfo de nuestro derecho a inventar lo que nos de la gana. Dall’Asta nunca perdió la fe en que le darían la razón. La prueba es que al momento en que le dieron su diploma, ya tenía en curso el expediente de otro invento: “Una cajita de cartón para contener y lanzar polvo insecticida”.
Obtuvo la patente un año después.