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El hortelano que recuperó el habla

Fragmento de «El verano» de Arcimboldo (1573), intervenido por Lino Insu

Los caminos rara vez subían en cuesta. El desnivel era escaso en unos mil metros a la redonda, por lo que siempre que aparecía algún foráneo el pueblo entero lo veía llegar desde lejos, casi dionisíaco atravesando el áspero paisaje. Apenas algunos cerros punteando el terral de campos. Castilla nunca fue para cualquiera. A Remesal, Porfirio Remesal, siempre se lo pareció, incluso en aquellos meses del año templados en los que se podía estar, bien fuera al fresco de la puerta, en los viejos soportales de la plaza o bajo la sombra escuálida allá por la chopera. Remesal fue Remesal para todos en la Villa durante mucho tiempo, hasta que perdió la voz. Entonces empezaron a llamarle Gases, Gases el hortelano. “Ahí va Gases –se escuchaba los martes de mercado– con el cesto lleno de romanas”. Las mujeres, señoras de sus casas y hasta de las ajenas, se arremolinaban corriendo en torno a su figura, gastada y como descolorida, hecha de retales y cabellos macilentos.

—¿A cuánto las tienes hoy, Gases?

—Hortelano, que han venido los hijos de la capital, necesitaré un par de ellas, de las buenas… Y unos morrones bien majos también, anda.

Así cada martes.

Rara vez aguantaba Gases más de veinte o treinta minutos allí, pues agotaba género antes. Cuando se marchaba solo quedaban posos de tierra oscura y húmeda, buena para sembrar, en el entretejido de mimbre de su cesta. Le pesaba algo más el bolsillo. Entonces el viejo, que ya por aquella época lo era, se levantaba despacio y marchaba, arrastrando las alpargatas por el empedrado. Nadie supo nunca muy bien cómo perdió la voz. Tampoco le quedaban ya familiares vivos que se supiera. Todo en él pasó a ser un enigma a mediados de la posguerra española, cuando llenó una maleta de enseres y cogió el coche de línea a Madrid. Primero un Galo Álvarez a Segovia, de los primitivos autocares que fletaba la compañía; allí empalmó haciendo dedo hasta presentarse en la capital. Dicen que si marchó al exilio tardío, pero no había certeza de eso, ni siquiera a su regreso. Llegó ya sin voz. Que si anduvo por Buenos Aires de mozo de carga, que si paró en Chile con contactos republicanos –cosa habitual entre gentes de cierto pelaje–, que si mendigaba trabajo por los altos hornos de Bilbao, que si nunca lo vieron en realidad tomar barco alguno y apenas cruzó a Lisboa… Mil historias o mil versiones de la misma, siempre sin certezas ni final.

—Ya te lo digo yo, Dolores, que pasó como diez años sin dejar el pelo asomar, y mira que sé bien de lo que me hablo, que mi Felipe trabajó para él cuando lo de los molinos aquellos de Pinarnegrín. Uy, ¡era de lo mejor de la zona en silos y todo aquello! Pues no estuvo en Barcelona ni ná en algún congreso me suena. ¡De ingeniería y obra agraria, oye!

—Algo he oído, Mila, algo he oído, me quiere sonar.

La Villa decaía. Si no llegó a parecer un lienzo otoñal de Cuadrado Lomas, no se asemejó a nada; tierra bella pero sin gente, falta de elemento humano. Había sufrido una sangría progresiva de empadronados desde la fase última de la tecnocracia franquista, cuando se decía que si en las ciudades empezaban a florecer oportunidades gracias al desarrollismo de un tal López Rodó. La FASA fue el acicate. Rebaños de pueblerinos hicieron famoso un éxodo rural desde lo que se daría en llamar la España vaciada, que empezó a quedar más yerna que nunca. Y, claro, el populacho, lo que de él permanecía, se entretenía por los mentideros, murmurando, opinando, diciendo, pues no había mayor ni mejor ocupación. Como se escuchaba en los cafés del pasaje San Antolín, que ya solo dos resistían al tiempo reviejos y renegridos, “cuando el diablo no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo”.

Y qué cierto era eso.

El caso de Remesal, Porfirio Remesal, siempre fue de interés público, como se decía en la jerga de la prensa. Lo fue, claro está, cuando dejó de ser Remesal para pasar a ser Gases. A su regreso allá por los incipientes setenta, ya sin timbre en las cuerdas vocales –amén de la falta de brillo en sus ojos–, tres cosas pasaron: perdió doce kilos de peso, perdió el contacto con los lugareños y perdió la escasa liquidación de la que fuera su empresa allí lo menos treinta años atrás, fuente de silos por toda la comarca. Dejó de fabricar naves para el grano, habida cuenta de sus posibles. Fue en ese momento cuando nació el hortelano que llevaba dentro, pues para él no era nada desconocido el cultivo de la tierra. Siempre tuvo dos manos, callosas para más señas, que, si le valieron para levantar molinos por media región, le servirían también en la plantación de su futura huerta. Ermitaño y fugitivo, comenzó a rehuir el trato con los vecinos. Ellos cuchicheaban, hasta que surgió su apodo:

—Parece que tiene un barbecho en la garganta, mira, que ni frutos ni ruidos ni ná.

—¿No será que quiere pero no puede? El otro día en la puerta del horno, a la que salía de comprar pan, parece que me quiso como saludar. Ahí se quedó la cosa, claro, ni mú me dijo…

—Vete a saber, ese no tiene ni pies ni cabeza ya. Vino descolocao del tó.

—A este le dieron pero bien paí fuera… Si no, no se explica. Que no tiene la traqueotomía, como el Hilario, que se fumó media Tabacalera de contrabando, de esos de Português. Este es que no quiere, será.

—Sólo salen que gases de ahí de su boca, oye.

Con Gases se quedó, muy a su pesar.
Cada día era un nuevo atropello para él, siendo apenas cien gatos en una Villa que le dio la espalda, unos por recelosos, otros por cerrados y los más por indiferencia. Así, se refugió en los surcos y la azada. Y a pulso fue labrando una parcela que daba a la trasera de su vieja casona, de la que nunca perdió la llave o las escrituras. Con unos diez metros cuadrados empezó, y una boina azul celeste contra el sol de agosto que recordaba a los marineritos del Cantábrico. Primero iba y medía, estudiaba el terreno; compraba en el mercado de hortalizas la mejor simiente de lechugas que encontraba. “Estas crecen sanotas, bien grandes, de fuertes hojas verdes”. Con oír eso le bastaba. Esa fue su inversión inicial, pues era la variedad romana una planta de rápido desarrollo y poca plaga, según le había enseñado su padre. Más tarde, acondicionó una segunda hilera para los pimientos. Mismo procedimiento: otear los mejores ejemplares del puesto de Enredaderas, que así llamaban en la zona al frutero ambulante, de donde sacaría la semilla acertada. Escarbar, escarbar y escarbar, tirando línea recta con un viejo hilo blanco, de esos que siempre andan por cada casa pendiendo de algún ovillo. No muy profundo, unos dos palmos bastaban. Sin agroquímicos ni industriales. Fue creciendo su parcela, en género y colorido. Nabo, cebolla, calabacín, sandía…

Los primeros frutos fueron para consumo propio. Y bien recibidos, por cierto, por su estómago y su moral. Sin embargo, no tardó mucho el buen Quintiliano, abulense que por la época vivía en la casa anexa, en percibir las bondades del género, que veía trasegar día tras día desde su quintal. Una mañana de sol y nubes, previa a la faena de novilladas del ocho de septiembre, festividad de la Villa, le ofreció éste una docena de yemas de Ávila a cambio de un morral de patatas y varios de sus pimientos. “Ya sabe usted que a la plaza se va de siempre con tortilla y hornazo, y resulta que anoche agotó la Remi los últimos vegetales que había por casa; si tiene a bien cambiar estos dulces que trajo mi hermana de Santa Teresa por ferias, hará un favor a este pobre rapaz, pues no hay hoy colmado abierto donde comprar”, se explicó Quintiliano. No medió palabra de más entre ambos: Remesal tomó un puñado de tubérculos y morrones de un cuenco de latón que descansaba al pie de la huerta y los puso al otro lado de la tapia. El abulense –notario de profesión, aspecto estirado, justo en sus juicios–, hizo lo propio con sus yemas y el trueque se saldó con un austero golpe de cabeza. Poca comunicación bastaba en la Castilla de ambos.

No bien llegaron el Quintiliano y la Remi a la Plaza de Toros –“más vieja que la Guardia Civil”, como se decía en el pueblo, encalada casi hasta los tuétanos de pizarra bernardina–, un cambio se operaría en la vida de Gases. Fue abrir la mujer del notario el hornazo y su tortilla, todo para compartir con amigos en el tercio de rejones, que ya se estaba hablando de la suavidad almidonada de aquella patata, y de la frescura de los pimientos en tiras que engordaban el sabroso hornazo. “¿De dónde es esta maravilla, Quintiliano?”, preguntaban entre bocados. “La próxima vez que vayas a comprar me avisas, Remi, hija, porque madre mía…”. “De la huerta del Gases, pues no había en casa otra cosa para cocinar en este día señalado”, justificaban. La fama de Remesal, Porfirio Remesal, comenzó a crecer en la Villa, más entonces por buenas razones que por viles comentarios. Beneficióle dicha circunstancia como nunca, pues jamás desde hacía años había estado tan cerca de ser sociable en el pueblo que le vio partir tras iniciada la dictadura.

Pasaron las fiestas y la localidad volvió a su oficio habitual. El sobrio trasiego castellano. Trabajo, calma, cantina, paseos a setas y la temporada de caza. Comenzaba el otoño, esta vez sin la sorpresa anaranjada de los níscalos en el pinar. Las lluvias, que en esa quincena siempre empezaban a sucederse con relativa periodicidad, se retrasaron sin conocerse muy bien por qué, prolongándose así el verano un mes más. Y Remesal continuó cuidando de su huerto, al abrigo del sol renovado. En el entorno de la calle Real, donde tenía su casa y su plantación, primero con timidez y luego con naturalidad no fingida fueron desfilando vecinos a comprar hortalizas o a trocarlas por otros productos caseros, de modo que Remesal fue ampliando el negocio. Tomates por un pote de miel, judías verdes a cambio de requesón, calabaza a duros el kilo. Hasta el panadero ofrecióle convenio, dejando a la venta en el obrador un cajón diario de sus verduras. Y con descuento en hogaza de trigo, que no era poco decir para el mano tiesa del Abdón. El boca a boca expandió una imagen de sudor y sacrificio, imagen al fin y al cabo forjada a la vieja usanza, y con ello aumentó el ingreso. Gases seguía siendo Gases, claro, pues ya se sabe que el sobrenombre y el sambenito le acompañan a uno a la tumba en estos pueblos de cereal y sacristía, aunque el apodo tomó otro cariz. Más distintivo que pulla, más cariño que malicia.

—Quién le ha visto y quién le ve, fíjate.

—No, oye, la verdad es que otra cosa igual no, pero buenas son un rato largo sus verduras… Mira que merece la pena comprarle.

En su línea, torcida pero siempre hacia arriba, siguió remando la cosa.

Con la buena acogida, floreció en él un renovado espíritu de interacción. Cada nuevo cliente era tratado mejor que el anterior. Remesal era otro Remesal, una versión mejorada del primero, su yo integrado en el aldeanismo. El pueblo empezó a aceptarlo por su servicio social y cayeron los juicios a segundo plano, pues la crítica dejó paso a la madurez de la aceptación. La historia de Gases en el exilio, el hortelano significado, allende los pardos campos de Castilla y –quién sabe– los mares, nunca se supo ni él la contó, pero ahora ya daba igual: había otra historia que alimentaba al pueblo. La del renacer. Y esta nueva, a su vez, daba una luz distinta a la anterior, dotándola de la fuerza inherente a todo aquello que se oculta al saber medio.

Tanto fue así que, paulatinamente y como quien ve crecer a un niño, poco a poco e incentivado, Porfirio Remesal recuperó el habla, dejando en el pasado sus miedos. El primer día que hizo por intentarlo, cuenta la narración oral, fue como una gárgara lo que expulsó de su boca. “Grrrggg”, pasó a ser descrito. Quién sabe. No pondrá en duda el cronista lo escuchado. Sucedieron a aquél episodio breves fórmulas de cortesía en voz baja, alejando penurias y episodios para el olvido, pequeñas conversaciones y, más a largo plazo, años de bonanza particular para el protagonista de esta historia. Bajo un corazón templado dormía la dicha. Sus relaciones personales aumentaron, parejas a sus beneficios, guardábanle asiento privilegiado –esto es, bajo el televisor que retransmitía las corridas taurinas– en la partida de mus de San Antolín y quedó consolidada su identidad. Hoy son Remesal y su andadura, por los motivos que sean, pero ante todo por la fuerza de la humildad, seña de ese enclave castellano cuyo nombre permanecerá en el anonimato. La España vaciada legó, en su persona, una memoria colectiva digna de poner a buen recaudo.

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Corría el año, el minuto, el segundo cero de la Transición inimaginada, en un soleado 20 de noviembre del setenta y cinco. Franco Bahamonde acababa de morir, y Remesal, Porfirio Remesal, que ya nunca dejó de ser Gases, pero no se avergonzó jamás de ello, estrenó puesto en el mercado de hortalizas de los martes. Paradójica beldad, dirán ustedes. La gente apreciaba su servicio; el ayuntamiento le concedió licencia comercial al amparo de su actividad, un permiso que habría de durar hasta casi entrado el nuevo siglo. “Y esa es la historia –todavía se escucha en la Villa– del hortelano que recuperó el habla”.

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Este relato recibió el primer premio Argaya para Jóvenes Creadores de la Diputación de Valladolid (2019).

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