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Mientras tantoEl humo provincial, los gallos

El humo provincial, los gallos


El arbitrio y la soledad son atributos del que lee, sobre todo del que lo hace sirviéndose de un extrañísimo y resistente artefacto que no es preciso enchufar y que se puede oler y tocar. Se llama libro y no ha perdido prestaciones, pese a tantos funerales prematuros, haberse inventado hace cientos de años y no haber cambiado, en lo fundamental, en nada. Y con la extraordinaria ventaja de que puedes cogerlo sin que nadie sepa (a menos que tú, fatigoso narciso, lo cuentes) qué lees, a qué horas, durante cuánto tiempo, dónde te ensimismas, qué subrayas, qué descartas, cuántas veces vuelves a leer la misma página, cuáles te saltas… Ese arbitrio y esa soledad me llevan a los últimos versos de uno de los poemas escondidos (como se esconde una hoja para que al secarse y aplanarse sobreviva, o como se esconden nísperos, o nueces, o zarcillos, entre sábanas) en el libro más reciente de Olvido García Valdés, Confía en la gracia. Rezan: “cantan siempre los gallos/ sobre el humo”.

Cantan, ya lo creo, como las campanas de la Plaza de Oriente, el Cuartel de Palacio de Octubre, octubre (aquel libro que tantas veces regalé), una mañana de lluvia extremadamente solitaria, como son (como eran: este artículo se escribió para otro sitio y se fue quedando viejo. ¿Del todo? Tal vez) ahora las cosas a causa del estado de excepción permanente en que vivimos. Pero yo añoro el humo provincial sobre el que cantan los gallos de Olvido en un poemario que es más que un acto de esperanza ahora mismo: “Confía en la gracia”, dice, y yo sé donde la vi, donde la veo, donde no sé si la veré. Acaso en la Escuela Lírica de Caminha de la que de manera harto enigmática (al menos para mí) habla Eça de Queirós en su tristísma novela Os Maias, que yo bebí como se bebe el vino del país, con un amargor hecho de mimbres que no han secado bien, que eran los que mi abuela Emilia apañaba para hacer recuento de las situaciones, para darle sentido a una vida para la que no necesitaba pararse a pensar. Ella se limitaba a vivir con todas las consecuencias, incluso cuando se deshacía el sempiterno moño de plata quemada para lavarse el pelo y después peitearse a orillas de la máquina de coser de hierro colado (¿Singer o Refrey? Mi madre y mis tías le sobreviven. Pero hay dudas que no importa preservar) y junto a la ventana que daba al tambor del patio, donde llovía como llovía en el pasado y la infancia era exactamente eso: mi abuela, con la mano escoriada de hablar de tú a tú con la tierra y los animales, de explicarse con el fuego. Peinándose la larga cabellera de plata, agachada por las horquillas, sin que sus ojos dejaran de mirarme como nadie nos ha mirado nunca, a mis primos y a mí, en aquella república de las hogueras, los nogales, el manzano de la Consolación, los maizales, el tiempo inagotable… Cuando nos pasábamos temporadas enteras en las ramas contemplando el cielo nocturno, la Vía Láctea desde el cenador, haciéndonos las mismas preguntas que ahora, más de medio siglo después (con episodios de limpieza étnica en Europa, un genocidio en África, y atentados que nos acabaron de helar el corazón) nos seguimos haciendo, aunque con menos urgencia e intensidad. Como niños, eternos y perplejos: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Para qué estamos aquí? Ni siquiera la vecindad del océano nos ayudaba a encontrar una respuesta que llevarnos a la cama antes, durante y después del amor.

Cantan siempre los gallos sobre el humo, y eso es el invierno de La Tour del que hablaba en su casa de Alcazarén, entre libros de los jansenistas, de Simone Weil, de otra Emilia (Dickinson), de Teresa (“el castellano que sabía la Teresa era el castellano de su pueblo, el castellano de Ávila”, le confesó a los alumnos del instituto que lleva su nombre en Valladolid, unas pocas semanas antes de morir), de Chateaubriand, de Cervantes, de su compadre Spinoza, de Rosalía de Castro… José Jiménez Lozano. ¿Qué recordamos? ¿Qué salvamos del autor de Sara de Ur? Aquella tarde en que llegamos con el frío en la nuca, con el azul cobalto aliviando la pesadumbre tensa sobre los pinos albares y negrales que orillan la carretera casi despavorida que lleva a Alcazarén. Tierras dormidas de Castilla la Vieja. Hablamos al calor de una lumbre interior mientras afuera, unas horas antes de la Nochevieja, no del todo desvanecida, se tejía un gran sudario de nieve crujiente. Para él. Para nosotros. Para una infancia y una edad adulta menos irrelevantes, pero también menos crueles. Para que esos gallos que pican el humo y lo hacen inteligible nos despierten de este sueño en el que nos debatimos como náufragos del sentido. La gracia que nos falta. Aquella nevada que cayó silenciosa sin que nos diéramos cuenta, mientras Pepe desgranaba una vez más unos versos de Emily Dickinson, los que se leían, como en un devocionario, en la tapia de ladrillo de su casa de Alcazarén, donde el humo y los gallos hablan el mismo idioma: “Si yo ya no viniese,/ cuando los petirrojos vuelvan,/ dadle al de la corbata roja/ una miga en mi recuerdo”.

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