El Escorial fue un adusto enclave elegido por Felipe II para estar, en diversos sentidos, más cerca del cielo y más lejos de los hombres. Los Borbones, incapaces de eludir su influjo, lo repoblaron a regañadientes –no están en la cripta del monasterio ni Felipe V ni Fernando VI– gracias a Carlos III, con nuevos palacios, casitas, teatros y jardines. En el último cuarto del siglo XIX, con la Restauración, las clases dirigentes se daban cita en sus calles para gozar de la placidez estival. Un cronista de La Correspondencia de España, en 1898, definió certeramente el veraneo de El Escorial: “Ni se madruga ni se trasnocha; ni se aburre la gente con exceso ni se divierte con fatiga”. El año en el que se perdió el imperio de Ultramar se representaron en el Real Coliseo Carlos III, paredaño al hotel Miranda & Suizo, La escuela de las coquetas y El sueño dorado, por la compañía de José González, con Julia Cirera como primera actriz. Por allí se vio al general Weyler, amigo de la comunidad agustina del monasterio; a los marqueses de Revilla de la Cañada; a los propietarios señores Oliver, Soto y Echenique; a los banqueros señores Ortueta y Peláez; a los parlamentarios Ruiz de Velasco, Vallejo y Moragas; a los doctores Elguequeta, Briz e Iglesias; al general Hidalgo y al almirante Topete, según enumera el semanario ilustrado Nuevo Mundo.
En la arteria de este universo, la calle de Floridablanca, y sobre otro establecimiento heredero de una residencia de comediantes, había fundado el suizo Eloy Veuthey un hotel moderno y confortable, abierto a la calle, con seis grandes ventanales de guillotina culminados por vidrieras con motivos escurialenses, que conformaban en el interior acogedores rincones para abrir un libro, tomar un café, emprender una conversación –sólo de dos– y ver pasar el tiempo al sol de poniente que tanto se agradece las frescas tardes del otoño. Una placa en la puerta recuerda que allí deleitaba con su música, alrededor de 1870, Isaac Albéniz, “siendo un niño prodigio”. Veuthey abrió otros hoteles, como el Regina, al comienzo de la calle, hoy un restaurante japonés que regenta el pintor Yamaoka, uno de los personajes más singulares del pueblo, capaz de la más exquisita atención o del más desabrido desprecio.
También pasó la guerra por estos paraísos artificiales de pocas habitaciones y selectos huéspedes. Una nota en el Abc de la zona nacional, fechada en noviembre de 1936, da cuenta de las “atrocidades” cometidas en El Escorial. Según un fugitivo que ha logrado llegar a Ávila, Largo Caballero, en una de sus excursiones al frente, dijo a los milicianos que era intolerable la tranquilidad que allí se disfrutaba y aconsejó una limpieza general contra las derechas. Se formó enseguida un Comité de Salud Pública formado por un individuo llamado Ballesteros que se dedicaba a la venta de estampas y medallas a la puerta del monasterio; un tal Agustín, camarero del Regina, y otro individuo llamado Cándido, todos ellos liderados por el director del Instituto, de nombre Rubén y de origen judío, “que se ha significado por el encono con que persiguió a aristócratas y personas de El Escorial de matiz derechista”. Fueron detenidas cerca de 2.000 personas y enviadas a Madrid aunque la mayoría aparecieron asesinadas en los alrededores, señala el diario madrileño. A otros la suerte les acompañó, “aunque parezca una parodia”. El marqués de Cubas, por su desprendimiento para el Frente Popular, fue detenido en su casa, pero en una prisión muy atenuada. Al súbdito suizo Eloy Veuthey, propietario del Miranda, el Regina y otros establecimientos, “le expulsaron sin permitirle hacerse cargo de otra cosa que la ropa que llevaban puesta él y su familia”. De todos los hoteles, concluye Abc, se incautaron los camareros.
El orden regresó en la posguerra y la intelectualidad triunfadora se apropió incluso del nombre del pueblo para titular sus revistas y movimientos regeneradores. El Miranda volvió a convocar a lo más granado del régimen –Fernando Morán y Agustín Rodríguez Sahagún eran habituales–, al mundo del espectáculo –el actor Alfredo Mayo parecía atornillado a un silla de la terraza– y a los domingueros, que degustaban su famoso –y manifiestamente mejorable– chocolate con picatostes. Hollywood rodó en la lonja una superproducción de los años cincuenta, Orgullo y pasión, de Stanley Kramer, y las fotografías de Sofía Loren, Cary Grant y Frank Sinatra colgaban de las paredes junto a la de un joven Adolfo Suárez, que participó como extra en la película disfrazado de bandolero español. Era, con su fachada de mármol y maderas nobles, con su regusto art decó, un refugio de la omnipresencia granítica de Felipe II: “Quiero elevar un palacio para Dios y una choza para el rey”.
Ya fue cerrado el Miranda & Suizo a comienzos del siglo XXI, cuando los propietarios no se pusieron de acuerdo con el Grupo Lezama, que lo explotaba, sobre el reparto de beneficios y las reformas necesarias para que la techumbre no se viniera abajo. El cura Luis Lezama, un verdadero enigma de nuestro tiempo, a caballo entre el lujo elitista y la reinserción de la generación del Vaquilla, se fue con sus muchachos a Washington y a Seatle, y recogió el testigo un símbolo de nuestros días: Arturo Fernández. El Miranda abrió sus puertas pocos meses después, en febrero de 2004, y el audaz empresario montó un gran restaurante acristalado en un anexo al hotel, tan vacío que cuando había un cliente los viandantes se paraban y hacían pantalla con las manos para observarle. La sociedad que reúne los hoteles de Arturo está en concurso de acreedores, como su emporio de concesiones, favores y oscuras tarjetas. Desde hace unas semanas el Miranda & Suizo está cerrado; las jardineras de los ventanales, arrancadas, pero el interior permanece intacto, con las sillas y las mesas dispuestas y los servilleteros de los que sobresale la carta con el escudo de la casa, como si de pronto los reflejos que ya lo habitan fueran a tomar forma.
Fotos: Alfonso García Cruchaga